El Coloso del Tiempo. Francisco Gonzalez
DESPIERTA, DESPIERTA!”
La voz femenina del despertador cantó las seis treinta con una tonada extranjera. Nunca supo de dónde venía ese aparato, pero le había costado muy poco y desde que lo había adquirido (casi un año atrás) jamás tuvo que cambiarle las pilas. Fue un trauma en su momento no encontrar quién pudiera arreglarle el despertador de cuerda que le había quedado de su padre, pero más traumático aún fue tener que entrar en un shopping y comprar un despertador nuevo. Los cambios no le agradaban mucho, sin embargo, ese aparato fue toda una excepción, decía que estaba bendito. Y sí que lo estaba, por lo menos hasta hoy cuando las tres veces que cantó “despierta”, la voz se fue desvaneciendo hacia un grave despertar, duro y apagado hasta que el reloj, de buenas a primeras, se apagó por completo. «No se puede estar bendito por siempre», se dijo, y deseó que esa fórmula funcionara también al revés.
Fórmulas, todas las mañanas tenían fórmulas:
Primero se sentó a noventa grados, tomó de su mesa de luz el reloj que ya se había muerto y apretó de todas formas el botón de la alarma, luego dejó el aparato y tomó con el mismo cuidado el estuche de sus anteojos y se los puso con metódica precisión. La cama estaba perfectamente estirada, como si no hubiera dormido nadie en ella, se salió con sumo cuidado y estiró el cobertor a rayas verticales celestes y blancas, como las cortinas y su pijama. Caminó sobre la alfombra del cuarto hasta el baño, se lavó los dientes y luego de una ducha, se secó con una toalla que ya en la mañana anterior había dejado preparada para la ocasión, se vistió con la ropa interior y unas medias blancas que le llegaban un poco más abajo de las rodillas. Arrojó la toalla mojada al cesto de limpieza que siempre estaba vacío, pues no dejaba pasar ni un día de trabajo a ese lavarropas suyo; tomó otra toalla entre sus manos y la dobló, matemáticamente, en exactas fracciones hasta quedar como un cuadrado impecable, y repuso con ella el lugar de la anterior en el anaquel superior del armario empotrado del baño y quitó la del anaquel inferior para ser utilizada mañana por la mañana.
Con esa ridícula apariencia, entre la desnudez y el esperpento, planchó la camisa a cuadros y su pantalón de jean gastado. «Fórmulas, todo tiene sus fórmulas». Se vistió, se acomodó la corbata frente al espejo que tenía colgado junto a la entrada, y trató de disimular esa calvicie incipiente haciendo unos malabares con algunos cabellos que seguían siéndole fieles. Se pasó el dorso de la mano por la cara para corroborar que esa afeitada compulsiva seguía lisa y correcta. Volvió al estudio y buscó entre una multitud de libros, uno de mitos y leyendas que ya tenía leído una veintena de veces, lo guardó dentro de su maletín negro y salió para el trabajo.
Bajó del cuarto piso por las escaleras, era su manera de luchar contra el presente, que tan hostil le parecía. Podía pedirse un taxi, en definitiva, eran diez cuadras, no era mucho, pero ¡ojo! que tampoco era poco. Podía, pero nunca lo hacía, a fin de cuentas, siempre decidía caminar. Decidía todas las mañanas mal, en la séptima u octava cuadra siempre lo descubría, cuando las chicharras de los estacionamientos sonaban con ese agudo molestar de ciudad, cuando las bocinas se hacían ese denso aire que se respira entre el pavimento caliente y los toldos bajos de los negocios al borde de la ilegalidad, cuando los semáforos uno tras otro priorizaban al mecánico girar de ruedas más que a los transeúntes de a pie que, ya era un hecho, habían perdido su derecho a caminar por el mundo. Así transitaba las últimas dos cuadras profiriendo insultos silenciosos porque era demasiado cobarde para gritarlos a todo pulmón, y terminaba con sentencias sublimes, como si, realmente, creyera que alguien lo escuchaba: «este mundo está hecho para los autos, ya no está hecho para la gente».
Era increíble, o eso le parecía, que no hubiera ni un solo cartel de camino a la escuela, ni uno solo y pensar que habían puesto un millar hacía unos días. El edificio estaba oculto entre los esqueletos de dos torres inmensas y una igual de inmensa enfrente (que algún día serían grandes palacios de cristal para los verdaderos capitales), pobladas de albañiles con chalecos naranjas y verdes fluorescentes haciendo ruidos, como él los entendía, innecesarios, mas solo molestos y tortuosos, pero hasta ahora, aunque no se sabía cómo, el edificio de la escuela todavía estaba allí, en medio de gigantes. Afuera, como era habitual, por lo menos durante estos últimos tres meses, un campamento de obreros trabajaba cada vez más cerca de la escuela con esas máquinas que percutían el suelo, el oído y la paz que debería reinar en un aula de una institución educativa.
Es posible que todo ese colorido visual de naranjas y verdes fluorescentes que invadían un espacio que, generalmente, no pasaba de un opaco gris, en definitiva, muy pacífico y estático, hiciera de su estadía en el colegio una confusa experiencia.
¿Pero era eso lo que lo confundía?
Las manos le traspiraban un poco al empezar a caminar esos veinte metros finales hacia la puerta de la escuela, el maletín comenzaba a resbalarse por lo húmedo de su timidez, tenía una especie de aceleración en el pecho, un palpitar insistente y podría jurar que los labios se le llenaban de electricidad y deseaba con todas sus fuerzas morderse hasta sofocar esa misteriosa presión. «Tengo cuarenta años, no puede estar pasándome esto».
Cruzó el umbral y algunos jóvenes reunidos en grupos murmuraron una ristra de comentarios negativos a causa de su presencia, algún que otro silbido, y hasta un insulto algo tapado, muy difuso para levantar cargos, muy certero para ofender, pero «uno se acostumbra». Siguió atravesando un gran patio principal al que daban todas las puertas de las aulas, llegó hasta el otro extremo con impaciencia y temblando como una hoja. Abrió la puerta de la dirección y buscó su nombre en el libro de asistencia del personal, firmó y antes de cerrarlo se aseguró de saber si ella había venido o no. Cerró el libro, saludó al director, amistosamente, pese a estar seguro de que ese viejo granuja lo odiaba con todo su ser. Salió y se paró junto a la puerta de su curso a esperar, tal vez por la campana.
Todo tiene sus fórmulas, pero esta no la tenía. Qué hacer allí sino dar clases, todo el tiempo restante era un transitar desorientado entre pasillos y salones, qué hacer para sobrevivir en la realidad, esa no se la sabía. Tomó un pañuelo del bolsillo del jean y se secó las manos, al tiempo que observaba el desbastado edificio desde adentro. Pretendía estar observando a sus alumnos, a los que solo por ética profesional seguía tratando de enseñarles, pero no eran, precisamente, amistosos ni interesados por sus competencias. Pretendía estar observando la pintura que se desprendía de las paredes, el charco de agua que se formaba todos los días en el centro del patio por quién sabe qué tubería pinchada, pretendía estar interesado en algo más mientras, enfrente, los más pequeñitos llegaban y abrazaban a su maestra, amorosamente, al grito agudo de “seño, seño”, uno tras otro, y ella se agachaba y les correspondía, y esos niñitos, «pequeños pervertidos», la apretaban cuanto podían y se enredaban a propósito en su rojiza cabellera y besaban su tersa piel y su rostro deslumbraba de juventud y felicidad, y esos niñitos eran unos «pervertidos suertudos».
Y siempre le ocurría lo mismo: sus alumnos, que eran unos diez, tal vez menos, entraban al aula por enfrente suyo después de la campana que nunca había escuchado y él, como un imbécil, parado al lado de la puerta esperando solo dios sabía qué. La jovencísima maestra jardinera hizo pasar a todos los niñitos, despidió a las madres que venían a traerlos y, misteriosamente, antes de entrar al aula, se dio vuelta, (¡y es que era tan raro!, porque él era para el resto del mundo un ser invisible; con ese atributo mágico, si existiese la magia, era una niebla imperceptible) y cruzó su mirada con la de él, meneó la mano derecha y sonrió; él, después de meditarlo, llegó a la conclusión de que ni siquiera reaccionó, de que se quedó estupefacto mirando el gesto, de que ella entró, cerró la puerta y comenzó la clase. Y, cuando entró en razón, el aula estaba vacía y no se escuchaba más que el griterío de sus alumnos que, solos en el aula, gestaban un combate de papeles, parapetados en sus pupitres. Entró apurado por la situación, pero detenido, liviano, pacificado.
—Silencio —dijo tan falto de convicción que incluso él creyó no haber mencionado palabra.
No cesó el griterío hasta que el director entró a pacificar a los alumnos. Claro que era efectivo el viejo director, pero era vergonzoso a tal punto, después de veinte años de experiencia, no poder manejar a una manada de impiadosos jóvenes siendo que