El continente vacío. Eduardo Subirats
insólita libertad, es cierto. La teología misionera lo elevaba a sujeto subyecto de una culpa universal y originaria violentamente impuesta en el mismo acto del bautismo compulsorio y masivo, y al mismo tiempo garantizaba su libertad como acto de fe a través del vínculo sacramental de la penitencia que lo redimía como libre-sujeto. En nombre de esta libertad precisamente el indio fue privado de su cuerpo y de sus tierras, expulsado de sus formas de vida y despojado de su memoria histórica. El nuevo principio de la interioridad cristiana lo absolvía de su comunidad originaria y le definía institucionalmente como nuevo humano: el sujeto vacío de una virtual libertad que le hacía realmente dependiente de las instancias político-eclesiásticas que lo reducían a la servidumbre y la miseria.
Toda la teoría política de Las Casas y una parte de los dominicos, la filosofía jurídica de la Escuela de Salamanca, e incluso de la independencia americana, nace de esta primera figura de la emancipación indígena, a la vez signo moderno de una nueva libertad frente a los excesos genocidas de conquistadores y encomenderos, y principio de una forma articulada y compleja de deuda interiorizada y subjetivación. Se trata de una paradójica humanización de la conquista americana. Entrañaba la sujeción voluntaria a un sistema racional que, al mismo tiempo era heterónomo y exteriormente impuesto, e instauraba una nueva libertad subjetiva que presuponía la interiorización del terror como angustia y principio de disolución del ser.39
Una nueva etapa del proceso colonizador le sucedió a este periodo transicional de interiorización de la angustia y la nada. Una etapa ni heroica ni idealista nacía a partir de la segunda mitad del siglo XVI bajo el signo de las necesidades prácticas de la organización política de las vastas colonias de ultramar. En esta etapa, el indio ya no funge como la oscura otredad sobre la que el europeo podía proyectar a discreción su propio imaginario mitológico y sus propias angustias históricas, luego de embargarles a los pueblos de América sus dioses y su lengua, sus bienes materiales y también su memoria. Ya el indio no es en este tercer momento de su sujeción colonial el moro diabólico, el adamita inocente o el judío condenado por el dios Verdadero. Tampoco era aquella conciencia inofensiva e ingenua que garantizaban los sistemas teológico-políticos de utopías trascendentes como las de Las Casas o De Quiroga. Por primera vez se reconoce al americano en su existencia real, en su resistencia enconada contra la identidad y las formas de vida que le imponía el invasor. Por primera vez estos frailes y misioneros entendieron la necesidad de explorar el imaginario indígena para penetrar en sus subestructuras lingüísticas y mitológicas con estrategias específicas de colonización interior.
Esta nueva figura de la dominación colonial cristiana se formulaba ahora como proceso de racionalización subjetiva, y transparencia sacramental y jurídica del nuevo humano americano, y como principio de control y dominio confesionales. Por primera vez se formulaba un programa expreso de reconocimiento del indígena en su realidad histórica, ética, psicológica y social, o sea, una antropología teológica con fines pragmáticos de propaganda, catequesis y transformación sacramental de sus formas de vida.
Los tratados de propaganda de doctrina cristiana y los manuales para la utilización sistemática del confesionario como nuevo instrumento de violencia psicológica sucedieron así a los tratados de guerra santa y de guerra justa. Un nuevo principio de colonización había cristalizado ante el reconocimiento del último bastión de la resistencia contra el europeo: una barrera lingüística, ética y mitológica. Se inauguraba con ello la noción antropológica, empírica, racional y moderna de reconocimiento del indio bajo el aspecto de las formas de sensibilidad frente a la naturaleza y el existente humano; los valores del mundo imaginario, colectiva e individualmente considerados; las formas que otorgaron un sentido íntimo al amor, a la familia y a la vida cotidiana; los más secretos deseos, los estratos profundos de la fantasía y la aspiración individual a la felicidad. «Aquí, pues, conviene [escribía José de Acosta en su tratado de propaganda cristiana De procuranda indorum salute] que asiente el pie el catequista, y para arrancar las últimas raíces de la idolatría del ánimo de los indios, ponga su pensamiento, su industria y su trabajo.»40
La periodización historiográfica de la colonización hispánica de América debe distinguir tres etapas, definidas con arreglo a un criterio político, militar y jurídico, pero asimismo teológico y filosófico. En la primera de estas etapas, los signos de lo terrible se mezclan con lo grandioso. Es la edad dorada de los pioneros. En ella el principio heroico heredado de la mitología caballeresca y la guerra santa fundan una identidad sustancial y virtuosa. Hernán Cortés, en su calidad de conquistador y aventurero, y de héroe y cruzado, es la expresión máxima de este momento sublime y siniestro del proceso civilizador de América. Viene a continuación un periodo cuya característica más notable es la negación radical de aquel noble comienzo heroico como un principio criminal jurídico y teológicamente inválido. Su santo y seña es la crítica reformista de la servidumbre y de la destrucción de las Indias. Su última intención es la sublimación de esa misma violencia colonial en un proceso de conversión subjetiva y comunitaria, y la subsiguiente transustanciación de la teología de la conquista como guerra justa y guerra santa, según la habían formulado las bulas papales y los tratados de Juan Ginés de Sepúlveda, en una teología de la liberación. Su gran representante es, sin lugar a dudas, Bartolomé de las Casas. En la tercera fase de la colonización americana aquella teología de la conversión cristiana de los indios se cristaliza en una concepción pragmática. Se redefinen las estrategias de propaganda de la fe y catequesis cristiana, los instrumentos de control social confesional y los sistemas de dominación sacramental de todos los aspectos de la existencia, desde la sexualidad a los medios de producción. Al conjunto de estas estrategias, a los discursos político-teológicos que las articulaban y al proceso histórico de su implantación, coronados por un progreso acumulativo de poder y destrucción, se lo puede subsumir a la categoría general de lógica de la colonización.
Por una parte tenemos la secuencia de acontecimientos históricos, el relato de las aventuras que protagonizaron la conquista, con sus signos encontrados de novela caballeresca y visiones proféticas de los infiernos, de lucha heroica atravesada por contenidos mesiánicos y apocalípticos, y también por una desordenada acción militar de exterminio. La búsqueda insaciable de quiméricas riquezas culmina en un maravilloso espíritu de misión y de conversión; y el principio de vasallaje violentamente impuesto por la reducción y las reducciones indígenas se cierra con la final transformación compulsiva del imaginario americano a través de la guerra, la tortura y la redefinición sacramental de sus formas de vida. Por otra parte, nos encontramos con la secuencia lógica que define interiormente el proceso constitutivo del poder colonial: un principio de sujeción a un orden exterior de vida; a continuación su transformación en culpa y deber moral; por fin, la redención de la esclavitud en el orden subjetivo de una conciencia vaciada de sus vínculos comunitarios y de sus memorias, y una identidad instaurada como principio subjetivador, racional y universal, en nombre del mesianismo cristiano.
El deseo de aventuras, la necesidad de escapar a las persecuciones político- religiosas de una Europa sometida a las guerras de religión y a los tribunales de la Inquisición, y, no en último, lugar el afán de riqueza, todo ello desempeñó un papel importante en el relato de la colonización americana. Pero la colonización arrancaba también de un decisivo impulso religioso. Movía el egoísmo material y la crueldad, pero también la fe. Una fe que remontaba históricamente a los comienzos de la Reconquista y al espíritu de Cruzada, y a sus héroes y sus mitos y sus sagas. La lucha cristiana contra el islam de la que surgió la identidad religiosa y la casta cristiano-española levantó los fundamentos del proceso y la suerte de la conquista americana.
La guerra divinal española, vigente, de acuerdo con Américo Castro, hasta el siglo XIX, pero cuyos signos de heroísmo y trascendencia persisten incluso en el ensayo español del siglo XX, prolongaba sus dominios sobre América. Su soberano emblema identificador, Santiago, «credo afirmativo lanzado contra la muslemia, bajo cuya protección se ganaban batallas que nada tenían de ilusorias»,41 siguió alimentando su papel unificador y glorificador en esta última etapa de la cruzada hispánica. Como