Vardo. Kiran Millwood Hargrave
saberlo; de lo contrario, habría acudido al pastor. Ella y las demás «mujeres de Dios», como Kirsten las llama, pasan cada vez más tiempo en la iglesia a medida que el invierno se acerca y se cierne sobre ellas, expiando los pecados que les robaron a sus maridos.
Sin embargo, la división crece, como una grieta en una pared golpeada por unos dedos incesantes, apenas suavizada por las barrigas llenas. Pero siguen aquí, se recuerda Maren. Siguen vivas. Han creado un sistema: si necesitas pieles, acudes a Kirsten y las cambias por pescado seco o trabajos de costura, que a su vez se intercambian con Toril por hilo de tripa o musgo fresco del monte, donde se niega a ir porque está lleno de samis y se rumorea que una vez fue un lugar de encuentro de brujos. Todas tienen habilidades y cometidos, que se entrelazan como una escalera irregular, donde cada una descansa encima de la otra.
—Podríamos considerarlo un triunfo —dice Kirsten un miércoles—. ¿Qué dirían nuestros maridos?
—Nada bueno —apunta Sigfrid. Es una firme seguidora de Toril, pero no soporta perderse los chismes de las reuniones—. El pastor Kurtsson dice…
—¿Ha planeado el sermón de Nochebuena? —pregunta Kirsten.
—Supongo.
—Me gustaría decir algo. Hablar de la tormenta. Creo que muchas querríamos hacerlo. Ya es hora. Estoy lista.
Maren mira en derredor. No ve ninguna candidata probable. No sabría qué decir, ni siquiera un año después. Ahora todas comparten la misma narración de la tormenta, después de pasar por muchas lenguas hasta que los detalles ásperos y difíciles quedaron desgastados y suaves como el cristal del mar.
—¿Maren? —Kirsten la mira en busca de apoyo, pero no tiene fuerzas para dárselo; tampoco lo recibe de Edne ni de fru Olufsdatter.
Igual que ella, las demás deben de sentir cierto consuelo en que todas se encuentren en el mismo punto de la bahía, plana, como si todas mirasen a través de los mismos ojos, agrupados en un mismo campo de visión. «La tormenta llegó en un abrir y cerrar de ojos». Luego, chasquean los dedos. No recuerda quién fue la primera en hacerlo; tal vez fuera Toril o Kirsten. Quizá fuese ella. Concuerdan en ese relato, en ese abrir y cerrar de ojos, como por accidente, aunque resulte cobarde. Está segura de que la desprecian por ello, igual que ella aborrece a las demás. Se lo pasan de unas a otras para no tener que recordar de verdad que los barcos estaban allí, hasta que dejaron de estarlo.
Maren mira por la ventana. La oscuridad implacable tiene cierto matiz gris; una niebla viene desde el norte. Llega de golpe y lo engulle todo, acompañada de un frío húmedo que se cuela por debajo de las faldas y las medias y que hace que el suelo conocido se torne ajeno, extraño. Fuera, más allá de la última fila de casas, está el puerto. Ahora observa el mar con más atención. Está aprendiendo a que le resulte indiferente, debido a las expediciones regulares de pesca. Sin embargo, con el aniversario a la vuelta de la esquina, no tiene ningún deseo de pensar en lo que les arrebató y mucho menos de hablar de ello en la kirke.
Siente la decepción de Kirsten y la busca mientras fru Olufsdatter apaga los candiles y les dice que es hora de irse.
—Lo siento —dice, y le pone la mano en el hombro—. Estoy segura de que el pastor te dejará hablar.
—No necesito su permiso —responde Kirsten, con los ojos azules entrecerrados—. Lo pensaré.
Kirsten no habla en Nochebuena, aunque Maren desearía que lo hubiera hecho. El sermón del pastor Kurtsson está repleto de tópicos y consiste en una vaga repetición de lo que dijo en el entierro de sus maridos e hijos. A Maren no le ofrece ningún consuelo; no dice nada de los hombres perdidos ni del cambio de las mujeres que quedaron tras ellos. ¿Cuántas veces ha deseado que Erik y papá vivieran? El pastor Kurtsson nunca lo comprendería. Ningún hombre lo haría.
Cuando se agacha para alcanzar el estante debajo del púlpito y sacar una carta con un sello y una borla, Maren repara en que lo odia un poco por su debilidad y el poder que tiene sobre ellas. Por su constante parloteo sobre la misericordia de Dios, cuando es evidente que no llega tan al norte. ¿Acaso Él la mira y ve dentro de su cabeza cuando tiene estos pensamientos? Contiene la respiración y busca a tientas por su mente, como si fuera a sentir a Dios allí.
—Esto llegó ayer —comenta el pastor mientras abre la carta. El sello es tan pesado que dobla el pergamino casi por la mitad y tiene que sostenerlo delante de él, así que lo tapa—. El nuevo lensmann pronto tomará posesión de su puesto en Vardøhus, desde donde gobernará todo Finnmark.
Toril se remueve en el asiento y mira a su alrededor, consciente de que fue ella la primera en darles la noticia.
—Además, contarán —continúa el pastor—, mejor dicho, contaremos con un comisario, que se instalará aquí. Será el lensmann quien lo elija para que supervise el pueblo más de cerca.
—Pero, pastor Kurtsson —dice Kirsten—, ¿no es esa la función del pastor, es decir, de vuestra persona?
—Es cierto que tal vez ayude en asuntos espirituales —explica con el ceño fruncido por la interrupción—, pero yo seguiré siendo su pastor.
—Alabado sea —responde Kirsten, con demasiada alegría como para que el hombre haga otra cosa más que adoptar un semblante adusto.
Cuando guarda la carta y las mujeres de Dios se arrodillan para recitar un rezo tras otro, Kirsten y Maren se escapan al exterior. Está tan oscuro que tienen que acercarse mucho, como animales que entran en contacto para calentarse. Kirsten tiene una mirada sombría.
—Un comisario —dice—. Aunque no sabemos qué misión lo trae.
—Tal vez sea como un gobernador, como el que tienen en Alta —propone Maren.
—¿En un lugar tan pequeño? En Alta vive mucha más gente. ¿Para qué necesitamos un supervisor, sobre todo si el lensmann Cunningham pronto se instalará en la fortaleza?
Miran instintivamente hacia la fortaleza de Vardøhus, aunque la niebla es tan espesa que a Maren le pican los ojos. Kirsten aparta la mirada, dubitativa.
—¿Te apetece venir a mi casa? Tengo cerveza y queso.
A Maren le encantaría ver lo que Kirsten ha hecho con la casa de Mads Petersson. A menudo se pregunta cómo se las arregla allí, sin granjeros que la ayuden, y le gustaría ver los renos. Pero mamá estará en casa llorando a papá, así que niega con la cabeza.
—Gracias, pero debo irme.
Kirsten asiente.
—¿Crees que significa algo que hayamos recibido la noticia del comisario precisamente hoy?
Maren parpadea con sorpresa.
—No te consideraba supersticiosa.
—Solo me pregunto qué está a punto de comenzar.
—A lo mejor es un final —replica Maren, incómoda por su tono—. Quizá el círculo se cierra.
—Los círculos no tienen fin —responde Kirsten, tensa de repente—. Nos vemos mañana.
Se alejan la una de la otra entre la niebla. Las casas están tranquilas mientras Maren camina desde la kirke y pasa por la casa de fru Olufsdatter y la de Toril hasta llegar a las afueras, donde la luz del fuego brilla débilmente a través de las ventanas con celosía de su casa, dispersas en la blancura sobrenatural de la niebla.
Le gustaría seguir andando, más allá de la casa vacía de Baar Ragnvalsson, hasta el cabo. Le supone un gran esfuerzo acercar la mano a la puerta y abrirla para adentrarse en el calor empalagoso. Mamá aviva el fuego y tira de un trozo de piel seca que tiene en la comisura de la boca. Erik descansa contra el pecho de Diinna.
—Le he contado lo del comisario —dice mamá sin levantar la vista.
—¿Qué opinas? —pregunta Maren.
—No lo sé. —Diinna frota las encías a Erik con pasta de clavo.