El Coloso del Tiempo. Francisco Gonzalez

El Coloso del Tiempo - Francisco Gonzalez


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identificado todavía de forma clara, ya que no creía que fuese su circuito de pertenencia el de la educación pública. Y al fin todo se limita al pensamiento del profesor de Literatura, siempre creen que están hechos para algo más, están convencidos de que dar clases es solo la excusa, es, meramente, aquello que los retrasa para su verdadero propósito que, como en todos los casos de este tipo de profesores, nunca lo encuentran antes de envejecer lo suficiente como para que sea nada más que una frustración de esas que se llevan a la tumba con remordimiento infinito. No cesaban las maquinaciones que, aunque maquilladas de pensamientos poéticos, no escapaban del “para qué estoy acá” del ser humano promedio.

      Sacudió la cabeza sabiendo que era tiempo de caminar entre los mortales y apretó los párpados buscando un respiro en su cerebro incansable. Abrió los ojos y la imagen angelical de Eva lo llevó a su faceta más combativa, si es que la tenía. Decidió entonces mantenerse fuera de la visión de los jóvenes y los presenció en ese rito diario que es la entrada al instituto, como un curioso que nada tiene que ver con esa rutina, fisgoneando, tratando de ver lo que hacían a escondidas, cuando nadie los observaba, cuando nadie los limitaba con su mirada adulta. Entre la multitud de actitudes juveniles típicas, en las que se inscribían manoseos, saludos exageradamente joviales, griterío para algunos más populares, deferencia para unos pocos afortunados, indiferencia para unos cuantos infortunados quién sabe por qué tipo de consideraciones (tal vez la ropa que eligieron vestir, quizás el corte de pelo que llevaban, un acento atípico o una complicación insalvable a la hora de relacionarse con otros, por timidez o franca estupidez), no encontró nada de lo que pretendía identificar: una complicidad, un cuchicheo al oído, una celebración morbosa, un saludo de espanto entre algunos jovencitos que se creían muy buenos deportistas.

      Miguel se convenció, al verse reflejado en los escaparates ahí fisgoneando, de que se estaba tomando demasiado en serio su rol detectivesco, su búsqueda de la verdad no podía relacionarse con impulsos emocionales, sino cometería errores y para los errores estaba mandado a ser. Es que venía pensando, al divisar el colegio ahí tan cerca, después de que casi lo atropellara un auto y de que se decantara por creer que su acercamiento a Eva le había traído la mala suerte, que tendría que tratar de averiguar algo que sustente su arriesgada hipótesis y para eso debía observar a los jóvenes incendiarios y a Luis, su sádico capitán. «Sos su profesor, Miguel. Qué mejor que observarlos, plenamente justificado, por el aula, donde nadie puede decirte nada», se dijo, y aceleró el paso al ver que el portero del edificio lo miraba como si observase a un loco haciendo su arte en la vía pública, apoyado en la columna oteando como un policía encubierto.

      Entró en la institución, finalmente, y lo primero que hizo fue acercarse a la oficina del director para contarle el accidente de Eva y enterarlo así del motivo de su inasistencia. Cuando comenzó a hablar, con lo mucho que parecía costarle esa acción tan común en el pasado inmediato, con rapidez el director, todo desarreglado como si estuviera vistiendo esa camisa y ese saco desde que lo habían nombrado director, lo detuvo con la mano alzada para advertirle que Luis ya lo había enterado de todo. No faltó un agradecimiento por la intención de Miguel, aunque él, por su parte, se fue lleno de furia tan pronto como escuchó de los labios del director ese nombre tan desagradable. «Ese tipo es de no creer, quién le da derecho.»

      Las dos horas hasta el recreo le darían el suficiente tiempo para planificar qué le diría a Luis y de qué modo lo haría, porque todo eso de hacerse el buen tipo no podía dejárselo pasar. Desde cuándo él se portaba como el marido de Eva, si no había puesto lo que había que poner para llevársela. Y reflexionó, otra vez, como una compulsión indetenible, y se insultó a sí mismo por haber considerado a la muchachita como un premio de los machos, una cosa que se gana por poner algo sobre la mesa. «Qué estupidez.» Salió de la dirección y se fue enfilando hacia su curso sin mirar al otro lado del patio donde Luis tomaba el presentismo a un grupo de primer año, tragándose todo eso que le nacía allá donde vive y muere la bilis.

      Vio a los incendiarios entrar apretados, empujándose, una masa informe constituida por el aglutinamiento de cuerpos excitados y descontrolados a través de un embudo, ¡y vaya misterio!, siempre lograban entrar todos a la vez. Pasó Miguel tan pronto todos ingresaron. Se acomodó en su escritorio, abrió el maletín y quiso sentarse casi al mismo tiempo, pero se salvó a tiempo de no caer de bruces al piso cuando reparó en que su silla no estaba donde convenía. Se abrió paso entre “la balacera” pensando cuál debería ser la palabra justa que designara, correctamente, a una balacera, pero de papeles. Se estiró como pudo hasta una silla más o menos en condiciones y volvió, ahora sí, a su escritorio. Se sentó y rebuscó en su maletín entre la gran cantidad de posibilidades que tenía de trabajos ya probados en cursos anteriores y otros que había pensado, pero que nunca había llevado a la práctica con ningún grupo real. Eran tantas las posibilidades que, a su juicio, le parecieron ninguna. Se dio cuenta de que, de hecho, no había preparado nada especial para aquellas hordas que bebían su inseguridad, que crecían y se envalentonaban solo con un pequeño sorbo de ese fluido que brotaba de todo Miguel. Por un segundo, al mirar al frente y ver los vestigios de una escaramuza medieval, quiso ser salvado por un milagro, pero en un instante recordó cierto pasaje de algún libro de ficción: «no tentarás al señor tu dios», cuando yo sé con certeza que el dios de Miguel era la suerte. Sacudió el papelerío de su maletín más por rabia que por necesidad y vio entre viejos trabajos manuscritos, de los cuales ni siquiera podía reconocer su letra, el libro que había tomado, maquinalmente, por la mañana mientras pensaba solo él sabe qué. Lo observó: eran los Diarios de Kafka ¿De qué podría servirle una autobiografía de una personalidad tan compleja como la del escritor checo, si estos chicos no podían entender una consigna tan simple como «saquen la carpeta y pongan fecha de hoy?» A pesar de todo lo desacertado que le pareció haber traído ese libro a clase, tuvo una agradecida epifanía.

      Un milagro ya había sido obrado para él suficientes veces en estos últimos días. «Mejor sería», se dijo, «utilizar mis años de docencia e improvisar, los necesito tranquilos —y si se puede soñar en grande, trabajando—, ocupados en algo.»

      —Muy bien gente, hoy vamos a trabajar con el género autobiográfico —dijo al tiempo que se ponía en pie, libro en mano, y era superado mil veces por el poderío de las voces embravecidas—, ¡jóvenes, por favor, tranquilos, tomen asiento, silencio! —nadie osaba detener el ritmo orgiástico en que se sacudían; se proferían insultos, se tocaban y se golpeaban. Nadie parecía notar la presencia de Miguel en el aula. Aunque se había parado frente a ellos y había levantado la voz en un último recurso desesperado, todos parecían prescindir de él, como las proyecciones de la isla de Villings hicieran con el Fugitivo enamorado. Miró en la dirección de la puerta intuyendo que en no muchos minutos más, el director o algún preceptor se aparecerían para apaciguarlos ante la vergüenza insoportable de su propia incompetencia. Volvió la vista a la turba y cerró los ojos frustrado por su liviandad, conociendo, irrefutablemente, que su peso específico en la mismísima realidad era imperceptible. Un recuerdo de palabras y de sonidos precisos se le vino a la boca como un vómito y no osó detener su influjo, pronunció: —¡A TODOS, a vosotros!, los silenciosos seres de la noche que tomaron mi mano en las tinieblas, a vosotros, lámparas de la luz inmortal, líneas de estrella, pan de las vidas, hermanos secretos, a todos, a vosotros…

      El silenció se cernió sobre el curso, algunos atontados por obra de las palabras embriagadoras quisieron sentarse y cayeron secos en el suelo marrando los bancos. Otros lo miraban esperando un poco más, como el adicto que necesita una nueva dosis desesperada, así expectaban más poesía; otro grupo pequeño en las mesas de adelante se apresuró a abrir la carpeta y anotar los versos que resonaban en el eco del recuerdo inmediato, como el que toma una fotografía de un momento especial tratando de conservarlo para siempre, y luego esos escribientes memoriosos eran consultados, calurosamente, por el resto de los compañeros: “que qué viene después de tinieblas, que qué antes de hermanos secretos” y sin proponérselo demasiado los tenía, como por arte de magia, en un clima de trabajo ideal.

      —…Muchos han logrado hablar de sí mismos, de generar una literatura de su propia historia. Pero ese no es el punto que me interesa destacar, a saberse, la autobiografía también es literatura, y como hablamos siempre, la literatura


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