El Coloso del Tiempo. Francisco Gonzalez

El Coloso del Tiempo - Francisco Gonzalez


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inmolándose y continuaban hacia el patio en procesión, con la prolijidad que, ahora estaba seguro, otorgaba el abatimiento de espíritu.

      Algunos rompían esa ritualidad, imperceptiblemente, con solo una mirada, pero con eso bastaba para romper la magia de la intimidad de todo rito, que solitario no conoce depositario ni verdugo en dicho sacrificio. Unos cuantos, más combativos, le echaban miradas venenosas, encendidas de odio, incendiarias. Miguel pensó en su mente de profesor de Literatura, qué autor había definido mejor esa clase de oteo feroz, «¿dardo de la vista?», intentó, y se encontró recordando «sus ojos disminuían de tamaño, cambiaban hasta de etnia, se achicaban, se achinaban, y se alargaban como hendiduras de afilado cuchillo, se volvían brillantes como fríos descendientes del sol, y tan pronto como yo era alcanzado por ellas, me enteraban cómo la muerte me encontraría tarde o temprano», sin embargo, no podía hacerse con el nombre del autor y todo se fue mezclando en una fracción de segundo porque, a esa altura, si se lo había inventado o si era verdadero recuerdo, él no podía distinguirlo; de todas formas su estado y la situación que vivía en aquella misma aula era propicia para generar una literatura de ese tipo. Se dijo, finalmente, que no podría saber si se lo había inventado o si lo recordaba por haberlo leído, porque sabía de hecho que las miradas que se reproducían en ese espacio eran idénticas a las que podría haber vivido ese supuesto autor que recordaba o que se inventaba confundido. «Pierre Menard, autor del Quijote», evocó, «Miguel Ruiz, chiste de Borges», dijo, alegremente. Pensaba y pensaba y ese era el motivo de su locura, porque para enredarlo todavía más, incluso esas miradas supuestas que inspiraron a ese supuesto autor, pudieron también ser imaginadas, producidas lisa y llanamente como y para el artificio. Pero pensaba, y eso no favorecía a nadie. Incluso, estaba ya al tanto de eso, en lugar de un mínimo beneficio, ese viento huracanado de la mente lo perjudicaba todas las veces que se desataba. Creyó entrever las consecuencias de su conclusión, y temió por vivir en una ficción tan multiplicada que encontrar la salida a la realidad podía volverse un despertar.

      Salieron todos y el murmullo que se levantaba en el patio lo asustó un poco. Vio a los jóvenes agruparse, los vio discutir y, finalmente, los vio dispersarse por los rincones; si algo había de suceder con las autoridades de la institución, no sería hoy. Se benefició por fin de algo, y en este caso fue del arquetipo adolescente, caótico e indisciplinado, indeciso y, sobretodo, inseguro emocional. Su diagnóstico se basaba en una casuística inmensa que se extendía a través de sus años como profesor y se confirmaba en aquel preciso instante en que no había uno que no discutiera con otro, porque a los que tenían consciencia les pesaba haber querido chantajear a Miguel, un profesor tan indefenso y tan falto de tacto en lo que respecta a las relaciones humanas; y los que carecían de consciencia y querían una revancha, eran de esos que se sientan al fondo de todas las aulas de la vida, que arrojan las tizas y esconden la mano y, cuando las tienen fuera de los bolsillos, no hacen más que apuntar a otros y echar culpas con las manos empolvadas aún de la misma tiza arrojadiza. Había más de dos divisiones, pero por el momento esa miserable taxonomía alcanzaba como justificación de sus peleas a pleno patio.

      Tenía la opción de dirigirse a la sala de profesores a matar esos minutos de recreo y tal vez tomarse un café, pero no lo sedujo entrar último a la sala y tener que saludar uno a uno a todos sus colegas. Era algo a lo que nunca podía acostumbrarse. «Qué mierda de costumbre eso de saludar a todos todo el tiempo», maldijo. Sin decidirlo con firmeza, más solo por inacción, se quedó ahí junto a la puerta del aula.

      Observó desde ahí, particularmente, a los incendiarios, cómo se juntaban como manada de hienas que aullaban y reían en una esquina del recreo. Recordó eso de las novelas policiales de que «nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario» y se odió por unos momentos, pero solo por recordarlo ya que, en el fondo, Miguel se sentía muy fuerte en eso, sabía que esos muchachitos nadaban en aguas turbias y para él no eran necesarias las evidencias, aunque sí las buscaría para los otros.

      Por un momento, se distrajo mirando a Luis que traía a su grupo al recreo desde el gimnasio, luciendo una sonrisa detestable, alabado él como el mejor de todos los profesores. Todos lo amaban, era obvio. Con Luis los chicos jugaban varias horas seguidas; con Miguel, leían y subrayaban, tediosamente, la misma porción de tiempo. En las clases de Miguel, todo era palabras y juegos imaginarios, en su mundo no había roces, no había olores ni consumación; en el de Luis, en cambio, había contacto físico, había provocación, competencia, simulacros de la guerra, había transpiración y cabello suelto. Algunos aman demasiado la realidad y contra eso no hay nada que Miguel pudiera hacer.

      El momento se le presentaba para aclarar cuentas con Luis, aunque no había pensado nada sagaz que decirle, no había planificado nada inteligente y él sabía bien que el terreno de la improvisación solo le valía en el ámbito y el dominio de la lengua, en otros lugares más importantes no le resultaba una opción a considerar. Era más que evidente que no se suponía un hombre de acción. El escritorio y la biblioteca eran su hábitat natural.

      Acertó a dar un paso en dirección a Luis, luego dio un segundo paso mucho más corto, y así como así, se detuvo. Se debatía por entender su decisión, sabía que había dos alternativas muy considerables, pero estaba débil, mentalmente, para elegir cuál había sido el motivo por el que se detuvo en medio del patio sofocando toda intención de arrojo. Una era haber pensado por un breve momento, entre la quietud y el primer paso, sobre quién era él para tomarse toda esa historia tan en serio, si no hacía ni un día que Eva estaba en su casa, si hacía tal vez un día o menos que ella comenzó a dirigirle la palabra; quién era él para creerse con tanto papel protagónico para hacer ese tipo de planteos a alguien que, a su vez, no soportaba ni un poco y estaba visto que el sentimiento era recíproco. La disyuntiva para conocer su elección era haber pensado entre el primer paso y el segundo sobre lo grande y fornido que se veía Luis desde esa distancia, con su pelo de vikingo recogido como las niñas, pero con cuerpo de matón a sueldo, con una repugnante actitud combativa que dejaba a Miguel chiquitito como un alfiler frente a su egotismo extremo y toda su necesidad de sentirse rubio sol del mundo. Es que conocer su decisión lo volvía, al instante, un cobarde o un tipo sumamente considerado. Por esto, prefirió no indagar en los motivos y eso, en definitiva, era confirmar la secreta conclusión subyacente, pues todo renunciamiento, al fin y al cabo, es una especie de cobardía.

      Volvió sobre sus pasos sin que nadie pudiera notarlo y entró en el aula. Se sentó en su escritorio y vio en su reloj de pulsera viejo, de malla negra gastada hasta volverse un gris rugoso, que le quedaban unos diez minutos antes de que los jóvenes reingresaran y él tuviera que irse a otro curso. Decidió seguir con su plan primordial, entonces tomó algunos trabajos y buscó los que más le importaban; encontró el de Nicoletti tras descartar unos cuantos, uno de esos incendiarios que además estaba de a poco absorbiendo la personalidad de Luis, tanto que el profesor Luis y el alumno Nicoletti iban a ser en breve una misma cosa de mierda. Vio que, pese a su desconfianza, el trabajo tenía dos hojas escritas con birome azul, unos trazos puntiagudos llenaban las caras a ambos lados y, antes de leer ningún signo, recordó alguna clase de psicopatías que estudió muy a desgano en la universidad. Se le vinieron a la mente unas cuantas caligrafías y otros tantos nombres, aunque no recordó si eran autores o casos en particular o quién sabe qué. Un eco resonaba en su cabeza, pero como le resultaba imposible juntar los cabos, lapicera en mano, decidió empezar a leer y a tachar:

      Me llamo (blablablá) Nicoletti, estudio en (blablablá), (blablablá) hermanos, mama papa, (ajam)… mis amigos son, (sí, sí, los conozco, querido), (blablablá) estuvimos reunidos en esa esquina asta la madrugada. (Acá, eso, a ver cómo se les escapa la verdad, muchachitos) hablamos con mis amigos de unos videos que bimos en la television, sobre unos chicos que habian bisto brujas verdaderas y ellas manejavan el fuego, por que decian que el fuego era el elemento de los cambios (¡por Dios!, una cosa es tener faltas de ortografía Nicoletti, otra cosa muy distinta es desconocer los grupos consonánticos), no entendimos bien porque, pero decian algo de que el fuego nunca se quedava quieto y donde él (¡bravo, una tilde!) llegaba, las cosas canbiaban, se contagiaban, aunque despues quedaran quemadas y rotas, y como a nunca me habian ocultado nada


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