Saint X. Alexis Schaitkin

Saint X - Alexis Schaitkin


Скачать книгу
¡Eso es!

      —Se destruyeron seiscientas casas y casi todas nuestras escuelas.

      —¡Qué terrible! —dice la madre.

      El padre no comprende cómo puede la gente desear vivir en un lugar donde algo como eso puede ocurrir. Se da cuenta de que un sentido de supervivencia frente a la perpetua destrucción en potencia, que podría implicar una pérdida total, debe de formar parte de la naturaleza del temperamento desde el nacimiento, sólo así resulta más fácil para ellos vivir aquí. Lo que no implica un déficit en su carácter, porque de haber nacido aquí también tendría esa personalidad, capaz de soportar lo impredecible con una ecuanimidad estoica. Se imagina a sí mismo como alguien con la capacidad de perder plácidamente quien es para entrar en un yo más conectado y en paz con las vicisitudes del planeta.

      —Una pregunta —dice el padre—: ¿dónde nos recomendaría comer algo local? Ya sabe, algo auténtico.

      El gordo le da el nombre de un restaurante en el pueblo. Su amigo trabaja allí y hace recorridos por la isla y a los cayos también. “A buenos precios.” La madre y el padre sonríen y le agradecen, pero algo no dicho se cuela entre ellos: disfrutan cuando reciben información local, pero también están en guardia por cualquier situación de abuso local.

      Arriba y abajo en la playa, los padres firman cuentas de almuerzos y bebidas. Tratan de no pensar en números. Cinco dólares por la Orangina de su pequeño, dieciocho por la ensalada de queso de cabra de su mujer. No quieren perder mucho tiempo en contar centavos en el paraíso. Además, ¿cuál es el precio que se puede poner a momentos como estos? Aquí está el mar, el agua azul y la lechosa espuma. Aquí está la suave arena calentada por el sol. Los granos de arena de la Tierra —un padre ha leído en algún lugar— son menos numerosos que las estrellas en el universo. Qué probabilidad habría, si no fuese solamente por un increíble golpe de suerte, de que su familia se encontrase en esta playa.

      Algún tiempo después el flaco se acerca para recoger los platos de la familia.

      —¿Qué están planeando las hermanas hacer el resto del día? —pregunta.

      —Vamos a construir un castillo, ¿verdad que sí, Clairey? —dice Alison.

      —¿Sabes que este año fui el campeón del concurso de castillos de arena en el Carnaval?

      —Ah sí, ¿no me digas? —Alison se recoge el pelo y se hace un cola de caballo.

      —De verdad. Bueno, mención honorífica —sonríe—. Si necesitan mi ayuda para el diseño, me lo dicen.

      —Nos gusta construir nuestros propios castillos de arena, pero muchas gracias —dice Alison con una mueca pícara.

      Edwin se agacha frente a Claire.

      —¿Y usted, pequeña señorita? ¿Usted también prefiere construir sus castillos de arena solita? —le sonríe.

      Claire asiente, rígida.

      Él se ríe.

      —De acuerdo, pequeña señorita —le revuelve el cabello—. Nos vemos después, hermanas.

      Mientras camina hacia la playa, la madre percibe que su hija tiene los ojos puestos en él, mirando cómo se marcha.

      El flaco es el rey de la arena. La jerarquía social de los huéspedes fluye a través de él. Aquellos que él ha ungido con su aprobación gregaria parecen ser poseedores de un estatus invisible. Es verdad que se toma demasiados descansos y que su tendencia a detenerse y conversar retrasa todo el servicio en la playa, pero se le perdona, incluso se le agradece. ¿Cuál es la prisa? Están en “tiempo-isla”. Es adorado, también, por los niños pequeños, quienes lo siguen como un club de fans.

      También está el gordo, Sasa, torpe en la arena, torpe con la bandeja de cocteles sobre su hombro, torpe ajustando las sombrillas para seguir el movimiento del sol, su voz raramente sobrepasa el sonido de un murmullo. Pero es amigo de Edwin. La cercanía entre el flaco y el gordo es evidente. Cuando se encuentran en la arena, chocan las manos y se dedican insultos familiares. A menudo, Edwin regresa de su descanso con una bolsa de papel manchada de grasa, un almuerzo para Sasa.

      Cuando un huésped le pregunta a Clive por su amistad, él simplemente dice: “Somos mejores amigos”.

      —Yo y el Sasa —dice Edwin, cuando le hacen la misma pregunta— estamos juntos desde pequeños. Estuvimos años antes en la primaria. ¿Quién crees que le puso el nombre de Sasa? Te lo contaría, pero seguro me mata.

      En uno de los atardeceres, el hombre del traje de baño de delfines sale a correr a la playa y ve a Edwin intentando arrastrar una pila de sillas a través de la arena. Clive corre a ayudarle y, sin una palabra, levanta toda la carga por él. El hombre siente que algo se rompe en su interior. Ama a su mujer, no lo malinterpretes, pero por alguna razón había olvidado hasta este momento —quizá se ha forzado a sí mismo a olvidar— la dulzura de la amistad.

      Las hermanas hacen muchas cosas juntas. Recogen conchas marinas. Intercambian mensajes debajo del agua: “La mayonesa es asquerosa”, “Fluffernutter es el mejor perro del mundo”. En el mar, Alison levanta a Claire y ella la rodea con sus brazos.

      —Nuestro barco se hundió y mamá y papá y todos los demás han muerto —dice Claire—. Estamos a mitad del océano.

      —¿Ves esa isla de allá? —dice Alison apuntando a Faraway Cay—. Tenemos que nadar hasta allá, es nuestra única oportunidad. ¿Podrás hacerlo?

      Claire asiente, seria y valiente.

      Construyen castillos, Claire acepta la propuesta y la dirección de su hermana. Ella es quien va a buscar los cubos de agua, recoge ramitas y piedras mientras que Alison escarba puentes y arcos y escaleras espirales hacia el cielo.

      Edwin aparece y evalúa su progreso.

      —Mira nada más ese puente escarbado. Veo que estas chicas no han tenido mucha suerte haciendo el castillo solas —dice con una mueca.

      —Es una ruina —replica Alison—. Estamos construyendo algo antiguo.

      Una ruina, susurra Claire para sí misma mientras va a buscar más agua. Una ruina. Una ruina.

      Una celebridad ha llegado a Indigo Bay. Es un actor, un hombre de mediana edad, conocido por hacer personajes poco convencionales, sobre todo secuaces, con un toque de misantropía. Ha traído consigo una novia joven, flexible, de cabello negro, con andares perezosos.

      La noticia de esta llegada se esparce rápidamente entre los huéspedes, quienes hacen un gran esfuerzo por parecer que no lo reconocen. Las sillas de cada lado, tanto del actor como de su novia, permanecen vacías. Cuando los recién casados (la esposa ya se encuentra recuperada de aquel mal langostino) se topan en el jacuzzi con el actor, el marido llega al punto de preguntarle a qué se dedica.

      Alrededor del actor las risas de los huéspedes suenan más fuertemente. Los hombres se enderezan cuando están de pie y tocan más a sus mujeres. Las mujeres balancean sus caderas. (Se dicen a sí mismas, casi presumiendo, que no irían a la cama con él. Era un hombre guapo, sin embargo se ha abandonado y ahora está fofo y descuidado. Han escuchado rumores de que por años ha estado entrando y saliendo de instituciones de rehabilitación en el desierto de California.)

      A pesar de que ha sido una figura pública por más de tres décadas, el actor nunca se ha acostumbrado al modo en que la gente se comporta en su presencia. Él lo percibe, una cortesía estridente como una corriente de aire. Mientras su novia recibe un masaje, él se sienta en el bar de la piscina y pide un vodka con un twist. La pareja que está sentada al lado, calla. Y de repente el hombre dice casi gritando que le gustaría que hubiese olas más grandes en esta playa, que le encantaría ir a hacer surf. Comienza a contar una historia de hace mucho tiempo: en Hawái, tomó una ola gigante en el momento perfecto y cabalgó el rizo de espuma hasta la orilla. El actor comprende que es uno de los momentos de grandeza personal de este hombre. Una de las peculiaridades de su vida es escuchar por casualidad estas historias.

      Este


Скачать книгу