Vardo. Kiran Millwood Hargrave

Vardo - Kiran Millwood Hargrave


Скачать книгу
a sobrellevar la muerte de su marido, pero está más callada que nunca—. Al menos será alguien nuevo. Otro par de manos.

      Mamá se pasa la lengua por el labio agrietado y se sumen en el silencio que marca sus tardes. No hablan más del comisario.

      Suponen que será como el pastor, que tendrá tan poco impacto como la nieve que cae en el mar. Suponen que sus vidas seguirán adelante y que lo peor ya ha pasado. Suponen todo tipo de cosas tontas e intrascendentes, y se equivocan con todas ellas.

      15 de enero de 1619

      Estimado señor Cornet, comisario de Vardøhus:

      ¡Le deseo un feliz Año Nuevo! Le agradezco su carta del 19 de octubre. Me congratula que haya llegado tan rauda. Nunca se puede predecir cómo navegarán los barcos.

      Me llena de un enorme gozo su aceptación a mi propuesta y le insto a que no se demore. Informaré al rey Cristián de su decisión; tiene en alta estima mi opinión y le aseguro que le mencionaré su nombre. Ya se ha notificado al pastor de Vardø, que se preparará para su llegada. Le aguardan grandes cosas y espero que juntos hagamos crecer aún más el favor que nos presta el Señor a nosotros, los escoceses.

      Le adjunto a esta carta un pasaje a Bergen, desde donde podrá viajar a través de Trøndheim hasta Vardø. Confío en que el viaje no resulte demasiado duro.

      Concuerdo con la idea de buscarse una esposa noruega, aunque no debería esperar a llegar tan al norte. En Bergen encontrará muchas jóvenes deseosas de contraer matrimonio con un hombre de su categoría.

      Sírvase de su título y de la suma que le envío para encontrar a alguien que le caliente la cama. ¿Quizá alguien que sepa cantar? Nos hará falta entretenimiento.

      Saludos a Coltart; ignoraba que leyera sus cartas. Eso no ocurrirá aquí.

      Le deseo un viaje rápido y seguro.

      Hans Køning,

      lensmann del condado de Vardøhus

Bergen, Hordaland

      Capítulo 7

      Siv ha encendido las chimeneas del salón y colgado las cortinas buenas, así que Ursa deduce que ha habido una muerte o alguien va a comprometerse.

      —Tal vez recibamos a un caballero en nuestra casa —dice Agnete cuando Ursa regresa con una última jarra de agua caliente y la información—. ¿O quizá una actriz? —Agnete descubrió hace poco lo que son las actrices, cuando su padre organizó un viaje para una compañía de teatro que iba a Edimburgo en uno de los barcos que le quedan.

      —Pues será un caballero muerto o uno que viene a casarse con alguna de nosotras —responde Ursa mientras vierte el contenido de la jarra en la tina—. Lo mismo podría decirse en el caso de la actriz, aunque ella vendría a por padre.

      Agnete se ríe y, luego, hace una mueca. Ursa oye cómo el líquido le encharca los pulmones.

      —Diantres, no debería haberte alterado. —Ayuda a Agnete a incorporarse sobre las almohadas. Esta arrastra la pierna y Ursa alisa las sábanas—. Siv no me lo perdonará. Ven.

      Lleva la mano al endeble pecho de Agnete y la ayuda a inclinarse hacia adelante, sobre el cuenco esmaltado. Bajo las palmas, nota cómo los pulmones de su hermana tiemblan mientras escupe. Ursa lo cubre sin mirar, como Siv le ha enseñado a hacer. Ya sabe de qué color será por la respiración espesa que ha escuchado durante toda la noche.

      Cuando Agnete termina, la ayuda a quitarse el camisón. Huele a sudor agrio y a enfermedad, un olor tan común en ella que Ursa apenas lo nota, excepto cuando el aroma limpio y brillante del agua con lavanda impregna el aire. Ayuda a su hermana a meterse en la tina y le coloca la pierna sobre el borde, hundido a propósito para ese fin.

      Agnete es todavía delgada como una niña, con la cintura y las caderas rectas, aunque Ursa se desarrolló del todo a los trece años. Los médicos, que la visitan a menudo, la miden cada vez que vienen, pero ninguno la ve desnuda como Ursa, no ven las afiladas aristas de su cuerpo ahuecado ni la pierna mala, retorcida como una fruta pasada.

      —No queda nadie por morir —comenta Agnete cuando Ursa termina de colocar la barra que atraviesa la tina para que se apoye mientras se enjabona—. Así que debe de tratarse de un matrimonio.

      Ursa había pensado lo mismo y espera que Agnete no perciba el doloroso latido de su corazón.

      —¿Qué opinas, Ursa? ¡Padre ha encontrado a alguien con quien casarte!

      Su voz tintinea como una campana. Aunque se llevan siete años, Ursa a menudo piensa que su hermana siente lo mismo que ella, como dicen que hacen los gemelos. Agnete se aferra con la mano enjabonada al pecho desnudo, en el punto exacto donde le duele a Ursa.

      —Tal vez.

      Eso significa que Agnete se quedará sola en la casa, confinada la mayor parte del tiempo en la planta de arriba, únicamente con Siv para cuidarla. Padre raramente las visita, excepto para darles las buenas noches. Aunque el prometido de Ursa sea de Bergen, Agnete tendrá que aprender a dormir sola y pasar los días consigo misma como única compañía. Sin embargo, no dice nada al respecto, se limita a asentir para que Ursa le vierta un jarro de agua sobre la cabeza.

      Cuando Agnete sale de la tina y está seca y vestida con un camisón limpio, detiene a Ursa mientras le cepilla el pelo y le dice:

      —Ven, déjame que trence el tuyo. Siv es demasiado bruta.

      Sus manos son suaves cuando envuelven y retuercen el pelo de Ursa en un largo lazo que se recoge en la parte posterior de la cabeza, baja hasta la nuca y se sujeta detrás de cada oreja. La mira con un orgullo tan evidente que Ursa se siente un poco cohibida.

      Siv arquea una ceja cuando viene a vestir a Ursa. Es una luterana estricta y solo lleva ropas marrones y un cuadrado de tela blanco almidonado en el cabello gris. Arruga la nariz mientras guarda el vestido de algodón rosa pálido que Ursa iba a ponerse y cruza la habitación hasta el pesado armario que antes compartían con madre.

      Es de madera de cerezo, arrancada de un barco que llegó de Nueva Inglaterra, barnizada de un marrón oscuro que absorbe todo el color; como la ropa de Siv. Sin embargo, las bisagras y en las maltrechas tallas de las patas son de un rojo intenso y suave.

      Siv saca el vestido favorito de mamá: amarillo y con las mangas abullonadas.

      —Tu padre quiere que te lo pongas —dice con reticencia—. Vas a conocer a un caballero.

      —¡Un caballero! —Agnete se incorpora sobre sus almohadas y junta las manos—. Y con el vestido de mamá, Ursa. Estoy tan celosa que escupiría.

      —Ni los celos ni escupir son virtudes, Agnete.

      —¿Qué caballero, Siv? —pregunta Ursa.

      —No lo sé. Solo sé que es un buen cristiano. Tu padre consideró oportuno decírmelo. No es papista.

      Agnete pone los ojos en blanco mientras Siv se vuelve para desenganchar los botones de las presillas de seda.

      —¿Te has enterado de algo importante?

      —No se me ocurre nada más importante que eso.

      —Pues, a ver, ¿es alto, rico, tiene barba?

      Siv frunce los labios.

      —Te queda un poco pequeño, pero no tengo tiempo para arreglarlo.

      Le pide a Ursa que se agache y le mete el vestido por la cabeza.

      Ursa espera entre la penumbra crujiente de las faldas mientras la mano de Siv la busca; no hace ningún movimiento para ayudarla. Respira hondo, con la esperanza de que el aroma a lilas de madre venga a ella en la oscuridad, pero solo huele a polvo.

      La puerta del salón


Скачать книгу