Saint X. Alexis Schaitkin
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Para M & E
Indigo Bay
Comienza con una vista aérea. Deslízate bajo las nubes y allí está, la primera mirada al archipiélago: un instante, un vistazo, un espectáculo de color tan repentino e intenso que impacta tanto como sumergir un cubo de hielo en agua caliente y verlo estallar en mil pedazos: el mar cerúleo, las islas esmeralda anilladas por arena blanca y quizás, en este día, en la esquina de la imagen un buque carmesí.
Baja un poco más y las islas revelan su topografía, valles, planicies y los picos cónicos de los volcanes, algunos de ellos aún activos. Allí está el Monte Scenery en Saba, el Monte Liamugia en Saint Kitts, el Monte Pelée en la Martinica, el Quill en San Eustasio, La Soufrière en Santa Lucía y en San Vicente, el Grand Soufrière en la capital Basse-Terre de la isla de Guadeloupe y Soufrière Hills en Montserrat, así como el Grand Soufrière en la pequeña Dominica, rodeado por no menos de nueve volcanes. Los volcanes suscitan una intranquila sensación de apareamiento entre la cotidianidad de la vida y la amenaza de una erupción. (En algunas islas, ciertos días, copos de ceniza sobrevuelan suavemente en el pálido y fino aire, antes de aterrizar en las laderas cubiertas de hierba y en los aleros de los tejados.)
En algún lugar del archipiélago, se encuentra una isla de unos cuarenta kilómetros de largo y doce de ancho. Es un lugar plano, de un color deslavado y polvoriento; su tierra es fina y árida, el terreno está punteado por estanques salinos y la vegetación nativa consiste básicamente en maleza tropical, uva de playa, cactus y franchipán salvaje. (Aquí también hay un volcán, el Devil Hill: es pequeño y el magma asoma a la superficie algunas veces, sin embargo resulta poco interesante como una posible amenaza o como una atracción.) La isla alberga a dieciocho mil residentes y recibe casi a noventa mil visitantes al año. Visto desde arriba se asemeja a un puño cerrado con un dedo señalando al oeste.
La parte norte de la isla mira al Atlántico. Aquí la costa es delgada y rocosa, y el agua está sujeta a los cambios de temporada, a veces es demasiado tempestuosa. Casi todos los residentes viven en esta parte de la isla, y la mayoría de ellos en la pequeña ciudad capital, Basin, en donde las escuelas de bloques cenizos, las tiendas de alimentos, las iglesias y gasolineras se entremezclan con edificios coloniales color pastel, ahora deslavados: la mansión georgiana color rosa pétalo del gobernador general, el Banco Nacional verde menta, la Prisión de Su Majestad azul cáscara de huevo (una prisión junto a un banco, uno de los chistes locales favoritos). De este lado de la costa, los nombres de las playas susurran sus defectos: Salty Cove, Rocky Shoal, Manchineel Bay, Little Beach.
En la parte sur de la isla, las suaves olas del mar Caribe acarician la fina arena. Aquí los complejos turísticos o resorts puntúan la línea costera. El Oasis, el Salvation Point, el Grand Caribee y la joya de la corona de la isla, Indigo Bay. Cada uno de estos complejos está adornado con buganvilias, hibiscos y framboyanes, hermosos engaños intencionados para sugerir que la isla es un sitio exuberante y fértil.
Repartidos por el mar que rodea la isla, existen unos doce cayos deshabitados; los más conocidos son el Carnival Cay, Tamarind Island y Fitzjohn (famoso, al menos localmente, por ser el hogar de la lagartija Fitzjohn). Estos cayos son sitios populares para hacer excursiones: buceo con snorkel, días de campo románticos o expediciones guiadas a las cavernas de piedra caliza. El cayo más cercano a la isla es el irónicamente llamado Faraway Cay (Cayo Lejano), a unos quinientos metros de la costa de Indigo Bay. Su playa nacarada, sus vistas salvajes y una diáfana cascada en el centro, podrían hacer de este cayo un destino popular como sus vecinos, si no fuese por la plaga de cabras salvajes que viven allí y se alimentan de verdolaga de playa y tunas.
Los visitantes tienen poco sentido de la geografía. Si se les pregunta, pocos sabrían hacer un bosquejo de la forma básica de la isla, no serían capaces de ubicarla en un mapa, ni distinguirla de otras masas de tierra pequeñas que puntean el mar entre Venezuela y Florida. Cuando un taxi los transporta del aeropuerto al hotel, o del hotel al restaurante caribeño de comida fusión en la avenida Mayfair; o cuando hacen un paseo para ver una puesta de sol en el catamarán Faustina, o bien al desembarcar de un crucero en Hibiscus Harbour; o cuando una lancha los lleva a toda velocidad desde Britannia Bay a la antigua finca de azúcar, no saben si viajan de norte a sur o bien de este a oeste. La isla es un encantador no-lugar suspendido en agua tan clara como la ginebra.
Cuando vuelven a casa, rápidamente se olvidan de los nombres de las cosas. No recuerdan siquiera el nombre de la playa en donde su resort estaba situado, o el cayo donde fueron a la excursión de snorkel. (Aquella playa regada de dólares de arena, tan poco valorados.) Olvidan cómo se llamaba el restaurante que les gustó más; lo que queda es sólo el recuerdo de algo parecido a una flor exótica. Incluso olvidan el mismo nombre de la isla.
Mira a Indigo Bay más de cerca y los detalles del resort quedan a la vista. Un largo camino alineado con palmeras perfectamente verticales, el lobby de mármol con su techo abovedado, el pabellón abierto en donde se sirve el desayuno hasta las diez de la mañana, el spa, la piscina con forma de alubia, el centro de fitness y de negocios (la palabra CENTRO grabada en una placa afuera de cada uno de los salones; a los turistas americanos les encanta que esté escrita a la manera británica, algo tan pintoresco y serio para una isla tan alejada de Inglaterra). En la playa las tumbonas se organizan en forma de una parábola que sigue la curva de la bahía. Allí las mujeres locales colocan tambos, antiguamente usados para transportar leche, debajo de sombrillas azules, para trenzar el cabello a las niñas. La fragancia del ambiente es típica del trópico, franchipán y protector solar con olor a coco, así como el suave aroma a sal del océano ecuatorial.
En la playa están las familias, alrededor de sus sillas se ve la arena esparcida entre palas, flotadores, pequeñísimos zapatos de playa; parejas en su luna de miel debajo de los búngalos; jubilados a la sombra leyendo gruesos thrillers. No tienen idea de los sucesos que están a punto de ocurrir aquí, en Saint X, en 1995.
La hora: entrada la mañana. Mira. Una chica camina por la arena, su andar es perezoso, como si eso no tuviese ninguna consecuencia para ella, cuando llegue a donde se dirige. Mientras camina, varias cabezas voltean: hombres jóvenes, de manera evidente; hombres mayores, sutilmente; mujeres mayores, con añoranza. (Alguna vez tuvieron dieciocho años.) Lleva una túnica larga y ondulante sobre el bikini, su modo adolescente de portarla tiene un aire provocativo. Pecas color albaricoque se reparten a lo largo de su piel lechosa tanto en su rostro como en sus brazos. En un tobillo lleva una pulsera de plata con un amuleto en forma de estrella, y sandalias de plástico en sus largos y delgados pies. Una bolsa de rafia de playa cuelga de manera casual de su hombro. Su cabello rojizo, grueso y lustroso como el de un caballo, está amarrado con una banda elástica en un peinado aparentemente desordenado.
—Buenos días, dormilona —le dice su padre cuando llega a las tumbonas donde se encuentra su familia.
—Buenas… —dice ella bostezando.
—Te perdiste un crucero enorme que pasó justo por aquí. No te imaginas lo gigantesco que era —dice su madre.
(A pesar de que los huéspedes de Indigo Bay se quejan de los enormes barcos que impiden la vista, es verdad que sienten una orgullosa satisfacción en estos momentos: criticar el mal gusto de los otros les hace reafirmarse, ellos no han elegido hacer sus vacaciones en un lugar de vulgar opulencia como un barco, que es tan hermoso como un conjunto de oficinas.)
—Suena fascinante —dice Alison al arrastrar hacia la zona soleada una silla que se encuentra bajo la sombrilla. De su bolsa de playa saca un walkman amarillo. Se recuesta, se pone los audífonos y los lentes oscuros.
—¿Vamos a la piscina? —pregunta su padre.
Alison no responde. Finge escuchar otra cosa en vez de hacer caso a lo que su padre quiere hacer, simplemente lo ignora.
—Bueno, quizás en otro momento cuando todos estén con más ánimo —dice su madre con una sonrisa cómplice.
—Hey, Clairey —dice Alison—. Voy a una búsqueda de tesoros y voy a traer una estrella de mar.
Le habla a la pequeña