El Coloso del Tiempo. Francisco Gonzalez
y casi al instante se dio la vuelta dirigiéndose hacia una puerta que seguro conducía a un patio trasero. Se sintió un curioso, de esos que podrían ser mal interpretados: un mirón. Quiso saludar, pero prefirió evitarse más incomodidades, entró al baño sin prestarle más atención a la vieja, se sacó los lentes y se mojó la cara, se vio tremendos derrames de sangre en los ojos y decidió que debía irse.
«Llegó la hora de irme», avisó al salir al living ante la mirada de Luis que parecía insinuar que su presencia le molestaba, y Eva lo condujo hacia la salida, por el mismo pasillo que ahora le había parecido demasiado corto con respecto al que recordaba haber recorrido. Cruzó la puerta y se dio la vuelta para decirle algo, pero se quedó mudo al verle las pecas y el esplendor de su pelo rojizo.
—Gracias, Miguel, espero que este sea el comienzo de una gran amistad.
«Sí, sí…», comentó por dentro mientras que lo que pronunció, realmente, fue «espero lo mismo Eva, gracias por invitarme», como si en verdad hubiera hablado un autómata digno de Mary Shelley.
No obstante, se fue caminando a casa, increíblemente feliz por haber superado la prueba, con un mínimo de tristeza asomando por ver sus ilusiones rotas.
Se había alejado por lo menos una cuadra de la casa de Eva en medio de una noche cerrada, cuando se le reveló lo efímera que era aquella felicidad que había sentido cien metros atrás, pues la tristeza que apenas insinuó en su alma cuando se despidió se hizo, físicamente, presente en un santiamén. Caviló sobre viejas noches de lecturas de Pessoa y su desasosiego, y se vio caminando por la vereda de un barrio perdido en una ciudad hostil, insultándose a sí mismo por ser tan ingenuo, por ser tan poco adaptado al mundo de las relaciones sociales. Se sacó la camisa de adentro del pantalón y se frotó los pelos con un poco de frustración. Pensó en desabrocharse algunos botones de su camisa negra para que el fuego de la bronca se aliviara un poco con la brisa fresca de la noche, lo pensó y lo hizo, paso que raras veces daba. Llegando a la esquina se asustó de muerte al ver a una señora bastante anciana con un bastón bajo una farola, parada simplemente, estática como una estatua, paralizada o perdida. Al buscarle los ojos, instinto automático de un ser humano, la vieja sonrió y Miguel, olvidando los ojos, enfocó su atención en esa boca con sobredosis de encías en donde un único diente afilado era rey. Sin dudas la vieja estaba loca o lo había reconocido de algún lado. Primero sintió ver un fantasma y luego se avergonzó de estar con esa desfachatez caminando por su propio barrio, es que se le ocurrió lo que podrían decirle en la escuela si alguien lo viese de ese modo, «hay formas que se deben cuidar siendo profesor» palabras de alguien más que bien recordó en ese momento. Se abrochó algunos botones de la camisa negra a las corridas, como si estuviera cometiendo un delito al tenerlos desabrochados. Pasó de largo unos metros y giró tratando de ver si reconocía el rostro de la vieja, sin embargo, la anciana ya no estaba más bajo la farola.
Siguió adelante unas cuadras más, y ya de lejos empezó a notar que más adelante había una especie de fogata en el medio de la calle. La decisión más acertada hubiera sido hacer un desvió por otros rumbos porque no era noticia ya que el barrio se había puesto complicado. Quiso aprovecharse de esa cuota de impunidad que suelen tener los profesores de escuela, que ya es sabido que su fortuna es grande en cuestiones de inseguridad, pues parecía que siempre resultaban los asaltantes ser viejos alumnos del profesor, y casi siempre pasaba así, pese a las pocas probabilidades estadísticas que eso tenía. Especuló, obviamente, en todas las chances que tenía, pero eligió continuar a pie en línea recta.
Al acercarse a esa cuadra, desde unos veinte metros, divisó que, efectivamente, algunos de esos jóvenes incendiarios eran alumnos de la escuela donde él ejercía el oficio. Aunque casi todos ellos no eran ni habían sido, puntualmente, alumnos de Miguel, sí reconoció sus rostros y también ellos lo reconocieron a él. Supo a simple vistazo de experto, que por lo menos dos rostros eran de su clase. Ninguno lo saludó o hizo el mínimo gesto y se le ocurrió por qué podría ser aquello: esos muchachos eran del equipo de vóley del colegio, eran los preferidos de Luis y Luis se encargaba de meterles en la cabeza que los peores deportistas eran los que se pasaban leyendo y no entrenaban como ellos hacían en el gimnasio todas las semanas. Eso era traducido por los jóvenes de manera que Miguel y Facundo, el profesor de historia, hacían con sus tareas y actividades de lectura lo posible para empeorar sus habilidades deportivas; Luis lo fue trasformando poco a poco en el enemigo público número uno del equipo de vóley. Tal vez en cierto modo tenía razón, ya que él nunca fue bueno en nada que requiriera una destreza física y sí que se pasó toda la vida leyendo y leyendo. Pero de ahí a que sea una especie de úlcera para los deportistas, eso sí que no parecía ser tan cierto.
Caminó por la sombra, como aconsejaban algunos abuelos argentinos. Aunque cruzaba por enfrente de ellos, los jóvenes no hicieron nada para detener su actividad, es decir que poco les importó que Miguel pudiera verlos o escucharlos. Miró, directamente, hacia ellos para tratar de obligar a alguna mirada a mostrar algo de respeto, pero la indiferencia acompañó ese tramo. Miró de todos modos la fogata que habían hecho y escuchó lo que decían, hablaban de encender un contenedor de basura unas cuadras más atrás, simplemente, para hacer arder algo porque “la noche estaba aburrida”.
«Qué conflictivos», suspiró al tiempo que los observó romper botellas de vidrio contra el asfalto.
Siguió y volvió la vista atrás para mirar si los jóvenes lo seguían, pero tal como dijeron mientras él cruzaba por enfrente, se iban para el lado opuesto del que él caminaba, con palos encendidos enarbolados como si fueran banderas y con botellas de cerveza vacías cantando canciones de cancha de fútbol.
Comenzó a pensar… a pensar que habían sido cuatro cuadras muy accidentadas, y eso que faltaban otras cuatro para su casa. Pensó también en que Eva siempre vivió muy cerca de su casa y eso le sacó una sonrisa que se esfumó con rapidez al recordar que ya había perdido su oportunidad. Estuvo rumiando un rato sobre tantas otras cosas más que iba relacionando, azarosamente, hasta que llegó a la idea de que a tan solo un kilómetro de distancia de su casa (un segundo piso de un edificio de departamentos, expresión de la ciudad que tanto odiaba, como los taxis, las bocinas y los semáforos), había un barrio que se correspondía más con su personalidad. «Qué hago ahí entre el caos de la capital, si caminando apenas quince minutos, podría estar durmiendo al nivel del mar.»
Siguió caminando y descalabazándose, vanamente, y el silencio lo envolvió de pronto, ni siquiera un perro a lo lejos, ni un auto, ni una bocina y eso en la ciudad es muy extraño. Sin embargo, hacía añares que no salía a caminar por la ciudad a tan altas horas de la noche, así que no estaba en condiciones de decir que aquello era anormal. A todo esto, del silencio (es que por la cuestión del silencio que lo envolvía es que resaltó el sonido tan extraño que escuchó) oyó una carcajada ronca, tan apagada como si la hubiera escuchado en su propio oído, sofocada, como imposible de contener; pero «¿quién reía?», se preguntaba mientras le daba vueltas la cabeza como una veleta al viento.
Nunca lo supo, aunque sí notó que el tono de la risa era de una mujer tal vez mayor. No iba a negar que sintió un poco de miedo y que por eso apuró el paso, si bien una imagen se le vino a la mente, como un déjà vu, esas imágenes que lo invaden a uno de repente cuando está mirando el techo y lo sacan de lo que estaba pensando y lo conducen hacia donde quieren, imágenes con voluntad, imágenes como anclas, imágenes extrañas: fuego, fuego y un tejado, un tejado en llamas, un farol, una vela y una antorcha, fuego y una aldaba fría en el medio de un ardor infernal, fuego y una aldaba…
—Mierda, ¿qué fue eso? —exclamó cuando se dio cuenta de que el sueño y el susto eran una combinación poco recomendable—. Aunque… a esa aldaba la conozco. Esa aldaba… ¡Era la aldaba de la casa de Eva!
La incertidumbre no lo dejaba avanzar. ¿Qué hacer?, ¿volver sobre sus pasos y corroborar que estaba casi dormido y tenía sueños fugaces incluso mientras caminaba por la calle?, o ¿seguir y quedarse con la intriga para siempre de lo que significaba aquello que vio? ¿Desde cuándo tenía que cuestionarse cosas como estas? Fue como empezar a pensar que las cuestiones de la imaginación dejaran de ser literatura, y se volvieran un avatar de lo real, fue como pretender que pensar podía