Diez razones para amarte. María R. Box

Diez razones para amarte - María R. Box


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Allí, sentado en un enorme sillón negro, tras una mesa de madera pulcra y barnizada, se encontraba el decano de la facultad. Se notaban sus años de experiencia ya que las canas cubrían gran parte de su pelo y bigote, vestía un traje azul marino y portaba una simpática y amable sonrisa en sus labios. Las comisuras de sus ojos, pequeños y achinados, estaban arrugadas.

      —Siéntese, por favor. —Lo hice bastante tensa a pesar de su tono amable.

      —¿Quería verme? —pregunté.

      «¡Claro que quiere verte, estúpida! O si no, ¿por qué estás aquí?», pensé.

      —Sí, señorita Rodríguez —dijo, mirando unos papeles que tenía encima de la mesa.

      —Puede llamarme Lucía.

      —¡Oh, está bien! —exclamó, sonriendo—. El caso es que no hemos recibido el pago, Lucía.

      —¿Qué pago? —pregunté, extrañada y apretando con fuerza mi mochila, que estaba en mis piernas.

      —El pago de las tasas.

      —Eso es imposible —hablé con los ojos muy abiertos—. Hice el ingreso, se lo aseguro.

      Mi corazón comenzó a bombardear con fuerza, estaba hiperventilando. Era imposible que las tasas no estuviesen pagadas, yo misma fui al banco a dar la cuenta de mi madre para pagarlas.

      —Te creo, Lucía, pero debe haber algo mal para que no nos hayan pasado el pago. Puede haber sido un error del banco. Por eso te doy una semana para aclararlo todo si no… —se quedó callado.

      —¿Si no qué? —pregunté.

      —Deberás abandonar la universidad.

      Capítulo dos

      —¿Como que os han embargado la cuenta?

      Naomi estaba atacada. Nos encontrábamos en El Retiro, apoyadas en la barandilla del lago. Había tenido que saltarme el primer día de clases para ir al banco. Pero ¿cuál fue mi sorpresa? Al llegar al banco y hablar con el director de la sucursal supe que nos habían embargado la cuenta por la deuda que nos había dejado mi padre. Ahora mi preocupación era otra, no tenía trabajo y nos embargaban casi todo lo que mi madre ganaba, hasta el último euro de la ayuda que nos daba el Estado. ¿De dónde mierda iba a sacar yo dinero para pagar las tasas, el agua, la luz y todo lo que se pusiera por delante? Porque, que yo supiese, no había ningún tipo de árbol del que creciese dinero.

      Asentí, resoplando.

      —Eso me ha dicho el director del banco —dije dándome la vuelta y apoyándome en la barandilla—. ¿Qué hago? —Mi voz salió rota, sentí como Naomi me abrazaba.

      —Lo primero es relajarte, vamos a dar una vuelta.

      —No quiero dar una vuelta, quiero encontrar un maldito trabajo —grité frustrada, atrayendo la atención de algunas personas a nuestro alrededor. Me agaché y agarré varias piedras que encontré bajo mis pies, comencé a tirarlas al lago.

      —¿Has echado currículos?

      —Por todos lados —resoplé—. ¡Y nada! ¡No me quieren ni de cajera porque no tengo experiencia!

      —¿Y en la oficina de este verano? —preguntó ella.

      Negué repetidas veces con la cabeza.

      —Me cogieron para cubrir bajas y vacaciones, les comenté de quedarme y me dijeron que no. Pero un no rotundo.

      —¡Joder, tía! —exclamó Naomi fastidiada. Sin embargo, de repente, la vi abrir los ojos como platos—. Lucía, ¿y si te haces Sugar Baby?

      La miré con el ceño fruncido.

      —¿Qué es una Sugar Baby?

      Ella sacó su móvil del bolsillo y comenzó a teclear. Intenté echar un ojo a lo que estaba haciendo, pero me fue imposible por el reflejo del sol. Al final, acabó enseñándome el móvil muy cerca de mi cara, tan cerca que me rozó la nariz.

      —Una Sugar Baby —habló ella—, es una relación de beneficio.

      —¡¿Quieres que me haga prostituta?! —grité.

      —¡No! Es una relación profesional y con contrato incluido donde el hombre te paga una cantidad cada vez que quiera quedar contigo.

      —Una puta, vamos. —La escuché reír.

      —¡No! —Rio—. ¡Mira! —Volvió a acercarme el móvil a la cara. Entonces, pude ver una página que estaba buscando con tanta energía—. El hombre te especifica qué es lo qué quiere, quedas con él y ya lo que veas. Si te gusta la cantidad que te ofrece y ves que el tipo es legal, pues que comiencen a rodar los billetes.

      —¡Tú estás mal de la cabeza! La de pervertidos que debe de haber por ahí…

      Naomi guardó el móvil y agarró mis manos suspirando.

      —Escucha, sé que estás en una situación bastante… precaria. Piénsatelo, Lucía. ¿Quién sabe? Hay muchas chicas que se dedican a eso y se pagan los estudios o lo que les salga del coño.

      Rodé los ojos. ¿Yo? ¿Una Sugar Baby? Reí.

      —Que no, que no —dije.

      —Bueno… —Naomi miró la hora y abrió los ojos—. ¡Hostia! Tía, me largo, tengo que hacer la cena e ir al entrenamiento —resopló cansada—. ¿Nos vemos mañana en la uni? —asentí.

      —Claro, yo me voy con mamá.

      —¡Vale! —exclamó ella echando a correr—. ¡Piensa en lo que te he dicho!

      Comencé a caminar hacia el metro, daba gracias por tener descuento por ser universitaria si no me arruinaría con tanto transporte público. Volví a ponerme los auriculares. Intenté pensar en algo que no fuese la proposición que me había dicho Naomi, pero no pude. Tenía seis días para pagar las tasas de la universidad si no quería quedarme a puertas de sacarme la carrera. Necesitaba dinero para mantener una casa, a mi madre y a mi hermana. Apreté los puños y entré en el tren. Me quedé de pie, viendo como el túnel pasaba a toda velocidad. ¿Yo una Sugar Baby? Sería una locura.

      Salí del metro sobre las siete de la tarde, el sol aún estaba en todo su esplendor, pero debía ir a casa y cerciorarme de que mamá estaba bien. Sentía presión en el pecho debido a todo el estrés que estaba sufriendo.

      Llegué muy cansada a casa, nunca me había sentido así. ¡Maldito padre! ¡Maldito hijo de…! ¿Por qué tendría que haber dejado una púa de once mil euros? Necesitaba descansar, desconectar de esta vida. No obstante, los gritos y risas acudieron a mí en cuando abrí la puerta de mí piso. Grité en cuando sentí que alguien venía corriendo hacia mí y me agarraba las piernas.

      —Pero ¿qué es esto? —le pregunté a Alba, quien estaba en la alfombra soportando el peso de Pilar, nuestra pequeña vecina. En cambio, su hermano Ian estaba pegado a mi pierna mientras se reía. Alba lo estaba pasando mal con esos dos diablillos—. ¡Alba! —le grité.

      —¿No ves que no puedo contestar? Estoy muy ocupada intentado ponerle la camiseta a esta niña del demon… —la callé.

      —¡Alba!

      —Vale, vale, me callo.

      Me agaché para coger en brazos al niño de tan solo dos años y medio que no paraba de reír viendo como su hermana Pilar le daba guerra a Alba. La escena era muy graciosa. Había trabajado con esos dos niños en veranos anteriores y sabía de lo que eran capaces, Alba lo iba a pasar bastante mal hasta que los niños se acostumbraran a ella.

      —Pilar, ponte la camiseta porque tu mamá está a punto de venir por ti. —La niña me miró con los ojos muy abiertos. ¡A saber lo que le habría prometido su madre si se portaba bien! Esa mirada también


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