El Coloso del Tiempo. Francisco Gonzalez
y arraigado que no se lo permitía, sufría por no pertenecer, sufría por ser como era.
Salió por Quiroga, y tal cual había hecho unos minutos antes mientras se alejaba de los muchachitos a los que les había declarado una guerra que estaba bastante seguro de no poder sostener, giró su cabeza por encima de los hombros para mirar lo que había esquivado: estaban allí los padres de sus alumnos, estaban allí profesores, el marido de la portera, un periodista de una radio ignota y estaba allí, al frente del malón, la señorita Eva.
No le sorprendió para nada encontrársela ahí. No le sorprendió tampoco verla reluciente con su vestido amarillo limpio y primaveral, con sus sandalias marrones entre modernas y algo anticuadas, arengando a plena garganta, con el pelo rojizo suelto cayendo liviano sobre su espalda, con el viento soplando solo para ella y toda su frescura. Y supo que a ella tampoco le sorprendió verlo irse calle abajo sin titubear un segundo sobre su conducta pálida y distante.
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