El Coloso del Tiempo. Francisco Gonzalez

El Coloso del Tiempo - Francisco Gonzalez


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de vida, «¿por qué tengo esta paranoia de pronto?», se cuestionó, «si no tomé nada, ni siquiera comí más que una o dos porciones de pizza.»

      —¡Por Dios! —exclamó con furia ya que sentía que iba a tener que desandar el camino, si no, una sensación de culpa lo iba a molestar hasta que viera a Eva el lunes en el colegio.

      Emprendió entonces el regreso a toda prisa, rememorando, amenazadoramente experiencias ya olvidadas con su padre.

      Se detuvo en la esquina de la casa porque sentía que iba a sufrir un infarto. Es que el corazón se bamboleaba dentro de su pecho ni bien había visto el fuego en el tejado aún de bien lejos y más se le enloqueció el corazón cuando sometió a su cuerpo a un esfuerzo para el que no estaba preparado al comenzar a correr a un ritmo desesperado. Se detenía cada vez más seguido a medida que iba llegando y respiraba a sorbos tan profundos que parecía que sus pulmones iban a estallar.

      «¿Dónde estaba toda la gente?», se preguntó al echar un vistazo y encontrar que no quedaba ni un auto en la cuadra y que ningún vecino había asomado el hocico. «Auxilio», gritó. «¡Auxilio carajo!»

      Se calentó la cabeza, de modo fugaz, indagando de dónde provino esa muestra de carácter, que ni siquiera le había parecido haberlo pensado en lo más mínimo. Y ahí fue que oyó muy lejos una sirena acercándose y lo vio a Luis descamisado frente a la casa en llamas.

      —¿Dónde está Eva? —le inquirió Miguel con firmeza, tal si fuera otra persona en ese ineludible minuto.

      —No sé, yo me fui y volví porque me olvidé una cosa, y cuando llegué, el techo estaba en llamas.

      —¿Eva salió?

      —No sé, Miguel… Voy a entrar porque los bomberos no van a llegar a tiempo si Eva está adentro.

      Miguel pensó que ese arrojo de valentía era correcto y lo alentó por eso.

      —Tomá, ponete mi camisa en la cabeza —se sacó su camisa negra y se quedó con el pecho desnudo, con la vergüenza que le daban los pelos de sus hombros y la panza incipiente que se le estaba formando con los años de sedentarismo—, y creo que la madre de Eva estaba en la casa, es una mujer mayor. Sacalas.

      Luis lo miró a los ojos y Miguel, con toda su inexperiencia en esa clase de circunstancias en que dos seres humanos se ofrecen a través de la mirada, percibió una flaqueza, la incertidumbre y el miedo destellaban en la vista de su temerario rival. Recordó cierto pasaje en que Aquiles, al atender una oferta de un Héctor, a sabiendas inferior a sus capacidades combatientes, le dijo: “no hay pactos que valgan entre leones y hombres”. Por qué pensar en ese pasaje, por qué hacerlo en ese momento. Un poco de autocontrol habría sido muy honorable en aquellas circunstancias, especialmente, porque subyacía en esos recuerdos una convicción de que quizás, en el fondo, él se consideraba un león.

      Lo tuvo claro, Luis iba a seguir preparándose por toda la eternidad, pero no iba a entrar nunca. No había mucho tiempo que perder, así que le quitó la camisa negra que le había dado y la usó para taparse la cabeza y los hombros. Sin pensárselo demasiado y ante la mirada avergonzada de Luis, Miguel pateó la puerta principal sin poder abrirla. Recordó, al instante, su premonición, aunque estuviera todavía incrédulo de aquello, y se repitió: «la aldaba fría». Tomó la aldaba fría como el hielo entre sus manos y empujó la puerta. Se abrió crujiendo y corrió hacia adentro perdiéndose en el fuego.

      Penetró en la casa y se abrió paso a lo largo de un pasillo tan corto que creyó que estaba delirando. El fuego había tomado las paredes y sintió un olor particular como a cera caliente que lo alarmó, hasta que observó que los pelos de su pecho se estaban quemando. Corrió a través del living y allí tuvo esa extraña visión. Vio en la puerta de la cocina a una vieja con unos ropajes inclasificables de color gris, con una vela encendida en las manos. Luego, a través de la ventana de uno de los lados que daba al patio compartido con la casa del vecino, vio a la misma señora con un farol en su mano izquierda y, al parpadear con incredulidad, vio a la misma anciana (u otra anciana idéntica) con una antorcha encendida en su mano derecha sonriendo, ostentando su único diente cerca de la puerta trasera. La anciana lo miró un instante entre las llamas furiosas y, en el momento en que sus miradas se encontraron, notó que la anciana tenía un solo ojo y que, metiendo los dedos anquilosados de su mano libre dentro del cuenco marchito, se lo arrancó y se lo enseñó con cierta suficiencia burlona. Miguel vaciló al ver ese espectáculo macabro y salió por la puerta desestimando sus delirios de fuego.

      Apenas desapareció la vieja, o apenas Miguel volvió a la cordura, el techo se desplomó en la mitad del living, tapó la salida trasera y destruyó toda la cocina. Luego, otro estruendo y un grito de auxilio. El grito desesperado venía de entre los escombros y creyó lo peor. Se acercó traspirando y medio sofocado y ni siquiera pudo remover ni una sola madera de los escombros, ya que al primer intento se quemó toda la palma de la mano. «¡Mierda!», gritó, «¡Eva!, ¡¿dónde estás?!»

      Sin embargo, su exclamación fue una desesperanzada frustración. Pensó en dejarse morir, pero no era lo suficientemente valiente para eso. Comprendió sus emociones en el medio de ese infierno y se dio cuenta de que iba a llorar, iba a explotar en llanto en cualquier instante porque entendía que había superado sus posibilidades y ni siquiera dando más de lo que podía dar había logrado salvarla.

      Otro grito muy apagado de Eva se escuchó allí y lo confundió aún más porque parecía provenir de un sitio más alejado de los escombros derrumbados y no supo cómo hacerse con ese lugar cuando el peligro de morir ya era incuestionable. Un estruendo poderoso, el ruido y la furia del fuego se hicieron sentir y una madera, que podría haberlo matado, no lo tocó por la fortuna que a veces tienen los idiotas y los que ignoran, puesto que quiso que cuando cayera ese trozo incandescente directo sobre él, este se quebrara por la mitad y saliera, milagrosamente, ileso. Notó el hecho azaroso y tomó coraje, corrió unos metros y se dio cuenta de que, si rodeaba con cuidado las llamas y los escombros, podría acceder al cuarto de Eva y al baño que ya bien conocía de la velada anterior y tal vez encontrar el lugar donde estaba escondida.

      Se figuró una especie de divina comedia de tercer orden en la que él, un Dante de los suburbios de la Capital Federal, se adentraba en los círculos infernales en busca de su literaria Beatrice, su Eva Portinari idealizada. Y debo conceder que no está mal buscarse motivos para darse aliento, para encontrar en el universo coincidencias en tiempos distantes, para saberse unido a destinos tan dispares como los que lo hermanaban con el poeta laureado, porque ante la muerte vale todo, hasta la soberbia de comparar el todo con la nada.

      Al estirar la cabeza como si fuera que observaba desde un precipicio, no vio más que llamas en la habitación y un pequeño roce con la pared ardiente hizo que perdiera sus anteojos en las llamas. Maldijo y se desesperó, ya que sin ellos se sentía incapacitado. Trató de pensar en Eva y entendió que solo quedaba el baño hacia el otro lado para seguir su búsqueda. Se arrastró casi al borde del desmayo y llegó a la puerta. La abrió y entró; cuando estaba por blasfemar al cielo, corrió la cortina de la ducha y vio dentro a la muchacha casi desfallecida envuelta en su vestido amarillo como si fuera un caparazón. La tomó entre sus brazos y atravesó el infierno con ella.

      Al salir de la casa en llamas con la muchacha en brazos, lo primero que vio fue a una muchedumbre reunida esperando para llorar o aplaudir. Sintió el cansancio de sus brazos y el ahogo en los pulmones. Sintió que vacilaban sus brazos y depositó sobre el césped a Eva con la pantomima de hacerlo con todo el dominio de la fuerza. Ni bien tocó el suelo, fue asistida por bomberos y un enfermero bastante joven en apariencia. Al final aplaudieron y Miguel se sintió, totalmente, indignado pensando en que nadie había tratado de ayudarlo cuando estaba dentro de ese infierno y ahora, todos ahí, simplemente, festejando los esfuerzos de otro. Trató de desenmarañar la camisa con la que se cubrió la cabeza, pero estaba quemada y la tela se había pegado y fundido de tal forma que era imposible de volver a usar. Por suerte, un bombero le dio una manta para cubrirse la vergüenza de su cuerpo flácido, pues el frío no le importaba demasiado.

      Luis se acercó hacia él a paso lento, inseguro.

      —Justo


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