Vardo. Kiran Millwood Hargrave

Vardo - Kiran Millwood Hargrave


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del aliento fétido que emana. No es de extrañar que los hombres se dejasen crecer la barba; con la cara desnuda, se siente tan poco preparada para el mar como un recién nacido.

      Llegan a la bocana del puerto y, de repente, están en mar abierto. El viento sopla más fuerte en cuanto salen de la ensenada y un par de mujeres gritan cuando el barco se mece por la fuerza renovada de las olas.

      —Primera red —ordena Kirsten con voz firme.

      Edne y Maren la despliegan mientras las demás siguen remando. Extienden la red como si le pusieran sábanas nuevas a una cama y la arrojan. Se asienta como una manta sobre las olas y se hunde, anclada a la superficie por tapones de corcho. La arrastran desde el barco con una cuerda y lanzan la otra red por el lado opuesto.

      —Echad el ancla —dice Kirsten.

      Magda y Britta la tiran por la borda y dejan que el metal pesado se hunda. Los hombres soltarían amarras por completo e irían más lejos para abarcar más, pero ellas son reacias a ir más allá de la isla de Hornøya. El dolor de los brazos de Maren se ha convertido en pesadez y se esfuerza para no mirar el farallón que acecha a apenas treinta metros de distancia.

      Con el barco asegurado y las redes echadas, empiezan a sentir algo cercano a la alegría. Magda se ríe de los pájaros que vuelan en picado y Maren se contagia de su risa. Entonces, vuelven a callarse de forma igual de repentina, pero se sienten aliviadas. Se recuestan en los huecos del barco y comparten la comida. Las nubes se apartan y, aunque no nota el calor, el sol comienza a enrojecer la nariz de Maren. Se siente cansada y feliz, y no piensa en ningún momento en la ballena.

      Después de una hora más o menos, una sombra cruza el sol, las nubes se mueven rápidas y el mar se embravece de nuevo. Se forma un silencio horrible, pero no hay nada que hacer más que esperar. Spitsbergen, donde, según Kirsten, el lensmann se enfrentó a los piratas, se encuentra más allá del horizonte que brilla en el hielo. Es posible que desde donde están se vea el fin del mundo.

      —Las redes —dice Kirsten—. Vamos.

      Maren sabe que ha sido una buena salida de pesca en cuanto empiezan a tirar. La red pesa y tira de sus brazos doloridos, pero tan pronto como el primer pez rompe la verdosa pared del agua, entre convulsiones, gritan de alegría con la garganta desgarrada. Tiran más fuerte y más rápido hasta que cargan media red en el barco.

      Además de bacalao skrei y otros peces blancos que pueden secarse, hay arenques claros y plateados como agujas y salmones que se retuercen hasta que Kirsten los recoge, uno a uno, y les golpea la cabeza contra los costados del barco. Edne retrocede, pero Maren lo celebra con las demás. La otra red está casi igual de llena y una única gallineta se agita desconcertada entre los bacalaos. Maren la levanta casi con ternura y la agarra con fuerza por la cola. El chasquido de la cabeza contra la madera le provoca un escalofrío en el dolorido vientre.

      —Bien hecho —dice Kirsten, con una mano en su hombro. Por un momento, Maren se imagina que se tiñe las mejillas de sangre como un hombre después de una cacería.

      Todavía hay bastante luz para volver a lanzar las redes, pero no quieren tentar a la suerte. Ponen rumbo a casa y ahora miran de frente al mar abierto, interrumpido solo por la isla de Hornøya y su barrera de rocas amontonadas. Edne susurra una oración entre dientes y Maren cierra los ojos para respirar hondo mientras siente el tirón del remo.

      El trayecto a casa se le hace corto y todas se adaptan al ritmo de las demás con facilidad, como una melodía bien entonada. Nadie las espera cuando se acercan. Kirsten salta a la orilla para amarrar el barco mientras Maren observa el agua oscura y piensa que, tal vez, la ballena las ha seguido todo el tiempo y ahora emergerá para destrozar el barco desde la popa.

      Sin embargo, pronto la ayudan a poner los pies en el puerto. El suelo le parece inestable; la tierra se ha vuelto extraña después de pasar solo medio día en el mar y se pregunta cómo los marineros soportan regresar a tierra firme. Las demás mujeres se acercan cuando llevan la pesca a las artesas, lideradas por Toril. Un débil júbilo las invade cuando vacían las redes; Maren apenas se cree cuántos peces hay.

      —Dios provee —afirma Toril, aunque el dolor en los brazos de Maren le dice que no ha sido Dios, sino ellas, quienes han traído alimento a casa.

      Mamá llega hasta el puerto como una inválida, apoyada en Diinna, y con el sombrerito del pequeño Erik asomándole por encima del hombro. Diinna frunce los labios. No le gusta que la dejen sola con mamá; últimamente, está ausente. Entorpece y hace mal las tareas domésticas, zurce las medias ya remendadas y se olvida de cerrar los frascos, cuyo contenido se echa a perder. Maren no duda de que Diinna habría preferido estar en el barco que quedarse en casa con su hijo y con su madre.

      Ayuda a clasificar los peces y, además de la parte que le corresponde, Kirsten le da a Maren la gallineta que ha matado. Quiere contar a mamá lo que ha hecho, pero esta se aleja.

      —Tienes sangre en la mejilla —le dice, y después se da la vuelta para seguir a Diinna, cargada con su parte de la pesca, de regreso a la casa, y deja que Maren se limpie la mancha sola.

      Cuando llega a casa, permite que Diinna la ayude a prepararlo todo menos el pescado rojo. Es Maren quien le limpia las escamas, dibuja una línea desde la cabeza aplastada hasta la estrecha cola y lo destripa. Coloca las tripas al lado de la tabla y no permite que Diinna las tire: son azules, rojas y translúcidas.

      En su lugar, las arroja al fuego y contempla cómo chisporrotean hasta disolverse.

      Usa las pinzas de colmillos de morsa de papá para sacar las espinas más finas del pescado y, cuando termina, lo cocina de inmediato, aunque lo mejor sería ahumarlo. Quiere comérselo ahora, cuando todavía está fresco y recuerda lo que se siente al sostenerlo vivo entre las palmas de las manos.

      Mamá la mira desde la cama y frunce el ceño con cierta desaprobación. No prueba el pescado, no come nada esa noche. No le pregunta a Maren cómo le ha ido en el barco, ni le dice que está orgullosa. Se da la vuelta en la cama y finge dormir.

      Como siempre, Maren sueña con la ballena. Tiene sal en la boca y los brazos tensos por el esfuerzo. Pero la ballena no está varada, sino que nada y, aunque es negra y tiene cinco aletas, no siente miedo. Se acerca a ella; está caliente como la sangre.

      Capítulo 6

      Los meses siguientes son a la vez nítidos e indefinidos. Ya no se habla de si deberían salir a la mar; lo hacen, cada semana. Más mujeres se les unen y pronto consiguen que tres barcos salgan con frecuencia, incluso cuando la estación cambia y la oscuridad comienza a acumularse en los rincones del cielo, como sombras que acechan en las vigas de una casa imponente.

      El pastor Kurtsson observa desde la estrecha escalera de la kirke y predica sermones cada vez más vehementes sobre los méritos de la obediencia a la Iglesia y sus servidores. Sin embargo, a pesar de que su fervor aumenta, Maren percibe un cambio entre las mujeres. Algo oscuro crece y lo percibe también en sí misma. Cada vez está menos interesada en lo que el pastor tiene que decir y la consume más el trabajo: pescar, cortar leña, cuidar los campos. En la kirke, comprende que ha ido a la deriva, como un barco sin amarres, y que su mente navega en alta mar con remos en las manos y los brazos doloridos.

      No es la única que empieza a perder el interés en las enseñanzas de la kirke. En la reunión del miércoles, fru Olufsdatter le pregunta a Diinna por el método de los samis para perfumar el agua dulce y le pide ayuda a Kirsten para tallar figuras de hueso con las que marcar el lugar donde yacen su marido y su hijo. Cuando Maren visita las tumbas de papá y Erik, encuentra rocas rúnicas mal talladas, colocadas como peldaños entre la tierra firme. Más de una vez, se topa con alguna piel de zorro en el cabo y la carne del animal en el punto más alto de la colina. Recuerdos y amuletos; cosas de su infancia que le vienen a la mente.

      Observa a las mujeres de la kirke y se pregunta quién lo cazó y lo desangró. Quién lo despellejó y lo dejó vacío, clavado en las rocas, como ofrenda al viento. Pregunta a Diinna qué significa un zorro despellejado y esta arquea las cejas y se


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