El verdadero significado de la pertenencia. Toko-pa Turner
subsistencia tradicionales no es tan raro abandonar o matar a un bebé, cuando no se dispone de ambas cosas. Por razones de subsistencia, «no se puede comprometer con sus bebés indiscriminadamente; por el contrario, ha de tener en cuenta sus propias circunstancias y las características del bebé, en el momento de decidir si lo cría (o los cría) o no». 8
En Occidente tenemos más recursos y, afortunadamente, el infanticidio no es habitual. No obstante, al estudiar estos principios evolutivos básicos, Sieff nos ayuda a comprender que los impulsos inquietantes y destructivos son una dimensión natural de la maternidad. Aunque no todas las mujeres llegarían al extremo de ser Madres Muerte, si no se sienten apoyadas o se consideran invisibles y sobrepasan sus propios límites, pueden ser susceptibles de caer bajo la influencia de su propia sombra. Mientras sigamos idolatrando a la Buena Madre y sin reconocer su aspecto oscuro, las mujeres estaremos destinadas a manifestarlo inconscientemente.
A menos que reconozcamos las barreras a las que se enfrentan las madres y encontremos fórmulas como comunidad para proporcionarles el apoyo que necesitan, la vergüenza oculta de la mujer que no se siente adecuada respecto a la imagen de la Buena Madre acabará volviéndose en su contra, como lo hacen las sombras no reconocidas, y empezará a expresarse de maneras destructivas, internamente y hacia todo aquel que se cruce en su camino. Los hijos de esas madres también sufrirán la negación cultural de la sombra de la maternidad. Puede hacer que se cuestionen la validez de su experiencia con la oscuridad de su progenitora, creando las condiciones necesarias para que se repita el ciclo de la Madre Muerte.
La escasez y el merecimiento
La escasez es la condición subyacente del arquetipo de la Madre Muerte. Nos hace creer que nunca tenemos bastante, que siempre hay cosas o lugares mejores que alcanzar, en lugar de crear pertenencia con lo que tenemos delante de nosotros. Cuando se habla de escasez, la mayoría pensamos en una falta física de abundancia, de afecto y de pertenencia. Y aunque es cierto que tener poco de estas cosas puede hacernos sufrir, lo peor de todo es la carencia interior.
Nosotros la aprendimos de nuestros padres, como estos la aprendieron de los suyos; por consiguiente, esta puede tener raíces profundas en nuestro linaje familiar. La carencia es la creencia de que por mucho (o por poco) que tengamos, nunca es suficiente. Tanto si somos adictas al trabajo y nunca nos conformamos con nada como si somos las típicas perfeccionistas que siempre tienen problemas para presentar algo a la sociedad, porque nunca está lo suficientemente bien, toda nuestra vida puede estar bajo la influencia de la insuficiencia.
Tienes algo de dinero, pero no es suficiente para hacer lo que realmente quieres. Puede que tengas uno o dos amigos, pero te falta una «comunidad». Tal vez tengas una oportunidad, pero haría falta un milagro para que se hiciera realidad. A lo mejor tienes un amante, pero no tienes una familia. Es como tener una hermosa vista desde tu ventana y fijarte solo en los defectos de la pintura de las paredes: nos centramos en lo que nos falta, en vez de deleitarnos en la belleza que tenemos delante. Eso es lo que pretende la Madre Muerte: reforzar la carencia hasta que nos parezca normal.
Mi madre me contó una vez que después de que yo naciera, mi hermano empezó a tener rabietas cada vez que ella se sentaba a darme de mamar. Me dejaba para atenderlo a él, pero al poco tiempo de estas interrupciones se le retiró la leche. Para mí, esto siempre supuso una representación literal y profundamente simbólica de la carencia que caracterizó nuestra relación y, posteriormente, mi falta de sentido de pertenencia en el mundo.
A partir de esta primera experiencia de sentir que mis necesidades eran menos importantes que las del resto, aprendí a hacerme valer en la familia cuidando a los demás, función para la cual, a las mujeres adultas y a las jóvenes, se nos suele hacer creer que es para lo único que servimos en el hogar y en nuestra cultura. Pero el descuido de mis propias necesidades me creó una sed insaciable de ser vista, amada y valorada. La Madre Muerte respalda el tipo de feminidad que proclama que no valemos nada, más allá de nuestro papel superficial en la familia o en la cultura. Cuando no hemos madurado nuestro sentimiento de autoestima, necesitamos la reafirmación constante de nuestra valía.
Esta necesidad es la herida que llamamos carencia. De hecho, el sentimiento de carestía afectaba a todas las áreas de mi vida: emocional, física y espiritual. Siempre me sentía impulsada a buscar el amor fuera de mí, a conseguir grandes cosas, como si eso fuera a aportarme aprobación. Pasé años disciplinándome para ser más consciente, generosa y buena, como si el amor de Dios y mi lugar en la Tierra dependieran de ello. Pero tuve que esperar a darme cuenta de cuál era el origen de la escasez, para empezar a contrarrestar sus perniciosas proyecciones y cambiar mi forma de ver el mundo.
Cuanto más alejados estamos de nuestros instintos y necesidades, más inconscientes se vuelven. Cuando no podemos ver o nombrar la miseria que sentimos, la proyectamos al mundo que nos rodea. La vida se convierte en la Madre Muerte y nosotros en su retoño eternamente dependiente.
Para entender cómo se forma la escasez, primero hemos de indagar sobre el merecimiento. Sentirse merecedor significa sentirse importante, valioso, apreciado y digno. Es el estado de plenitud. Si no fuéramos educados para sentir estas cualidades del merecimiento, posiblemente creeríamos que las cosas buenas no están a nuestro alcance.
Hay momentos en los que te identificas con la voz de la Madre Muerte y crees que sus comentarios negativos sobre ti son ciertos; puede que tengas sueños en los que deambulas por estas peligrosas zonas abandonadas de tu psique, donde acaban de derrumbarse las desvencijadas estructuras. La poca vida que hay en esos lugares intenta vivir a costa de las migajas o compite por conseguirlas, y el peligro acecha en cada esquina. Yo las llamo las zonas perdidas: debajo de los puentes, en los callejones traseros y en los edificios en ruinas, que simbólicamente corresponden con las partes de nuestra mente que han sufrido estragos, a causa de la carencia y la negligencia.
Estos lugares surgen por la falta de amor, y si no les prestamos atención para sanarlos, pueden volverse sistémicos. Como sucede en las zonas olvidadas o desatendidas de las ciudades, se acumula la desesperación en ellas hasta que se convierten en lugares donde la pérdida es un mal endémico. La psique, a su vez, va ganando impulso. Con el detonante adecuado, como ver que otros disfrutan del calor de la familia o de la amistad, podemos ser transportados al instante a esos distritos de desolación interior.
Entonces, ¿cómo podemos empezar a revitalizar nuestras zonas perdidas de una manera que no sea solo estética, sino integral? Para revitalizar estas zonas perdidas en nuestra psique hemos de mirar directamente la herida, como hacemos con la interpretación de los sueños, y coser, punto por punto, lo que se ha roto para recuperar el sentido de pertenencia.
Lo primero que hemos de hacer es descubrir quiénes somos realmente y qué valoramos. Me encanta la palabra valor, porque tiene dos significados: aquello que consideramos algo valioso y aquello que distingue nuestro carácter. Así que primero hemos de hacer una verdadera evaluación de nuestros dones y habilidades, y luego, hemos de aprender a defenderlos.
Alice Walker, en su maravilloso tratado The Gospel According to Shug [El evangelio según Shug], 9 escribió: «Reciben AYUDA aquellos que aman a los demás a pesar de sus faltas, a esas personas se les otorga el don de la visión clara». Estas palabras me parecen muy poderosas, porque sugieren que las faltas, aberraciones o rarezas de nuestra personalidad forman parte de nuestra integridad, y pretender obviarlas es hacerles un flaco favor a los demás y a nosotros mismos. Además, al reconectar con lo que yo llamo «las facetas refugiadas del yo», podemos reivindicar la capacidad de visualizar un camino que seguir, no solo en nuestras vidas, sino en nuestro futuro colectivo.
El hábito de infravalorarnos es una especie de división, que hace que vivamos a medias; la dignidad está directamente relacionada con nuestra capacidad para vivir una vida integrada. En lugar de desterrar las facetas que, una vez, fueron rechazadas, trabajamos para reivindicar esas partes de nuestra identidad que temen ser vistas, heridas u olvidadas. Las permitimos y las incluimos, momento a momento, reforzando nuestra capacidad de inclusión, de pertenencia. Es la práctica de