Vardo. Kiran Millwood Hargrave

Vardo - Kiran Millwood Hargrave


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Siv la observa, vigilante, como si, en cualquier momento, fuera a desplomarse como un barco hundido.

      Pero Agnete se sienta erguida y apenas tose. Padre sirve a Ursa un pequeño vaso de akevitt. Sabe amargo, como una medicina, pero se lo traga y la quemazón se convierte en un calor suave en el vientre.

      Envalentonada por el alcohol y la presencia de su hermana, Ursa pregunta a padre cómo Absalom Cornet llegó hasta su puerta y la gente deja de masticar para escuchar. Ursa sabe que su hermana ha imaginado todo tipo de historias extravagantes.

      —Lo conocí en el puerto —responde padre, sin mirarla—. Se me acercó y alabó mi cruz.

      La cadena brilla en el bolsillo de su chaleco. Ursa sabe que la saca a menudo y la aprieta en la mano sin darse cuenta; la devoción convertida en un tic.

      —Me contó que lo habían destinado a Vardø, que Dios se lo había ordenado.

      —Creía que había sido el lensmann —comenta Ursa, y guiña un ojo a Agnete. Su padre no capta el tono y se sirve otro vaso de akevitt.

      —El lensmann sirve al rey y el rey, a Dios.

      —Tu marido es muy servicial —dice Agnete, que le devuelve el guiño. Ursa le da la mano a su hermana por debajo de la mesa. Es tan suave que quiere llevársela a la mejilla, besarla y no soltarla.

      —Necesitaba un barco y una esposa.

      —¿En ese orden? —susurra Ursa, y Agnete resopla de forma tan repentina que comienza a toser.

      Siv se lanza hacia delante con la escupidera y Ursa le aprieta la mano hasta que pasa lo peor. Padre apura el akevitt y habla más consigo mismo que con sus hijas.

      —Le ofrecí un buen precio por el pasaje.

      «Y por mí», piensa Ursa.

      Tienen que subir a Agnete en brazos y Ursa insiste en hacerlo. Se recoge las faldas para no tropezar por las escaleras. Su hermana está caliente y pesa demasiado poco, como un cachorro recién nacido. Le pasa los brazos por el cuello.

      —No es muy romántico, ¿verdad? —susurra; le tiembla el pecho.

      —Es lo que hay —responde Ursa. Su hermana arruga la nariz, decepcionada.

      Por una vez, Agnete duerme, pero el akevitt burbujea en el interior del cuerpo de Ursa y no deja de moverse, inquieta. Se levanta para caminar por la habitación y apoya la frente en el gélido cristal de la ventana. Su vista llega hasta el puerto y a los barcos, que parecen de juguete en el horizonte. Allí siempre hay hombres, ocupados y en movimiento. «El mundo sigue adelante», piensa, y, bajo el peso que siente en la boca del estómago, en parte por la comida de Siv y, en parte, por el temor que se apodera de ella, se alegra al pensar que, pronto, también ella será parte de él.

      Salir de casa por la mañana es como caminar por un paisaje de ensueño; todo lo que le resulta familiar se le antoja extraño porque no volverá a verlo, al menos durante mucho tiempo. Quizá nunca. Descarta ese pensamiento. Es la hija de un naviero, claro que volverá.

      Padre la detiene en el pasillo con un raro apretón de mano.

      —Tu madre… —comienza, pero se le cierra la garganta.

      Cree que no dirá más y espera que así sea; ya tiene los ojos bastante hinchados por lo que ha llorado con Agnete, a pesar de las compresas frías de Siv. En vez de eso, la conduce a la oscuridad de su despacho, enciende un candil y cierra la puerta.

      —Deberías llevarte esto.

      Es una botellita de vidrio, la que siempre estaba en el tocador de madre antes de venderlo. Ursa la toma, la destapa y presiona el olor viciado de las lilas en sus muñecas.

      —Gracias, padre.

      Espera que tener una persona menos que vestir y alimentar le facilite las cosas. Quizá pueda contratar a alguien para que lo ayude con Agnete, pues, aunque no ha habido tiempo de anunciarlo en las páginas de sociedad del diario y su dote comprende básicamente un pasaje al norte, un frasco de perfume y el vestido de su madre muerta, es un matrimonio ventajoso. Su marido es un comisario con una carta de un lensmann en el bolsillo.

      Padre la besa en la frente. Le tiembla la mano y huele a cerveza pasada: a levadura y picante. Más tarde, su marido la besa en el mismo lugar para sellar la unión y no huele a nada. Es un olor limpio como la nieve.

      Capítulo 9

      Todavía es temprano cuando Cornet le abre la puerta de la taberna donde ha reservado una cama y se marcha al bar mientras Ursa se retira a la habitación.

      Se prepara lo mejor que puede, se echa perfume de lilas en las muñecas y en el punto donde el pulso mueve la fina piel debajo del lóbulo de su oreja. Se imagina que la besará allí y le tiemblan las manos. El lino del camisón le raspa los hombros y los pechos. Tiene el cuello alto y no parece diseñado para tumbarse, pero, como es el regalo de bodas de Siv, tal vez esa sea la idea después de todo.

      Lo almidonó la propia Siv; Ursa sabe que dedicó un tiempo que no tenía a hacerlo. Olió el salvado hirviendo y vio cómo lo dejaba en remojo los tres días desde el compromiso hasta la boda. El camisón todavía huele a agua agria, aunque Siv lo había frotado en la laja para quitar lo más fuerte; aún crujía cuando Ursa se ató las cintas por delante.

      Agnete le dio el pañuelo de seda azul, su favorito de todos los que habían pertenecido a madre. Cuando Ursa lo agarró, oyó un ruido metálico. Dentro había cinco skilling, la parte que correspondía a Agnete de lo que habían recibido por la venta de las cosas de madre.

      —No puedo aceptarlo.

      —No deberías marcharte tan lejos sin medios para volver.

      —Puedo pedir el dinero a Absalom.

      —Deberías tener el tuyo propio —repuso Agnete, aunque no sabía cuánto costaría el pasaje, al igual que Ursa—. Por si acaso.

      Los ojos de Ursula se ven diminutos e insignificantes en la ventana oscura y grasienta y le tiembla el labio como a un niño enfurruñado. Echa las finas cortinas.

      A pesar del orgullo con el que ostenta su título, es evidente que a su marido no le interesan los lujos. El alojamiento se encuentra lo bastante cerca del puerto comercial como para que le lleguen sus olores: el perpetuo hedor a tabaco y decadencia. Se filtran a través del marco podrido de la ventana junto con el frío y Ursa se lleva la muñeca a la nariz.

      Las lilas la transportan a días más fáciles, antes de que madre muriera, cuando la casa estaba iluminada como un árbol de Navidad durante los fríos inviernos y los largos y luminosos veranos, cuando cuatro sirvientes y una cocinera se encargaban de vestirlos y alimentarlos. Sus padres cenaban con otros mercaderes y sus flamantes esposas y a Ursa le permitían sentarse con ellos en el salón antes de que descendieran al oscuro brillo y las conversaciones del comedor.

      Nunca había pensado mucho en el desayuno del día de su boda, pero había imaginado que sería similar a una de esas fiestas. Desde luego, pensaba que habría más invitados aparte de Siv, padre y Agnete, a quien le costaba respirar debido al aire frío. Aunque no tenía amigos a quienes avisar, pues padre las había alejado de la vida en sociedad, se había imaginado a mujeres como las que solían cenar con mamá, con cuellos esbeltos adornados por brillantes collares y cabellos dorados recogidos sobre la cabeza. A hombres con trajes elegantes y lechuguillas que sobresalían de sus cuellos como sofisticados pájaros, cargados de ciruelas azucaradas y seda para obsequiarlos. El aire olería a pomada y a lavanda, en la mesa se serviría ganso asado y espinacas a la crema, un salmón entero escalfado con limón y cebollino y un montón de zanahorias con mantequilla. Las velas iluminarían la escena dorada y preciosa.

      No imaginaba la trastienda de la taberna Gelfstadt, que quedaba cerca de la kirke y del puerto, con una botella de brandy para los hombres, mientras a padre se le nublaba la mirada y se ponía nostálgico. Parecía viejo en el resplandor


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