Diez razones para amarte. María R. Box
se levantaba para ir al baño y poco más. Entonces, la escaneé detenidamente. Su pelo, corto, estaba bien peinado hacia atrás. Las duras sesiones de quimioterapia habían hecho que su larga melena castaña desapareciera. Aún seguía teniendo esas grandes bolsas negras bajo sus ojos achocolatados que la perseguían desde que estaba tomando la medicación para la prevención de la metástasis. Sin embargo, hoy sus labios estaban curvados para arriba formando una adorable sonrisa que en muy pocas ocasiones había salido desde que le dijeron que el cáncer había vuelto.
—¿No te lo ha dicho Alba? Ahora es niñera. —Reí.
Ian hizo el ademán de bajarse, pero no lo dejé.
—Me acuerdo de cuando tú y tu hermana erais así de pequeñas. —Mamá sonrió nostálgica—. Aunque no te lo creas, tú eras más bicho que Alba. —¿Se refería a mí? ¿Yo un bicho?
—¿En serio? —preguntó Alba, resoplando. Al fin pudo ponerle la camiseta a Pilar.
Mamá se sentó en el sofá con cara de cansada. Era muy probable que hoy le doliera menos, pero el dolor aún seguía presente en cada uno de sus huesos. La vi asentir.
—Sí, Lucía era mucho más revoltosa que tú, Alba. —Mi hermana se levantó con Pilar en brazos y se sentó al lado de mamá. Ella acarició la cabeza de la niña pequeña y, al final, tuve que dejar ir a Ian para que, de igual forma, se sentase en el sofá junto a su hermana—. Recuerdo una vez que se levantó en mitad de la noche y se puso a comer galletas a escondidas, la tuvimos que llevar a urgencias con indigestión. —Rio—. Pero, por muchas travesuras que hiciera, siempre acababa confesando.
—¿De verdad Luci era así? —preguntó Pilar ensimismada. La niña se había quedado sorprendida al escuchar que de pequeña era muy traviesa, para ella yo era una chica mayor y eso era inconcebible.
Mamá asintió. Sin embargo, la puerta acalló lo que quería decir. Alba, murmurando lo agradecida que estaba de que la madre de Pilar e Ian hubiese llegado ya, fue corriendo a abrirla. Los pequeños salieron corriendo hacia los brazos de su madre y le comenzaron a contar lo que habían hecho con Alba; más bien lo que le habían hecho.
Mamá y yo no podíamos parar de reír, Alba se veía muy avergonzada de lo que relataban los pequeños. Fue entonces cuando escuchamos la puerta cerrarse. Mi hermana vino corriendo al sillón y se desplomó agotada.
—¿Estás cansada? —me burlé de ella con la mirada.
—No tenía ni idea de a qué me enfrentaba con esos dos… —comentó, haciendo reír a mamá.
—Lucía te lo dijo, hija.
Perdí la noción del tiempo. Cuando quise darme cuenta, ya estaba en mi cama tumbada bocarriba y sin poder pegar ojo. Le había tenido que contar a mamá los problemas con el banco, pero me negué a decirle nada a Alba. La pobre había caído rendida en cuanto terminó de cenar. Todo estaba silencioso, me puse de lado y cerré los ojos para conciliar el sueño.
Nada.
Era imposible.
Mi cabeza seguía maquinando alguna forma de conseguir dinero antes de que me echasen de la universidad y de que viniesen todas las facturas. Suspiré, cansada. Acabé por sentarme en la cama y apoyar mis codos en las piernas, dejé caer mi cabeza sobre las manos y comencé a llorar en silencio.
¿Por qué todo lo malo nos tenía que pasar a nosotras?
Tenía planes de futuro. Todas los teníamos. Mamá quería llevarnos de viaje a Londres, Alba quería hacer los exámenes para entrar en el conservatorio de música y yo quería acabar mi carrera y comenzar el máster.
Aún con los ojos empapados, di un vistazo a mi habitación. Las paredes en color cereza se habían oscurecido, el pequeño escritorio lleno de libros de estudio y papeles, la silla de ruedas negra para estudiar descentrada y la ventana que daba a la calle estaba semiabierta. Lo que más me gustaba de mi habitación eran las estanterías llenas de libros. Era una romántica empedernida que coleccionaba libros por doquier, incluso tenía algunos en la cómoda y en el armario porque ya no me cabían en las estanterías. Soñaba con que algún día yo también encontraría a esa persona especial que me hiciera sentir mariposas en el estómago. Sin embargo, en la oscuridad de la noche, volví a dejarme caer sobre la cama. Un largo y agónico suspiro salió de mis labios. Agarré el móvil que estaba en mi mesita de noche y miré la hora, solo eran las once de la noche. Era mejor dejar atrás todas esas ideas y centrarse en lo importante.
¿De dónde sacaba yo mil euros para pagar las facturas y las tasas de la universidad?
Entonces, de repente, la voz de Naomi resonó dentro de mi cabeza. ¿Podría ser yo una Sugar Baby? ¿De verdad podría haber alguien interesado en darme dinero por solo quedar con él? Inmediatamente, casi inconsciente, comencé a teclear en mi móvil la palabra Sugar Baby y mi sorpresa fue ver una página dedicada a ello. Respiré profundamente y entré en aquella página, la desesperación pudo conmigo. Rellené las preguntas que me hacía la página. Me hacía preguntas de todo tipo, en especial sobre mi físico y es que las chicas que había ahí metidas eran puras modelos de Victoria Secret. Incluso, me preguntaban por mis ingresos. Me relamí los labios, bastante secos, cuando llegué a la parte de las fotos. No pensaba poner una fotografía provocativa ni nada por el estilo. Fui a mi galería de imágenes y colgué tres muy sencillas donde solo se me veía la cara. Dudé en si continuar o no, no obstante, mi madre y hermana se apoderaron de mi mente. Su imagen la tenía clavada a fuego lento en mi memoria y si hacía esto era para pasar el bache.
Acepté las condiciones y entré en mi perfil.
Estuve un buen rato mirando la pantalla del móvil sin obtener respuesta de nadie. Aunque, ¿qué esperaba? Había cientos de tías mucho más guapas que yo en las páginas, además de que esto debía ser la mayor tontería del mundo.
Dejé el móvil en mi mesita de noche, bloqueado, y recosté mi cabeza en la almohada para intentar coger el sueño ya que mañana tenía que seguir buscando trabajo.
Había sido una tontería apuntarme en la web de Sugar babies, nadie querría a una chica tan normalita como yo teniendo a semejantes bellezas.
Capítulo tres
7 de septiembre de 2017
Desperté demasiado cansada, como si mi mente no hubiese parado en toda la noche. El cansancio hacía que mis ojos descendieran, ¿o era por haber llorado? No lo sabía, pero me parecía poco redundante pensar en ello. Debían ser las seis de la mañana cuando decidí levantarme de la cama y desperezarse como siempre hacía. Lo primero que hice fue ir a mi armario y sacar algo de ropa cómoda para el día que tenía que afrontar. Sin embargo, mientras me duchaba, escuché a mi madre toser con demasiado ímpetu, como si hubiese estado fumando durante muchos años. Me preocupé, lo último que necesitaba era que mi madre pillara un resfriado. En su estado, tan débil, podía ser hasta mortal. Salí de la ducha de inmediato y, aún con la toalla rodeando mi cuerpo, me dirigí a su habitación a paso acelerado.
—¿Estás bien, mamá? —pregunté en cuanto entré en su habitación.
La escuché toser aún más fuerte. Entonces me acerqué, amarrando la toalla en un nudo, y toqué su frente. Estaba ardiendo.
—No te preocupes, cielo. —No quería preocuparme, pero se notaba la debilidad en su voz.
—¿Cómo no quieres que me preocupe? ¡Estás ardiendo, mamá!
A toda prisa, fui a mi habitación y me puse lo primero que pillé. Corrí de nuevo hasta el cuarto de mi madre, teléfono móvil en mano, y llamé a un taxi. El hospital más cercano, donde siempre nos habían tratado, estaba a quince minutos, pero me negaba a llevar a mi madre en metro tal y como estaba. Parecía débil, como si la vida se le estuviese escapando de las manos. Después de varios pitidos tras el teléfono, la agencia de taxis contestó y pude pedir uno. Sabía de sobra que el