El Coloso del Tiempo. Francisco Gonzalez
percibimos temor, niñita?
—Es que mi corazón me dice que he elegido bien, pero cuanto más lo pienso, más creo que lo hice equivocadamente.
—Sin embargo, los de nuestra especie ¿no mueren por sus pasiones, no se involucraron en guerras memorables por amor u odio a algún hombre? No encontramos error en que vos, joven entre las jóvenes, hayas escuchado a tu corazón. A fin de cuentas, el corazón no es más que la suma de tus intuiciones y tus intuiciones, una ilusión inconsciente de tu vasta experiencia.
—Recordá —dijo otra voz quejumbrosa desde la lejanía— que el único hechizo que surtirá efecto aquí es el de la autoafirmación. Enseñáselo. Que lo pronuncie de sus propios labios, que saboree el poder de la magia. Pero ese es todavía uno de los últimos pasos. Ahora, destruir para construir. Dale caos y él se ordenará. Solo si es el que pensamos, se rearmará de manera que pueda transitar el camino que pensamos.
—No será fácil, señoras.
—Claro que no. Si es fácil, no lo aceptará nunca.
“Miguel. Miguel. Miguel.”
Una dulce voz le susurró al oído su nombre, y la tercera vez que la escuchó supo que no estaba soñando. Abrió los ojos y los nervios lo atacaron de improviso. Se puso, instantáneamente, a la defensiva, como si pudiera ocultarse tras una puerta, cerró sus ojos y trató de fingir que dormía para darse unos minutos más para pensar qué haría. Y todo se aclaró de repente, Eva lo estaba despertando a él. Un acto singular, un hecho que encontró en su vida nada más que una sola cosa semejante: su mamá. Cuando no podía levantarse para ir al colegio, cuando el mundo era así de sencillo, su madre lo despertaba con esa dulzura, con esa parsimonia tan particular que la acompañó hasta el último día de su vida, aún en la más cruda enfermedad. No había muchas formas de actuar, es decir, había reducido todo a dos maneras: o actuaba naturalmente, o fingía naturalidad.
Supuso que, aunque eligiera actuar con naturalidad, no hubiera podido hacerlo, así que solo le quedaba fingir que estaba muy seguro de lo que hacía. Bostezó muy aparatoso, abriendo los brazos y sacudiendo la cabeza como un perro mojado, se sintió un idiota de inmediato. Pensó qué hacer y se vio despojado de su rutina. No podría hacer lo de siempre porque no era la misma situación de siempre: no lo había despertado un aparato parlante sino un ser humano, no había despertado en su cama sino en su sillón, no estaba solo y con su alma, «ya no más», se esperanzó.
Por un instante pensó que había cambiado un cien por ciento de ayer a hoy, estaba dando pasos agigantados, pero consideró, rápidamente, que no era hora de perderse en intentos. Juntó fuerzas para mirar por encima del sillón y lo que vio lo dejó despabilado: Eva había preparado un desayuno para dos y lo estaba sirviendo con alegría, con satisfacción, y Miguel empezó a divagar con esas hipótesis extrañas típicas de profesor de Literatura, esas que nunca se adaptan a la vida; se planteó ideas absurdas que no descendían jamás a la tierra, creyó que todo era muy extraño en lugar de alegrarse por su suerte, imaginó que Eva parecía vivir en esta casa hacía mucho tiempo, que conocía dónde estaban los cubiertos, los cobertores individuales y el pan lactal; sabía cómo hacer funcionar esa tostadora que una vez había quedado como un acordeón al caérsele una alacena encima; conocía, justamente, el lugar en donde estaban los pocillos de café; y hasta le alcanzó el divague para imaginarse que el agua nunca había llegado al hervor y que ella la había custodiado, celosamente, para no despertarlo; y que los repasadores estaban doblados de forma elegante; y que ella, a pesar de no conocerlo como él hubiese querido, estaba usando una remera de él como si fuese un vestido corto. La soñó despierto, hurgando en su ropero y eligiendo una remera que utilizaba poco y nada, por la simple y llana razón de que la había usado demasiado tiempo.
Se acercó a la mesa sin poderse quitar la cara de asombro. Le iba a tratar de decir algo cuando la tostadora hizo saltar los panes tostados con un ruido a chaperío viejo, las tostadas quedaron humeando, sobresaliendo de las hendiduras de la máquina. Ella se acercó en un santiamén a la tostadora mientras Miguel aprovechó ese momento para sentarse. Corrió su silla, lentamente, queriendo pasar desapercibido.
—Ay, se me quemaron un poco las tostadas. Quería prepararte el desayuno, ¿viste?... como agradecimiento.
—Eva, no tenés nada que agradecerme. Igual nunca desayuno —los ojos de Eva se achicaron y su sonrisa se borró de un momento a otro—, quiero decir… quise decir que, como nunca desayuno, esto es un lujo para mí. Quise decir que me va a encantar desayunar con vos hoy.
Miguel había aprendido a navegar en un solo intento: había logrado utilizar el azote del viento para su beneficio, había sabido interpretar las corrientes, había esquivado una tormenta. Ella volvió al tono festivo con el que se había levantado y se sentó a la mesa. Tomó un cuchillo y comenzó a rascar en las tostadas hasta sacarle toda la costra quemada.
—No tenía nada de ropa y me tomé el atrevimiento de sacarte esta remera mientras puse mi vestido en tu lavarropas. Las ojotas —dijo señalándose a los pies—, son tuyas también.
—Por supuesto Eva, obviamente. Tendría que habértelo ofrecido yo… ¿Entonces hoy no vas al colegio?
— ¿Querés con queso o con mermelada? —dijo mostrándole la tostada rehabilitada por su rasqueteo.
—…Queso.
—No —dijo la muchacha, retomando la pregunta de Miguel—. Hoy tendría que comprarme algo de ropa para poder moverme. Además, es viernes, prefiero tener estos tres días para ver cómo me acomodo. Tomá —le extendió la tostada que había untado, cuidadosamente, con el queso. Miguel la tomó deseando con todas sus fuerzas que no se le cayera o que no se manchara con ella.
—No te apures, Eva, no tenés un plazo de tres días, ¿eh?, en realidad podés tomarte el tiempo que necesites. No me molesta en absoluto que estés acá el tiempo que sea necesario.
—Te agradezco muchísimo, Miguel. Pero el plazo me lo pongo yo un poco para presionarme a resolver todo este lío cuanto antes.
Disfrutaron del desayuno, hablando y escuchando el silencio por momentos. Miguel rebozaba de felicidad porque en su vida había logrado llevar adelante una situación como en la que se veía partícipe por cuestiones del destino y del azar. Pensó que sería muy bueno que Eva se quedara en su casa por mucho tiempo. Pensó en que le fue demasiado fácil hacerse de una amistad tan rápido, de la mañana de un día a la mañana del siguiente, como le había ocurrido con ella. De repente eran compañeros de trabajo en las antípodas y por dios sabe qué impulso, ella lo invitó junto con Luis, el odioso profesor de educación física, a su cumpleaños. Pasó una velada aburridísima y muy poco productiva para sus intereses y luego partió vencido. Volvió tras sus pasos por algún tipo de intuición y terminó por rescatarla de un incendio. Si todos pudieran ser héroes por un día, a nadie le faltaría cariño, pensó y se le ocurrió la trama de un cuento fugaz, de esos que nunca llegan a escribirse, pero que se sabe que eran excelentes ideas.
Ahora, después de haber hecho un repaso rápido de sus actividades, fortuitas algunas, fracasadas otras, recordó que había pasado por alto un detalle importante para el caso: no fue casualidad que la casa de Eva se haya quemado y que una banda de jóvenes incendiarios pasase por esa calle (y tal vez por la mismísima cuadra de Eva) con los elementos y, sobre todo, con las ganas de encender cosas a su paso. Tampoco parecía casualidad que esos jóvenes fueran del mismo colegio donde los tres trabajaban. Pensó «tres», haciendo especial énfasis en ese tercero en discordia: en Luis.
Siguió enredando las cosas inventándose una hipótesis algo fantasiosa. Se dijo que tal vez Luis había mandado a sus muchachos a provocar un accidente y que, tras perpetrarse el hecho, él volvería para rescatar a Eva y quedar como un héroe delante de sus ojos, y ese tipo era un verdadero cínico, tal vez había urdido algo semejante, quién sabe. Luego, a la hora de la verdad, se acobardó y no pudo entrar en la casa conforme a lo planeado. Eso confirmaría que, cuando Miguel le contó que su «madre» había muerto en las llamas, se largara en un chascar de dedos. Era muy arriesgado mantener algo así, era por lo menos imprudente a esa altura. No debía