El Coloso del Tiempo. Francisco Gonzalez

El Coloso del Tiempo - Francisco Gonzalez


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verlos y encuadrarlos de otra forma. Aun así, jóvenes, no dije lo que creo el punto principal: me interesa la transfiguración, la transustanciación de un hombre real a un hombre literario, me importa cómo un hombre de carne y hueso se vuelve un hombre escrito con todo lo que se escribe, pero, sobre todo, con todas sus elipsis. Un hombre real está completo, es verdad, pero un hombre real no puede elegir qué mostrar de sí y qué no; el hombre literario, en cambio, sí. No pierdan de vista que la autobiografía es la historia contada en primera persona, un yo que elige un mundo y un modo, cosas que decir y cosas que evitar y elidir —hizo un silencio, y a la mente se le vino la fórmula oremos, de forma automática, como si estuvieran en la liturgia y él fuera el celebrante; por supuesto no lo dijo—. Con eso bastará para lo que sigue, de todas formas, les dejo esta pregunta para que la piensen: ¿y si el personaje que cuenta su historia fuera, desde el principio, literario? ¿Habría lo que llamamos “verdad”? —hizo una mueca orgullosa de su propio ingenio cuando sabía a la perfección que no era apreciado en ese ámbito, siquiera entendido ya ni por sus alumnos, aunque tampoco, en el fondo, se sabía tan ingenioso. Continuó su soliloquio que solo parecía entretenerlo a él:

      «Para comenzar a introducirnos en el tema, van a contar su día de ayer, al modo de las autobiografías, en primera persona, desde que entraron al instituto el día anterior y lo volvieron a hacer hoy hace unos minutos. Y para asegurarme de que lo hagan, les voy a dar las dos horas que quedan de hoy para concluirlo, y me lo llevo para corregir. Repito —y miró, fijamente, a los incendiarios que no acusaban recibo—: me llevo to–dos–sus–tra–ba–jos, de todos y cada uno de ustedes. A trabajar señores.»

      Un murmullo generalizado se sumió en el salón, pero era síntoma de resignación abnegada, un buen síntoma, y todavía a un volumen aceptable. A veces cuando se tienen victorias parciales como esas, no es malo festejarlas, no es para nada loco ponerse de buenas a primeras a reír feliz, como un chico en el parque, como un profesor de Literatura cerrando las tapas de un libro que acaba de terminar de leer. Aunque no es bueno reír solo, parado frente a una horda salvaje de jóvenes prestos para el escarnio, nunca es aconsejable. En cuanto sintió que la mueca se le venía como una picazón incómoda en la garganta, se aclaró la voz, carraspeó un segundo y se sentó con total seriedad a verlos trabajar a desgano, a observar cómo esas manos vírgenes escribían sus primeras palabras estériles y esos borrones largos y violentos sobre el papel, que de tanto en tanto mataban una hoja, lo llenaban de dicha, pues quién sabe por qué razón estaba enamorado de los borradores. Cosa típica de los profesores de Literatura, amantes del misterio, que creen que lo que no se ha publicado nunca es lo mejor jamás escrito, que las claves permanecen ocultas, que lo borrado es la verdad y las verdades son lo menos humano hallable, son palabras viciadas por los límites que impone la moral, son páginas contorneadas por el temor al otro.

      Lo último que recordaba era haber apoyado sus pómulos en sus manos abiertas como palas; sin embargo, si hacía fuerza, lograba recordar que se dijo a sí mismo que cerraría unos segundos los ojos irritados sin sus lentes (que recordó de golpe que quizá ya no los necesitaría más, puesto que por un extraño milagro veía bastante bien sin ellos, por lo menos desde ayer), y no solo por eso no había descansado del todo bien, sino que también por la emoción de tener a Eva durmiendo en su casa, que le daba palpitares, que lo colmaba de ansiedad. Además, no se podía concentrar últimamente, eso de pensar y pensar se había vuelto una constante indeseada en la mitad de los casos, y es que era tan recurrente que el pensamiento encadenado, en vez de detenerse para conciliar el sueño, se uniera a la cola de alguna pesadilla y, por unos minutos, al despertar no sabía si estaba pensando, endiabladamente, como un tornado de la mente, o si seguía soñando esas locuras literarias que solía soñar. No recordaba al fin qué recordaba y qué se había inventado, es verdad que en ese momento no era pertinente recordar nada, tan solo volver a la vigilia cuanto antes.

      —Profe... profe… ¡profe! —un eco lejano se consolidó en una voz de niña y, al abrir los ojos, se dio cuenta de que la cara, la boca que emitía ese sonido era la de una alumna suya, que lejos de ser niña era tan alta como él y, quizá pensó, eso defina ese estadio de la vida: la figura de un adulto, el espíritu de un niño; la adolescencia que hacía sufrir tanto a todos, ora a él como profesor, ora a ellos como adolescentes —¿Se quedó dormido, profe? ¿Qué? ¿No duerme de noche?

      Al unísono, un coro de jóvenes festejantes exclamó estruendosa y, socarronamente, la vocal más abierta y sonora del español, y Miguel se fastidió sobremanera.

      —Ya, ya, tranquilos. Va siendo la hora, y les advierto que no estoy de humor para chistes. Sé que todos ustedes son bastante chusmas —y todos respondieron con una vocal cerrada, de muy frecuente utilización en el popular abucheo—, así que sabrán lo que le pasó a la señorita de jardín del instituto. Muchos no tuvimos una almohada y una cama cómoda como ustedes anoche.

      —¿Y qué tiene que ver la señorita Eva con Ud., profesor? —dijo una jovencita en un tono insoportable.

      —Los viejos duermen de noche —comentó por lo bajo un joven de los que se agrupaban en el fondo, y las risas llenaron el ambiente.

      —Pendejos… —«un momento», se dijo, «¿eso lo pensé?»

      —Profe, nos insultó, eso no está bien. Si el director se entera, lo pueden echar.

      —Ninguno de ustedes me puede extorsionar con nada. Hagan lo que quieran.

      —Podemos hacer un trato —dijo uno avispado—, ¿quiere escucharlo?

      Miguel se sentía humillado, pendiente de lo que un jovencito atrevido fuera a proponerle, con miedo a ser sumariado por una serie de errores en los que se inscribía quedarse dormido, pelear con los jóvenes como si fuera un niño más y, al último, insultarlos expresamente.

      —Te escucho —dijo, tan suavemente, que parecía que nadie le había escuchado.

      —Le proponemos que nadie dice nada si usted nos pone diez en todos los trabajos. Ahora, sin pedirlos. Si quiere, para hacerlo más fácil, nosotros escribimos la nota en el papel y usted firma —se escuchó un aplauso y varios silbidos ensordecedores.

      Miguel se vio perdido, contra un niño, contra un pendejo de mierda, se llenó de pavor, tuvo miedo real, pensó en cómo serían las consecuencias de aceptar ese trato, pensó en cómo seguir viniendo y viéndoles las caras a esos jóvenes insoportables. Pensó en qué sería de él si lo echaban, no tendría más ingresos, justo cuando más necesitaba volverse un hombre de la casa, cuando una mujer estaba en ella. Además le abrirían un sumario y su carrera docente se cortaría como con cuchillo, de pronto, sin piedad, pero también sin lamentos. Pensó en eso, porque también había que tener en cuenta eso de la integridad, pensó en qué seguía después de un pacto así, creyó que lo lamentaría, seguramente porque algo muy invisible, pero pesado para el alma, se habría perdido en ese intercambio. Era justo considerarlo. Pensó… sin embargo, la decepción de Eva se volvía inconmensurable en su consciencia. «Aunque», se preguntó, «¿qué la decepcionaría más?»

      —Antes quiero saber si todos están de acuerdo con su compañero Nicoletti, ¿todos piensan lo mismo que él? —todos asintieron con firmeza y Nicoletti sonrió soberbio—. Bueno, vamos a hacer esto: me van a juntar todos los trabajos en mi escritorio y sobre la nota final voy a restarles dos puntos por intento de chantaje.

      Tres campanazos se escucharon fuertes y claros.

      La guerra había comenzado.

      La clase concluyó como concluyen algunas batallas, con resquemores de ambos bandos, con una multitud de intenciones de revancha y con no pocas sensaciones de que el balance no podría restituirse nunca más, sintieron que se odiarían hasta el fin de los tiempos. Pero ambos bandos, aun así, aceptaron las consecuencias de sus decisiones.

      Miguel presenció la salida al recreo de los adolescentes que parecían haberse empequeñecido, los veía tan frágiles que hasta sintió piedad por ellos en un arrebato paternalista que se esfumó tan rápido como llegó. Los observó firme a pesar de su naturaleza tibia, sin vacilar, como si Miguel se fuera olvidando de Miguel, volviéndose, junto al pizarrón,


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