El Coloso del Tiempo. Francisco Gonzalez
descubriendo en ese mismísimo momento que ni siquiera sabían bien qué era un dichoso sustantivo. Que el jardín ya no estuviera era, en cierto punto, un alivio; ella ya no estaría por allí para desnudarlo con su mirada y no tendría que acomodarse su escaso cabello con tanta frecuencia ni bajarse el pantalón de jean que a él le gustaba tener bien ajustado para que la camisa no pudiera escapársele por más que insistiera. Salió muy tranquilo entonces empezando a escuchar, a medida que se acercaba a la salida, un creciente murmullo hasta volverse un aluvión de cantos y gritos.
Al salir, observó lo de siempre sin sorpresa ni estupor. El grupo de resistencia formado por docentes y algunas pocas familias de niños de la institución estaba cantando en protesta a la constructora que había dado, en ese preciso día, las señales del paso definitivo: un camión de más ruedas que metros de largo había sido estacionado junto a la escuela y sobre sí tenía una grúa con un martillo demoledor amarillo reluciente. Ante todo, eso era una provocación. «Todos sabemos que ya no hay vuelta atrás», se dijo, «pero no hace falta desmoronar así la ilusión de algunas personas, deberían dejarlos terminar el año en paz y, al siguiente, dejarlos buscar la escuela entre torres de cristal, como si no hubiera sido destruida, simplemente, como si estuviera perdida por ahí.»
El caso era que el gobierno de la ciudad, defensor acérrimo de las empresas y no de los ciudadanos (portadores ellos de una falsa consciencia que no les permitía votar candidatos más representativos y terminaban por elegir a estos que obraban, exactamente, en contra de lo que necesitaban en realidad), apeló con inteligencia a un vericueto legal en que una escuela puede ser cerrada por falta de matrícula y obró así en consecuencia, haciendo que el alumnado pidiese pase obligatorio al igual que los maestros que serían trasladados a otros establecimientos. Esto activó una fuerza opositora fuerte, aunque flaca en número, que se resiste todavía y desde ese primer momento a pesar de ser inevitable su final.
Los contratos de construcción ya estaban firmados y acordados los plazos, solo quedaba un desalojo formal, pero al haber niños de por medio todavía no se había instrumentado formalmente. Y los docentes, por órdenes del director (que pertenecía al grupo de resistencia), seguían asistiendo con regularidad al trabajo como si nada pasara. Muy a pesar de tener un alumnado más que diezmado y un clima de tensión constante que no facilita en nada el aprendizaje. Hasta aquí las cosas.
El grupo de resistencia se puso más agresivo y, con una bocina, la voz del director habló claro y firme: “Si van a destruir nuestra casa, háganlo ahora mismo enfrente de nuestros ojos, ahora mientras vemos sus caras y sus risas disfrutando de echar abajo estos muros que hicieron felices a tantas familias. No voy a dejar que tiren abajo mi escuela sin pelear por ella.”
Miguel sintió vergüenza, sintió un fuego en el pecho que intentó por todos los medios sofocar. Claro que estaba equivocado, claro que el director tenía razón, claro que no entendía lo que era pelear. Encima ahí estaba ella, Eva, metida entre los docentes gritando una y otra vez, peleando con sus capacidades para hacerlo. «Cada individuo tiene sus armas, menos yo», se dijo. Era claro ahora, claro que no era digno de ella.
Eva pareció interpelarlo, pero no fue más que un vistazo rápido a los que estaban neutrales o indecisos. A eso, como a una pregunta de examen, le ofreció su mejor respuesta: se acomodó los anteojos, pegó la vuelta y se volvió caminando a su casa.
Se sentó en el sillón y empezó a darle vueltas a la invitación por enésima vez, pensando en lo inútil que sería ir, qué haría, se hundiría en su timidez, no conocía a nadie, tal vez a uno o dos compañeros de trabajo en los que Luis estaba incluido, y eso era otra cosa en contra. Pensó en que quizá no tendría jamás otra chance así, otro regalo del Olimpo como creyó que era, porque no había otra explicación al hecho de que no fuera mágica, cósmica o mitológica (que son, en definitiva, otras maneras de decir literaria). Se vio volverse un pesado, uno de esos lastimosos que se creen perjudicados por la existencia misma y que todo lo que son y les ocurre es lo peor que le puede ocurrir a un ser humano, y que se justifican pensando en que serán realzados en otras vidas por los males soportados en esta. Se vio y se sintió un tipo insoportable y se gritó, literalmente, a sí mismo: «Basta».
Tomó coraje y se convenció de que iría, soportaría como todo el mundo la vergüenza y las miradas intimidantes y rompería sus propios límites. «Esta es la fuerza de las revoluciones después de todo». Miró el reloj de pie que su abuela le había heredado y calculó, fácilmente, que faltaban unas tres horas para la reunión en lo de Eva. Planeó prepararse en ese momento, porque la falta de práctica en vestirse para la ocasión podía costarle más tiempo que el debido y luego, una hora antes de salir, le compraría algún presente de camino.
Tras darle mil vueltas a su ropero, logró sentirse cómodo con una camisa negra y un jean bastante viejo pero que nunca había usado, comprado el año pasado, y que no quería usar hasta que los otros, gastados hasta volverse blancos, ameritaran un cambio. Se miró varias veces al espejo y se afeitó, aunque no lo necesitara. Se peinó otra veintena de veces, aunque no hubiera mucho que peinar y terminó por sentarse en el sillón a matar el tiempo. Los ojos se le irritaron y tras quitarse los lentes se frotó reiteradas veces. Con la invitación en las manos, siguió pensando de todo un poco hasta que comenzó a costarle mantener los ojos abiertos.
Un Monte, el mismo monte. La misma tormenta.
—…Poseen una fortaleza física sin igual, fe en ellos mismos al punto de la egolatría, firmeza de carácter, determinación, valentía, arrojo; pero, también, prudencia.
—Así eran ellos, eso le demostraremos a Crono, ¿no?, que siguen existiendo, aunque se vean diferentes y hayan cambiado un poco —contestó la muchacha mientras seguía a las mujeres por el valle.
—Le demostraremos que podemos seguir en este lugar conservando nuestros atributos, le demostraremos que ni su fuerza puede cambiar ciertas cosas.
—Mis hermanas son benévolas, chiquita, quieren hacer que entiendas la totalidad de los sucesos futuros, cuando lo más importante ahora es que comprendas tu pequeña porción en el acontecer.
Al decir esto detuvieron la marcha y las señoras rodearon a Hebe.
—Sé lo que tengo que hacer, señoras. Comprendo, perfectamente, a dónde nos dirigimos y qué es lo que tengo que hacer ahí. Caminemos más rápido, temer ha salvado a muchos más que a mí, por ahora. Aprovechar que Crono está lejos puede ser nuestra ventaja.
—Pero ¿qué estás diciendo, Hebe? ¿Acaso Crono te alcanzó sin que lo sepamos y te robó lo único que nos hace especiales? ¿Acaso ahora temés a la muerte más que a la simpleza? ¿Con quién creés que estás tratando? —La señora de la antorcha recitó palabras de una hermosura comparable a su ininteligible significado, y una reverberación de luces y destellos germinaron en la madera de la antorcha, prodigios de singular belleza. La madera seca y muerta se volvió un verde florecer de hojas y el fuego, una rosa de increíble tamaño.
La jovencita observó con admiración el prodigio de la rosa y la vio volverse un báculo brillante que la señora apoyó en el suelo con una suavidad tal que el estruendo que hizo al golpear el suelo fue su opuesto exacto. La muchacha radiante de juventud cayó de bruces y sintió su mano derecha lastimarse al hacer un mal contacto con el mismo suelo enigmático que fue conmovido por el báculo.
—No debés temer a Crono tanto como a tu propia y escondida voluntad de rendirte. Abandonala ya mismo o no podrás seguir con nosotras.
La joven se puso en pie frotándose la mano derecha con la izquierda como una respuesta impronunciable. Las tres señoras aceptaron el gesto y la invitaron a seguirlas a bajar por el monte.
Tres golpes a la puerta de su casa lo despertaron. «Por Dios, ¿qué hora es?» saltó del sillón con el arco de los anteojos marcado en la nariz y se fue apurado a la puerta. Preguntó quién era unas tres veces y, después de no recibir respuesta, abrió, imprudentemente. Nadie allí, nadie en todo el pasillo. Quizá lo soñó, pero de lo que Miguel estaba seguro era de que ya no llegaría a comprarle ningún presente a Eva y que llegaría tarde y que todo lo que había planificado