El Coloso del Tiempo. Francisco Gonzalez
en algo así. La realidad entraba en conflicto con la literatura, ya lo había comprobado millares de veces a lo largo de su vida.
—Eva… estaba pensando… ¿estás completamente segura de que el incendio empezó en la cocina? Digo… ¿Estás segura de que la cocina lo provocó?
—Claro que no estoy segura —dijo seria, mientras levantaba las tazas y la azucarera de la mesa—, solo creo que es lo más lógico. Sino ya tendría que pensar en otra cosa. Es más fácil pensar que fue la cocina, porque era un poco vieja y porque pude cometer un error, ya sabés lo que dicen: los humanos se equivocan. ¿No es así el dicho?
—Sí, es así —aunque habría preferido errar es humano.
—¿Por qué lo preguntás?
—No sé, siempre pienso cosas, por nada en particular. Simplemente, me parece que, si fue producido por el horno, hubiera hecho una explosión.
—Qué tonta que me siento. No sabría qué decirte. Yo estaba en mi habitación, salí y me llevé algo de ropa para pegarme un baño. Después de secarme y cambiarme, me empecé a peinar y sentí un calor terrible, abrí la puerta y esa casa era un infierno. No podía salir para ningún lado. Me encerré en la ducha a rezar para que alguien me salvara —dijo acongojada, casi al borde del llanto—. De un momento a otro perdí el conocimiento y no me acuerdo más nada hasta que el enfermero me recostó en la camilla.
Miguel se sintió un imbécil por presionarla así, de ese modo tan poco sutil. Se acercó a ella y la abrazó. A pesar de la tristeza de la muchacha que se apretaba los ojos con ambas manos, él se sintió en el edén cuando la tuvo entre sus brazos. Recordó, por un instante, eso de los pequeños pervertidos y luego pensó que ya no tenía edad para lo de pequeño. En ese encuentro mágico, notó que la mano derecha de Eva no tenía vendajes. Vio que estaba morada e hinchada, aunque no tenía ninguna quemadura. Se tragó su imprudencia naciente y dejó fluir el silencio.
Al cabo de un rato, Miguel tomó una expeditiva ducha y se cambió con lo que tenía a mano. Ella se preparó para salir a comprar y, mientras lo hacía, él la miró, subrepticiamente, enfocado en sus pies porque recordó que había visto en el colegio que tenía los talones lastimados. Vio a la distancia, si se puede llamar distancia, a tres o cuatro metros que separan una pared de otra, que en los talones tenía raspones que estaban casi cicatrizados. «¡Bárbaros, las ideas no se matan!», murmuró, como si algo tuviera que ver el jeroglífico sarmientino con lo que estaba observando. Y mientras se acomodaba un poco el cinturón del pantalón, se dio permiso de asociar su rara evocación espontánea al libre fluir de la conciencia joyceana o a algún manifiesto bretoniano leído alguna vez. Sin embargo, cuando se vio divagando de forma exorbitada (como solía ocurrirle a menudo), sacudió la cabeza como si de hecho los pensamientos fueran moscas en la oreja o como si Faulkner hubiera cambiado, violentamente, de punto de vista.
Desestimó al instante cualquier hipótesis paranoica y se puso a prepararse para ir al colegio. Al tiempo que seguía como podía los pasos obligados de su rutina matinal, un poco alterada por los mentados caprichos del azar, que incluía peinarse esos pocos pelos que tenía, repasarse la barba que era inexistente por su obsesión diaria de la navaja, entrar en su biblioteca y elegir algún libro que pudiera utilizar y guardarlo en su maletín; Miguel pensó (lo único que hacía todo el tiempo, casi compulsivamente, aún más compulsivamente que afeitarse) que ella no tenía plata, es decir, apenas y tenía su vestido amarillo y sus sandalias sucias, que por otro lado era lo mismo que tenía puesto durante la velada de su cumpleaños. «Pero, ¿ella no dijo que se había llevado ropa nueva de su habitación y que tras bañarse se había vestido con ella?»
Por el momento prefirió quedarse con la duda y le dio mil pesos de sus ahorros a Eva que, a pesar de sus férreas negativas, terminó por aceptarlos porque no tenía nada en sus bolsillos ni su documento para acceder a su cuenta bancaria ni una moneda para tomar el colectivo. Miguel le dio una copia de las llaves de la casa y se saludaron, muy afectuosamente, al salir a la puerta.
Partieron por rumbos opuestos. Él pensando locuras; ella, Dios sabe qué.
Se abrió paso entre todos esos artilugios de lo nuevo, a regañadientes, caminando a pesar de sentir la necesidad física de tomarse un taxi. Revotando en los escaparates, pensando, seriamente, en qué parte de su alma se quedaba allí en esos reflejos deformes y opacos. Estaba agobiado por un calor poco frecuente en esa época, «ha ocurrido un milagro: el verano se adelantó», soltó parafraseando a Bioy. Se pasó la mano por la frente y la retiró húmeda de sudor. Se supo agobiado por los cambios, pero, sobre todo, agobiado por su misteriosa voluntad que lo hacía desconocerse de a ratos.
Llegando a las inmediaciones de su escuela, se activaron sus inútiles imaginaciones y pretendió ver una metáfora de él mismo en el edificio de la institución: una escuela histórica fundada por Nicolás Avellaneda en medio, hoy, de torres gigantescas de cristal y rayos de sol reflejados al infinito. Él mismo, habituado a leer letras en papel impreso, en medio de los más prodigiosos productos de la ingeniería; él mismo, consumiendo el producto inútil del pensamiento de un hombre de letras, rodeado por consumidores de productos brillantes de la imaginería de hombres pragmáticos. Lo inútil contra lo útil, lo inaplicable contra el pragmatismo. Siguió en esa línea hasta que decantó en la idea de que, tal vez, la escuela era algo inútil entre todo aquello que aparentaba servir para algo muy trascendente. Quién sabe cuándo se detiene el pensamiento desarticulado y falto de disciplina de un profesor de Literatura, quién sabe hasta qué confines puede llegar con el debido impulso del aburrimiento y de la monótona rutina. Nadie sabe tampoco por qué se detienen, ya que parecen felices inmersos en esa corriente de la mente. Algún impulso misericordioso los arrastra a la tierra otra vez, eso es seguro, se apiada de ellos y los toma de los tobillos, detiene su vuelo y empujando hacia abajo los ancla al suelo, porque alguien, en algún oscuro y lejano horizonte, los ama. Alguien ama a esos inútiles tipos que no piensan otra cosa que en hacerse problemas con lo que se dice o se escribe, con lo que es bello por cómo se lo nombra y por la manera particular en que eso es revelado. Pero ese impulso es misericordioso, tiene voluntad, es como un milagro, algo de Dios; se aparece para salvar a estos inútiles cuanto más nebulosos se encuentran. Y es que Miguel se había aventurado a cruzar la calle sin siquiera considerar mirar a los lados, sin siquiera percatarse de que la fortuna acompaña solo a los valientes y era obvio que él no lo era, más solo por la fortuita concomitancia o la obligación de la urgencia. La bocina de un auto lo aterró y vio que se le venía encima una masa informe de faros y chapas negras y, cuando se vio muerto por una premonición inmediata, dio un paso atrás, totalmente inconsciente de ello, enfocado en absorber el impacto con ambas manos. Ese paso atrás, sumado al volantazo del atento conductor del pesado vehículo, le salvó la vida.
El susto no se le pasaba. Entre las miradas de los transeúntes que lo llenaban de vergüenza y su propio estupor por haber evadido una muerte segura, palpitaba bordeando el límite entre la bronca y el miedo. Las manos le temblaban y, para disimularlo, las metió en los bolsillos del jean gastado que también había usado ayer. «Qué vergüenza todo esto», se dijo, y trató de no profundizar en lo que había empezado a reparar tan pronto como pisó el otro lado de la esquina: las cosas se habían tornado un poco peligrosas desde que Eva se acercó a él.
Detuvo por completo su movimiento y su pensar cortocircuitado a escasos metros de la entrada del colegio, se refugió cerca de una columna de la que se levantaba en la altura un edificio del que entraban y salían personas con objetivos exclusivamente comerciales que, por las razones de la modernidad, no involucraban dinero real ni objetos que comprar con él, «todo acto comercial moderno», concluyó, «no era más que pura electricidad, electricidad dibujando números a través de pequeñas lucecitas que se encienden ocultas tras una pantalla de ordenador». Por alguna razón no podía dejar de pensar en cosas y, ni bien se había enredado en eso del comercio, siguió haciéndose a la idea de que los comerciantes de este mundo que tanto detestaba no eran más que capacitores, conductores y mero cobre de un gran circuito; si algo estaba fuera de lugar, simplemente, se lo reponía por otro capacitor, conductor o cobre nuevo que cumpliese esa misma función circular y a la vez cuadrada. Continuó, naturalmente,