El Coloso del Tiempo. Francisco Gonzalez

El Coloso del Tiempo - Francisco Gonzalez


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de decirle que todo eso era una anáfora (¡metáfora, metáfora!, anáfora es otra cosa) y que se dejara de joder con el fuego y las brujas, que nada de eso era verdad. Después prendio fuego un palo, y nos fuimos caminando al centro. Comimos un helado y nos sentamos en la plaza, como a las dos o dos y media de la madrugada nos volvimos a nuestras casas cada uno por su lado.

      «Por lo mucho que lo deseo, no creo que Nicoletti tenga tanto vuelo propio como para inventarse una excusa tan básica e inocente como esta», se dijo y no supo cómo se continuaba después de ese fracaso investigativo. Era hora de seguir trabajando.

      Así las cosas, tras escuchar doblar tres veces la campana del patio, supo que había finalizado el recreo, tomó su papelerío inútil y lo guardó dentro del maletín, lo tomó firme en ambas manos y salió antes de que el aluvión de alumnos regresara como una masa informe y amenazante. Cruzó el umbral y las hienas ya lo observaban con unas miradas pocas veces vistas en la naturaleza, extrañas, amarillentas, llenas de un fuego fatuo, hasta cierto punto frías, pero fulgurantes; miradas con cuerpo, con peso, lo tocaban, le rasgaban la camisa por la espalda y le despeinaban la pobre cabellera. Esos pibes sí sabían cómo hacerle saber a alguien que lo tenían entre ojos.

      Caminó el pasillo como si fuera al patíbulo y, a pesar de todas las ganas que tenía de correr afuera de la escuela, soportó con honradez. Llegó a la puerta de enfrente que correspondía a la segunda división del mismo curso, sexto segunda. Antes de abrir la puerta, pendiente del cosquilleo que sentía en la nuca, como el que sabe que vendrá el golpe, pero desconoce el cuándo, se preguntó cómo era que el profesor que tomaba sexto primera luego de que él se fuera, viviera de licencia; pensó en que, si era verdad, lo aquejaba la peor de las enfermedades, hipocondríaco recalcitrante como lo fuera Caroline Bascomb Compson o, simplemente, era el mejor de los estafadores y mentirosos, midiéndose en calidad a la de Orson Wells y su radio–invasión. La cuestión era que esos pibes, apenas se iba él, vivían en hora libre. Abrió la puerta de sexto segunda y se encontró con los páramos de Rulfo, con una desolación pocas veces vista. Ni un alma en el curso. Apagó la luz del aula y desde la puerta vio que el preceptor se acercaba en dirección a él.

      «No vino ninguno Miguel», dice el preceptor, «los dos quintos y un cuarto también los tengo vacíos. Si querés, esperame en la sala de profesores y te confirmo si podés retirarte.»

      «Bueno, voy a estar ahí», dice Miguel, «no me había pasado nunca esto.»

      «No sé qué decirte», contesta el preceptor, «me parece que tuviste suerte hasta ahora —o mala suerte, dependiendo de si querías verlos o no—, pero a todos los profes ya les pasó alguna vez, por lo menos en estos últimos meses.»

      «Qué raro», agregó el profesor, y el preceptor, un joven sin ningún tipo de amor por el oficio (y lo digo sabiendo que Miguel tampoco era una encarnación de Sarmiento en esos días), hizo una mueca de desinterés que le resultó irritante. Al instante el joven se dio vuelta y vio que sexto primera, el curso de los incendiarios, estaba librando una batalla de esas que Miguel solía presenciar todas las semanas y se fue corriendo hacia allá.

      Miguel arrimó la puerta del salón vacío y se fue medio a desgano a la sala de profesores. Entró sin hacer ruido, y si hubiera habido sombra en ese cuarto, hubiera sido esa la senda elegida. Pero a pesar de ser un colegio público, en esa sala todos los focos estaban encendidos y funcionando. Un blanco casi aséptico llenaba los ojos y contrastaba con el patio de afuera. Al ingresar vio que había otros tres profesores que, al pensarlo un poco mejor, eran aquellos que coincidían con los cursos libres que le mencionó el preceptor. Se sentó en la punta exacta de la mesa rectangular en la que cabían no menos de doce sillas, mientras que en el otro extremo estaban los otros colegas tomando mate y hablando cosas que a él no le interesaban, y sabía que no le interesaban incluso antes de saber de qué hablaban. En eso de las conversaciones, lamentablemente, era un prejuicioso de primera, pues la cara del colega y la materia que dieran ya le daba la pauta de su valía temática y yo sé que a Miguel la matemática, la fisicoquímica y la geografía, siempre y cuando no fuera la geografía imaginaria de la Atlántida o de la penumbrosa Carcosa, no eran de sus aficiones conversacionales.

      «Hola, Miguel», dijo una profesora, «buen día», dijeron los otros dos al unísono.

      «Hola», dijo Miguel y abrió el maletín más para esconderse detrás de él que para buscar algo adentro.

      «¿Vos también estás sin alumnos?», preguntó la de geografía, ante lo cual Miguel hizo un gesto con los hombros señalando una obviedad que molestó a los colegas y, rápidamente, siguieron en sus cosas casi olvidando que él estaba ahí. Se lo había buscado. Pero no lo hacía por agrado, yo sé que le disgustaba generar eso, pero era más cómodo para su timidez dejar de existir para los otros.

      Sacó los Diarios de Kafka y lo abrió por cualquier parte para disimular que estaba muy ocupado y que no necesitaba nada de nadie más, nunca. Escuchó, mientras volaban sus ojos por los renglones del libro, que hablaban de los carteles que les obligaron a pegar hace algunas tardes por el barrio.

      «Los limpiaron tan rápido como los pusimos», dice uno, «es verdad, yo pegué los treinta o cuarenta que me dio el director», dice el otro.

      «Así cómo van a saber que tenían que venir», dice una, «no va a haber nadie». «Hablando de eso, tendríamos que irnos ya», dijo el otro.

      Levantaron todo como si quisieran escaparse de la sala.

      «¿Vos no vas?», le preguntó el otro.

      «Tengo que esperar que me confirme el preceptor, dijo que lo espere acá», contestó Miguel no tan seguro de haber comprendido qué le preguntaban.

      No le contestaron y se fueron. Apenas cerraron la puerta guardó su libro y se quedó mirando el techo pensando en infinidad de cosas, que era, en definitiva, como tener la mente en blanco.

      Al rato, casi media hora después, apareció el preceptor para anunciarle que el director lo había autorizado a retirarse. Miguel no había dicho nada, ni siquiera “gracias”, bien porque no lo hizo a tiempo —ya que el muchacho había pegado un portazo instantáneo consecutivo al último fonema pronunciado—, bien porque no deseaba decirle nada a ese tipo y se puso a guardar sus cosas.

      Cruzó el patio hasta la puerta de doble hoja que se alzaba insondable a la entrada del colegio escuchando a lo lejos al director apaciguando a gritos a sexto primera. Antes de que la portera pudiera abrirle, miró hacia atrás y los vio todavía acechantes en la puerta del salón, brillantes de los ojos, aunque solo fuera su más literaria fantasía.

      —Ya le abro, profesor —dijo la portera mientras hacía sonar un manojo de llaves en el bolsillo canguro de su delantal—. Lo único, fíjese de salir por Quiroga porque Sarmiento está copada por la protesta.

      —Sí, gracias, estaba al tanto —no hace falta decir que no tenía ni idea de la protesta, pero se imaginaba qué protestas serían—. Buen fin de semana.

      —Hasta el lunes.

      Finalmente, salió y se encontró con un mundo de gente cantando en un tono muy aguerrido y belicoso. Recordó que los carteles que habían puesto unos días atrás por pedido del director (pedido–orden del director) tenían fecha de convocatoria para hoy. Ahí comprendió la conversación que había pescado de rebote y, sin dudas, había entendido recién en ese momento, qué era lo que le había preguntado ese otro al salir de la sala de profesores.

      Se conoció un egoísta, se conoció cobarde. Egoísta por eso de los profesores de Literatura, eso de que siempre están con sus libritos, siempre tienen tiempo para dedicarle a las palabras que escribió un muerto, pero no le dan ni un minuto a los vivos, egoísta por lo que tienen los profesores de Literatura incorporado a su escala de valores: si estás muerto, serás, indefectiblemente, el tesoro más grande de la humanidad, «muerto serás un clásico, pero cuidado, porque vivo no valés ni un poco la pena». Cobarde porque no se le cruzó ni un segundo por su mente nebulosa de profesor de Literatura quedarse en la protesta.

      Se recordó a él mismo,


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