Repensar las desigualdades. Elizabeth Jelin
exclusión y la “adscripción”.[12]
De hecho, desde la perspectiva que proponemos en este capítulo, los criterios de adscripción centrados en la identidad nacional aún hoy son la base fundamental de la estratificación y la desigualdad en el mundo contemporáneo. Desde esa perspectiva, la actual distribución desigual del ingreso y la riqueza en el mundo probablemente no existiría sin los acuerdos institucionales que limitan el acceso a los mercados y los derechos políticos basados en las fronteras nacionales. En este sentido, si bien no es verdad que las poblaciones de las naciones ricas hayan alcanzado sus privilegios haciendo que gran parte del resto del mundo sea pobre, sostenemos que los privilegios relativos que caracterizan a las naciones de altos ingresos (que no constituyen más que el 14% de la población mundial) históricamente requirieron la existencia de acuerdos institucionales para garantizar la exclusión de la gran mayoría a esta oportunidad.
Como en el pasado, la persistencia de semejante desigualdad categorial se justifica mediante la apelación a imágenes y formas de construcción de identidad, que aparecen como naturales y no como los artefactos sociales que en verdad son. En este sentido, la idea de nación como una categoría “natural” ha permeado tan profundamente el sentido común (y permitido, así, que a menudo tales ideas sean poco cuestionadas) como la noción de, digamos, la supremacía blanca en el siglo XIX.
En el libro Unveiling Inequality (Korzeniewicz y Moran, 2009), se analiza cómo los desafíos actuales a la desigualdad mundial han tomado dos formas: el aumento de la migración (tanto documentada como indocumentada), y el apogeo de (en primer lugar) China y (más recientemente) la India. Tales desafíos no habrían sorprendido a Adam Smith. Desde su perspectiva, como ya indicamos, la organización política de los habitantes de la ciudad les permitió obtener, a través de la exclusión selectiva, ventajas competitivas importantes vis-à-vis los pobladores rurales. Pero con el tiempo, el éxito de estos acuerdos en la generación de ventajas condujo a su erosión. La acumulación de stock en las ciudades, por ejemplo, provocó una competencia creciente entre los acaudalados, y, por ende, la disminución de las ganancias. Por fin, estas presiones competitivas “expulsan el stock al campo, donde, mediante la creación de una nueva demanda de mano de obra rural, necesariamente aumentan sus salarios” (Smith, 1976 [1776]: I, 143). Al volver a introducir la competencia entre aquellos que hasta ahora habían estado protegidos de tales presiones, los mecanismos de exclusión selectiva entre el campo y la ciudad se empezaron a quebrar.
A la manera de Smith, el crecimiento de la desigualdad entre países durante la mayor parte de los últimos dos siglos se ha convertido en una fuerza impulsora para la migración de trabajo y capital. Las crecientes disparidades de ingresos entre las naciones en el tiempo han generado fuertes incentivos (salarios extremadamente más bajos en los países pobres) tanto para la migración de trabajadores a los mercados de salarios más altos como para la “externalización” de empleos calificados y no calificados a países periféricos. Ambas tendencias ejercen una “desviación del mercado” que, en efecto, supera las limitaciones institucionales de los flujos de mano de obra del siglo XX que caracterizaron el desarrollo del patrón de baja desigualdad durante la mayor parte del siglo XX. Estos son los procesos en curso de la disminución reciente (aunque se está debatiendo su magnitud) de las desigualdades entre países.
La desigualdad entre países siempre se ha caracterizado por la movilidad de las naciones individuales. Pero en el pasado, como mostramos, la movilidad ascendente de las naciones individuales tuvo lugar en un entorno en que la desigualdad sistémica continuó, o se hizo aun más pronunciada. Las grandes poblaciones de China y la India hacen que la historia de hoy sea diferente, ya que su movilidad efectiva, incluso si se limita a cualquiera de esos dos países, implica un cambio potencialmente drástico en los patrones de desigualdad entre países.
La magnitud de esta transformación puede ilustrarse con los contornos cambiantes de la estratificación social global. El gráfico 1.3 muestra la distribución porcentual de la población mundial según niveles de ingreso (calculado a partir de datos del ingreso nacional) en 1980 y 2008. En 1980, esta distribución tenía una clara distribución trimodal, con la población mundial dividida en grupos de ingresos bajos, medios y altos (o naciones periféricas, semiperiféricas y centrales), con la mayoría de la población mundial en descenso al extremo inferior del espectro.
Gráfico 1.3. Distribución porcentual de la población mundial según niveles de ingresos
Fuente: Elaboración propia sobre la base de datos del World Bank (2013).
Ahora comparemos cómo la distribución de la población mundial cambió en 2008 como consecuencia, principalmente, del rápido crecimiento de China (y, en menor medida, de la India). Lo que solía ser una distribución trimodal se ha convertido en bimodal. El movimiento ascendente de salarios e ingresos en China, ya discutido, está transformando no solo la posición relativa de varias ocupaciones, sino también los patrones más amplios de la estratificación social global.
La interpretación histórica mundial presentada aquí difiere de la que prevalece entre muchos observadores contemporáneos, para quienes la reducción de la desigualdad entre países se interpreta normativamente como:
1 una mera consecuencia de la difusión gradual de la modernización / la industrialización / los mercados hacia las áreas de la economía mundial, que han permanecido tradicionales y/o autárquicos; y/o
2 un esfuerzo de las élites mundiales para mejorar sus privilegios a través de la expansión de los mercados y los acuerdos de explotación.
Desde una perspectiva histórica mundial, hay mucho más en juego. Si las tendencias de finales del siglo XX y principios del siglo XXI continuaran de manera sostenida, la desigualdad entre los países podría romper con la lógica que dio forma a la estratificación global durante más de un siglo: el uso de acuerdos institucionales, entramados en las identidades nacionales, que excluyó selectivamente a la gran mayoría de la población mundial del acceso a las oportunidades.
Pero tal resultado no es seguro, y hay intereses poderosos que se resisten a esa transformación. ¿Cómo entender, si no, el actual recrudecimiento de los movimientos políticos nacionalistas y xenófobos de muchos países ricos en el mundo? Estos movimientos demuestran el capital político que se puede ganar en las naciones ricas al retratar la inclusión de las poblaciones más pobres del planeta (en sus flujos migratorios o sus desafíos competitivos) como una amenaza. Así, el esfuerzo en las naciones ricas para asegurar y fortalecer sus fronteras, para restablecer los mercados protegidos, para reconstruir la “edad de oro” de mediados del siglo XX, ¿no se trata de un esfuerzo para reafirmar los privilegios de algunos a través de “acuerdos institucionales que garantizan la exclusión de la vasta mayoría de los otros del acceso a las oportunidades”?
Narrativas en cuestión
Desde la aparición de las ciencias sociales, y en el transcurso de su posterior desarrollo, la desigualdad y la estratificación han sido concebidas sobre todo como procesos que ocurren dentro de las fronteras nacionales. Este enfoque ha producido una serie de narrativas extendidas influyentes, una de las cuales sostiene que el bienestar relativo de las personas se basa sobre todo en la capacidad de las instituciones locales para promover el crecimiento económico y la equidad. Otra afirma que, con el tiempo, las personas pasaron a estar estratificadas en mayor medida por su esfuerzo y logro relativo que por las características con que nacen. Una tercera, corolario de las otras dos, señala que la movilidad social ascendente es fundamentalmente el resultado de la adopción por parte de los países de mejores instituciones nacionales y de la adquisición de un mayor capital humano por parte de los individuos. Mirar el despliegue de la desigualdad social en el mundo durante un largo período –en otras palabras, desde una perspectiva histórica mundial– cuestiona estas narrativas.
Además, el cambio de la unidad de análisis relevante del Estado nación al sistema mundial cambia nuestra comprensión de lo que algunos llamarían las “posiciones relevantes” desde donde evaluar las tensiones actuales asociadas con la “globalización”