Vardo. Kiran Millwood Hargrave
mismas. —Se endereza; algo hace clic—. Ya no hay hielo, tenemos el sol de medianoche y disponemos de cuatro barcos aptos para navegar. Es hora de pescar. Necesitamos veinte mujeres, tal vez dieciséis. Yo seré una. —Mira a su alrededor.
Maren espera que alguien, Sigfrid, Toril o incluso el pastor, diga algo y se oponga. Él también ha adelgazado, a pesar de que tenía poco peso que perder. Lo que Kirsten dice es lógico, aunque se exprese con pocas palabras. Maren levanta la mano junto a otras diez mujeres. Al hacerlo, experimenta la misma sensación de inestabilidad que se produce cuando te inclinas hacia el viento y sientes que este se desvanece justo cuando encuentras el equilibrio. Mamá la observa en silencio.
—¿Nadie más? Con eso, solo podremos sacar dos barcos —comenta Kirsten. Las mujeres apartan la mirada y se remueven inquietas en los bancos.
Creyeron que ya estaba decidido. Sin embargo, aunque el pastor no se opuso en la kirke, Toril llega el miércoles siguiente con la noticia de que el pastor Kurtsson ha recuperado la voz y ha escrito una carta.
—Qué inteligente —dice Kirsten, sin levantar la vista de su tarea: teje un par de guantes de piel de foca; para agarrar mejor los remos, supone Maren.
—Al hombre que pronto se hará cargo de Vardøhus —añade Toril, e incluso Kirsten se queda quieta y levanta la vista.
—¿Se instalará en la fortaleza? ¿Aquí? —pregunta Sigfrid. Los ojos le brillan por la curiosidad—. ¿Estás segura?
—¿Conoces alguna otra? —replica Toril, pero Maren entiende la pregunta. La fortaleza ha estado vacía durante toda su vida.
Además de Maren, Diinna y mamá también han dejado de trabajar. Las tres mujeres remendaban una vieja red que Diinna apoyaba en su regazo, debajo del pequeño Erik, al que carga con una tela. Agacha tanto la cabeza que parece una mamá pájaro alimentando a sus crías.
Es imposible olvidar la última vez que las tres trabajaron juntas de ese modo y a Maren le incomoda sujetar la aguja. Posa la mano sobre el fino hilo, para saber dónde ha parado. La madre de Dag, fru Olufsdatter, ha colocado bancos a lo largo de los bordes de la cocina y se sientan en ellos como si estuvieran en la cubierta de un bote cuadrado. La luz del fuego hace bailar el suelo.
—Tendremos un nuevo lensmann, Hans Køning. Según el pastor Kurtsson, viene por orden directa del rey Cristián, hará grandes cambios e impondrá nuevas restricciones para asistir a la kirke. —Toril mira directamente a Diinna—. Tiene intención de asentar a los lapones y traerlos al camino de Dios.
Diinna se remueve junto a Maren, pero le sostiene la mirada a Toril.
—No lo logrará con hombres como Nils Kurtsson —contesta Kirsten—. Ese no sería capaz ni de llevar una vaca a pastar.
Diinna se traga una risotada y retoma la costura.
—El pastor Kurtsson me ha dicho que su próximo sermón será para detenerte —dice Toril, y entrecierra los ojos para mirar a la cabeza de Diinna—. Al lensmann no le parecerá adecuado que salgamos a pescar.
—Todavía no ha llegado. Además, el decoro no nos alimentará —responde Kirsten—. Solo los peces. Me da igual lo que piense un escocés.
—¿Es escocés? —Sigfrid arquea las cejas—. ¿Por qué no un noruego o un danés?
—Estuvo en la flota danesa muchos años —explica Kirsten sin levantar la mirada del bordado—. Liberó Spitsbergen de los piratas. El mismo rey lo escogió y lo envió a Vardøhus.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta Toril.
Kirsten no levanta la vista.
—No eres la única con orejas, Toril. Hablo con los marineros que vienen al puerto.
—Ya lo he notado —replica Toril—. Una mujer no debería hacer algo así.
Kirsten la ignora.
—Sea lo que sea lo que el pastor Kurtsson decida farfullar el sábado, me va a costar escucharlo con los rugidos de mi estómago.
Maren contiene una risa. Si hubiera sido cualquier otra y no Kirsten la que hubiera propuesto salir a la mar, no se lo habrían permitido. Sin embargo, siempre ha sido una mujer particular, terca y fuerte y, cuando llega el sábado, las advertencias tibias del pastor Kurtsson no sirven de nada para detenerlas. No ha recibido respuesta del lensmann, así que Kirsten insiste en que sigan adelante.
En lugar de asistir a la reunión del miércoles, ocho mujeres se reúnen en la orilla del puerto. Han perdido a algunas voluntarias tras la noticia de la carta al lensmann, así que al final solo saldrán en un barco.
Visten las pieles de foca y los gorros de los hombres muertos y llevan las manos envueltas en gruesos guantes que dificultan el movimiento. Los remos están más altos que sus cabezas cuando miran el embrollo de redes remendadas, tan enrevesadas como la maraña de pelo que Maren arranca a diario del peine hecho con espinas de pescado de mamá.
—En fin. —Kirsten aplaude con sus anchas manos—. Necesitamos a tres. ¿Maren? Ayúdame.
Aunque tiene las manos grandes, son más hábiles que las de Maren, cuyos dedos se raspan y se enganchan con el fino tejido de las redes. Hace un buen día; el cielo, aunque nublado, es de un color claro y el frío penetrante que las ha calado hasta los huesos durante tantos meses ha desaparecido.
Extienden tres redes en la orilla del puerto y las demás las cargan con piedras negras resbaladizas. Después, de una en una, Kirsten les enseña cómo plegarlas para abrirlas con facilidad.
—¿Cómo sabes todo esto? —pregunta Edne.
—Mi marido me enseñó.
—¿Por qué? —dice Edne; hay una conmoción evidente en su fina voz.
—Menos mal que lo hizo —responde Kirsten—. Vamos con la siguiente.
Las observan desde las ventanas y, sobre todo, desde la puerta de la kirke. La débil silueta del pastor Kurtsson se contrasta con el brillo de las velas y la cruz de madera que brilla tras él. Las juzgan, y no de manera favorable.
Por fin, cargan las redes y suben al barco. Mamá le ha preparado comida a Maren, igual que hacía con Erik y papá: pan ácimo con semillas de lino y una tira de bacalao seco de la última vez que papá salió a pescar. Le contó a Maren este detalle con orgullo, como si fuera una bendición, en vez de como Maren lo siente: como un presagio. Una fina capa de cerveza le cubre el corazón.
Antes de subir a bordo, Maren hace lo que ha evitado durante meses y mira al mar, que golpea el costado del barco de Mads con dedos despreocupados. «Olas», se corrige Maren. El mar no tiene dedos, ni manos, ni una boca que abrir para engullirla. No la mira ni piensa en ella.
Agarra un remo y, con Edne al lado, empieza a remar. Ninguna persona de las que las miran las animan ni saludan y, en cuanto se ponen en marcha, les dan la espalda.
Kirsten las ha emparejado por tamaño. Edne y Maren tienen una altura y edad similares, aunque Edne es un poco más delgada. Maren tiene que templar los movimientos para acompasarse a los suyos y, por el traqueteo al avanzar, diría que las demás todavía no han deducido la necesidad de hacer concesiones y ajustarse al ritmo de sus parejas. Concentrarse en ese cálculo la distrae lo bastante como para que no le importe mucho que la tierra se aleje cada vez más, que pronto saldrán del puerto y se adentrarán en el mar de verdad, lleno de ballenas, focas, tormentas y hombres que se ahogaron y jamás regresaron.
Le duelen los brazos a los pocos minutos. Aunque todas están acostumbradas a trabajar, este es un movimiento diferente; se dobla hacia adelante y se estira hacia atrás, desde los hombros y los brazos hasta el cuello y la espalda, con el duro asiento bajo los muslos. Los pájaros empiezan a sobrevolarlas en círculos y se acercan tanto al barco que Edne chilla.
El aliento de Maren suena como una canción, un silbido que le baja a los pulmones y vuelve a subir acompañado de aire viciado y polvoriento.