El continente vacío. Eduardo Subirats
deducción: Dios concedió el derecho al imperio a Moisés. Así también se lo otorgó Cristo a San Pedro. En virtud de este mismo derecho lo concedía la Iglesia a la corona española. «El imperio reside enteramente en la Iglesia.» Este era también, indirectamente, el principio que arrebataba al habitante de América cualquier derecho sobre sus vidas y sus posesiones, así como de sus formas de vida de gobierno. Solo el cristiano podía constituir un gobierno legítimo.33
Cruzada y acción pedagógica de instrucción, sujeción violenta y resuelto no- reconocimiento de cualquier otra forma de vida diferente de la cristiana, liberación del indio de su servidumbre al estado de naturaleza y sus demonizados dioses, paraíso en la tierra e infierno de infieles: esos fueron los ambiguos signos que el universalismo salvacionista cristiano otorgaba al descubrimiento. Lo fueron ya en la propia imaginación que acompañó la empresa colombina: evangelización del mundo, conquista de la «Casa Santa» de Jerusalén, descubrimiento del paraíso terrenal.34
La simple yuxtaposición rapsódica de hitos históricos diferenciados ocultaría la existencia de una narración profunda, de una lógica interior que se pone de manifiesto tan pronto se tiene en cuenta el proceso de dominación que las categorías teológico-políticas del descubrimiento anunciaban. La comprensión filosófica del proceso colonizador de las Américas y de la configuración cultural de América Latina en particular no pueden reducirse a una reconstrucción historiográfica de las etapas de la conquista. Tal periodización es necesaria e importante. Pero solo en la medida en que sus diferencias políticas, sus etapas estratégicas o su evolución teológico-jurídica sean comprendidas, al mismo tiempo, como figuras conceptuales de un mismo discurso, de una racionalidad civilizadora, y de la lógica y teología de la colonización que atraviesan los procesos sociales y existenciales de la conversión, subyugación y subjetivación de pueblos y naciones enteras.
En una interpretación del descubrimiento y conquista americanos que puede considerarse como estándar —presente en el estudio de Georg Friederici— se distinguen los siguientes periodos de la colonización hispánica:
Tenemos, en primer lugar, el periodo de la brutal, violenta y asoladora conquista […] sigue un periodo de intentos de penetración pacífica y de expansión lenta, pero ya no con las armas del soldado, sino con la labor del misionero y colono. Al comprender que estos esfuerzos de penetración pacífica, en el sentido preconizado por el P. Las Casas, estaban condenados, en muchos lugares, a fracasar, hacia fines del siglo diecisiete, hacia el año 1660, prodújose un nuevo viraje en la opinión pública. Diríase que reverdecía el espíritu de la Conquista […] A este breve periodo de reacción siguió el cuarto y último, que duró hasta el final de la dominación española en América: la conquista pacífica por medio de las Misiones, apoyada en guarniciones militares y seguidas más tarde por aglomeraciones de colonos.35
Espléndida síntesis. Sin duda, hubo un primer momento pionero de la colonización americana: periodo dorado dominado por la presencia de aventureros resueltos y sin ley. Se lo puede designar como el momento heroico de la conquista. Fue un periodo fundacional del descubrimiento y sujeción de nuevos territorios y sus habitantes. En esta etapa originaria de la historia americana moderna resulta muchas veces difícil distinguir entre el aventurero criminal y el héroe cristiano. Pero también es esa etapa de la expansión europea en América más colorista. Sus signos visibles son la perplejidad, el entusiasmo y el terror ante el mundo radicalmente diferente y radicalmente ignoto que Europa sentía rendido a sus pies, un mundo que se adorna magico-realísticamente con todos los atributos literarios de un epos legendario y mítico. Los diarios de Colón, las cartas de Cortés, la crónica de Díaz del Castillo, los testimonios de viajeros como Vespucci, von Staden o Benzoni, los relatos del naufragio de Núñez Cabeza de Vaca, los grabados de De Bry… recorren indistintamente esos hitos de lo maravilloso, lo terrible y lo ignoto.
Luego las cosas parecen adquirir la apariencia de una forma jurídica e institucionalmente sancionada, tanto por la Iglesia romana, como por la monarquía cristiana. Esta primera figura de legitimidad jurídica se instituye ya a partir de 1512. Su primera cristalización jurídicamente regulada es el Requerimiento. Su principio funcional, un primitivo concepto de guerra santa, era el significado elemental de la conquista que había canonizado la bula papal Inter caetera. «Si vosotros, informados de la verdad, os quisiéreis convertir a la santa fe católica […] pero si no lo hiciéreis o en ello dilación maliciosamente pusiéreis, certifícos que con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas partes y manera que yo pudiere y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de su Majestad».36 Aparentemente absurda y objeto de toda clase de críticas y chanzas hasta el siglo XVIII, su sentido es tan consistente como su homólogo literario de la Inquisición: el Edicto. Al principio de guerra y de terror total, el Requerimiento le confiere la forma de una ley y un orden sagrados y universales, la primera forma legal de identidad histórica hispanoamericana. La violencia inmediata de la conquista adquiría con ello una primera, aunque perversa, dimensión espiritual. La nueva identidad y la nueva libertad que el Requerimiento reconocía en nombre de la abstracción absoluta y del principio absoluto de la muerte, legitimaban tanto política como teológicamente la violencia de la conquista como verdadero acceso al reino de la historia y la razón.
La falsedad de los términos formalmente verdaderos del Requerimiento es, ciertamente, tan perentoria como su eficacia jurídica. Sencillamente porque la situación en la que necesariamente tenía que leerse suponía de hecho una violencia realmente impuesta que las cláusulas del peculiar contrato solamente esgrimían como castigo a la rebelión o la herejía. El caso de Cajamarca, en el que el Requerimiento fue una simple mascarada para justificar una masacre de decenas de miles de indios indefensos, es solamente una triste cita en la historia de los genocidios americanos. Pero el significado institucional del Requerimiento y su función legitimadora eran indiferentes a las condiciones efectivas bajo las que se exponía, indiferentes a la circunstancia de que fuera leído en latín o castellano, a que se pronunciara en su totalidad o solo parcialmente, o se llevara a término como un absurdo trámite jurídico. Desde el punto de vista de quienes solo podían acatar la innombrada violencia de la espada colonial era tan relevante como las declaraciones de derechos humanos que hoy amparan a los mismos ejércitos privados del colonialismo poscolonial de nuestros días.37
A partir de 1573, la corona española prohibió legalmente la palabra conquista. Su significado fue suplantado sumariamente por el concepto de pacificación, ya antes utilizado por Cortés tan pronto hubo arrasado militarmente los principales centros político-religiosos de la futura Nueva España. El valor teológico-político del nuevo término estratégico de pacificación entrañaba una reformada figura del no reconocimiento de la existencia del indígena americano, marcadamente diferente de aquella a la que obligaba el Requerimiento, es decir, la destrucción y el abandono de los ídolos, la liquidación de sus formas de vida, y la imposición compulsiva del bautizo masivo como condición sacramental de sujeción jurídica y de subjetivación moral. La estrategia y el concepto de pacificación instauraban jurídica y moralmente un orden superior. Presuponían la prerrogativa, por parte del conquistador, de imponer el sistema teológico y político «católico» en el sentido etimológico de la palabra, es decir, universal o global.
Prerrogativa absoluta que no admitía diálogo, ni negociación, ni siquiera traducción: como si se trazara por primera vez una ley sobre un desierto sin nombre ni fronteras. Era el acto mítico, ensalzado y consagrado sacramentalmente por el bautismo y gramaticalmente a través de la imposición de nombre sobre todo lo existente. Pacificación significaba virtualmente poner un orden allí donde reinaba la nada. Lo que significaba reconocer al habitante de América como un sujeto carente de civilización: «los mantenemos en paz para que no se maten, ni coman, ni sacrifiquen, como en algunas partes se hacía; y puedan andar seguros por todos los caminos, andar y contratar y comerciar».