El continente vacío. Eduardo Subirats
en tiempos pasados el Cid Ruiz Díaz». Sahagún no dudó tampoco en mencionar en su narración de la conquista de México la directa intervención divina «por cuyos medios (Hernando Cortés) hizo muchos milagros en la conquista de esta tierra».53
La comparación con el Cid es justa y certera. Al igual que el Cantar de Mio Cid, la proeza y agudeza militar y el servicio al rey, la honra debida al linaje y las honras proporcionadas por las victorias, en fin, el mismo nombre de Cristo y el mismo oro constituyen los elementos primordiales que otorgaban un significado heroico al sujeto épico. En las Cartas de Cortés y en las crónicas de sus soldados la demolición de ídolos y templos americanos se elevaba, al igual que la destrucción de mezquitas para el Cid, a símbolo glorioso de su victoria: «desfizo el Çid todas las mezquitas que avie […] e fizo dellas yglesias a honrra de Dios e de Santa Maria».54 Por todo lo demás, Cortés se distinguía, siguiendo en ello también un modelo medieval, no solo por el coraje y la astucia del estratega militar, sino también por la flexibilidad y ejemplaridad bajo la que se representaba y engalanaba en su papel de supremo legislador y juez.55
El centro de gravedad de la crónica de Gómara lo constituyeron las oraciones de Cortés a sus soldados. Sabemos que estas arengas le fueron dictadas a Gómara por el propio Cortés. No son, por consiguiente, testimonios simples de un hecho histórico cumplido. Poseen más bien el rango de una autorepresentación. De acuerdo con ella, la codicia de riquezas y la gloria militar se armonizaban idealmente con la obediencia y servicio a la corona y, al mismo tiempo, con el significado apostólico de la conquista:
no solo ganaremos para nuestro Emperador y rey natural rica tierra, grandes reinos, infinitos vasallos, sino también para nosotros mismos muchas riquezas, oro, plata, perlas y otros haberes; y aparte de esto, la mayor honra y prez que hasta nuestros tiempos, no digo nuestra nación, sino ninguna otra ganó […] además de todo esto, estamos obligados a ensalzar y ensanchar nuestra santa fe católica como comenzamos y como buenos cristianos, desarraigando la idolatría.56
Es el propio Cortés quien ensalzó con esta sobrepujada retórica la leyenda heroica de la conquista española. Las tareas del caballero cristiano medieval, aquellas que, sin ir más lejos, consignó Ramón Llull en su tratado de caballería —el papel mediador entre el poder divino y el poder temporal, la defensa de la fe contra el infiel, las virtudes éticas, la audacia y la valentía por encima de la fuerza— aparecen y reaparecen hasta la saciedad en el relato de sus aventuras americanas.57 Cortés se pintaba como el siervo leal: «por cobrar nombre de servidor de vuestra majestad y de su imperial y real corona, me he puesto a tantos y tan grandes peligros». Cortés se enaltecía como varón cristiano: «por haber en tanta cantidad por estas partes dilatado el patrimonio y señorío real […] quitando tantas idolatrías y ofensas como en ellas a nuestro Creador se han hecho» Cortés se presentaba como realizador del ideal medieval del orbe cristiano:
En respuesta de lo que aquellos mensajeros me preguntaron acerca de la causa de mi ida a aquella tierra, les dije […] que por que yo traje mandado de vuestra majestad que viese y visitase toda la tierra, sin dejar cosa alguna, e hiciese en ella pueblos cristianos para que les hiciesen entender la orden que habían de tener, así para la conservación de sus personas y haciendas, como para la salvación de sus almas.58
Las virtudes heroicas del guerrero eran la condición necesaria, por derecho natural y divino, de la legitimidad de su guerra de ocupación y exterminio contra aquellos mismos seres que este mismo principio heroico debía necesariamente de estigmatizar como lo radicalmente negativo: ya sea estado de naturaleza y de gentilidad, o de barbarie y pecado, en fin, el indio. Como escribía Juan Ginés de Sepúlveda en sus diálogos De justis belli causis, réplica al principio liberal de la Reforma protestante y su crítica del genocidio americano: «La Guerra Justa no solo exige justas causas para emprenderse, sino legítima autoridad y recto ánimo en quien la haga, y recta manera de hacerla».59
También Bernal Díaz del Castillo describió la epopeya fundacional de Nueva España como un libro de caballerías. Más aún, su Historia verdadera de la conquista de Nueva España es la novela de caballerías hispanoamericanas por excelencia —real comienzo de la épica y la estética real maravillosa, como han celebrado sus apologetas desde las ficciones mágico-realistas de Carpentier—. Cabe recordar a este respecto un célebre pasaje de su novela: «nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís».60
Lo maravilloso se confundía con lo terrible, y la astucia y la virtud guerreras prestaban sus signos a una destrucción de Tenochtitlán ficcionalmente realzada como la «Destrucción de Jerusalén».61 La intrincada atmósfera aventurera del acecho, acoso, conquista y derribo de la ciudad sagrada de Tenochtitlán se describe en la Historia verdadera como un viaje ritual de iniciación.
En el conquistado centro simbólico de Mesoamérica, la recién creada representación del paraíso americano tenía que trocar necesariamente sus sensuales símbolos paganos por las imágenes abstrusas del infierno cristiano. Solo así se podía justificar su apropiación violenta. Dioses monstruosos, «mezquitas» en las que se celebraban sacrificios humanos, costumbres bárbaras que el español demonizó de inmediato, toda esta parafernalia que ha alimentado el barroco y los neobarrocos latinoamericanos constituían un elemento primordial en la justificación de la violencia colonial. La radical extrañeza de lo desconocido y lo imaginado legitimaba una guerra de destrucción que fundía y confundía sus conflictivos signos con el éxtasis multicolor de la gloria y la redención cristianas.
La concepción virtuosa y heroica del conquistador como caballero andante, héroe civilizador y mesías, y del proceso de la conquista militar y la destrucción del indio como guerra santa de salvación respondía también por una perspectiva medieval en cuanto a la forma literaria bajo la que se dio expresión: la crónica de Indias. Muy particularmente en este primer siglo de la colonización americana estas crónicas cristalizaron como legitimación moral y estética de irisaciones míticas y místicas a sus hazañas de guerra y expolio, y genocidio y vasallaje.
Su heroísmo, aun cuando adoptara elementos clásicos y renacentistas, se distingue, sin embargo, del género moderno del libro de viajes, a menudo dotado de un sentido crítico hacia la propia realidad europea y contra la brutalidad de las formas españolas de dominación. Tal sucede en los relatos de viajes de Vespucci, Benzoni, o incluso von Staden, en las que el escritor asume en lo fundamental una voluntad empírica emparentada con el nuevo espíritu científico del cinquecento europeo. Pero así como los valores ejemplares del nuevo héroe hispanoamericano refundía la vocación misionera de las cruzadas ibéricas, así también el sentido santificador de la crónica de Indias constituyó una tardía manifestación del espíritu medieval de las crónicas oficiales castellanas. Estas obedecían a una intención documental y conmemorativa de las acciones de conquista de los cristianos. Como se señalaba en la crónica debida a Alfonso X el Sabio, su cometido era «mostrar la nobleza de los godos et como fueron viniendo de tierra en tierra […] Et como fueron los cristianos después cobrando la tierra». Pero no era menos importante su carácter moralista y su aspiración moral. Precisamente en este objetivo final la crónica aspiraba a un valor al mismo tiempo educador y decisivamente universal. Alfonso X escribía a este propósito: «Conviene esto leer, ca podemos muchas cosas ver, por las quales te aprovecharas et en las cosas arduas ensennando te faras; ca ssaberas qualquier cosa si es acepta la tal o si es ynepta, vayas ante al fin, o el fin a las muy buenas cosas te mueva, por el qual fuyendo de las cossas peores