El Coloso del Tiempo. Francisco Gonzalez

El Coloso del Tiempo - Francisco Gonzalez


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me hacían desvariar… no pude sacar a su mamá, Luis —exclamó, visiblemente acongojado, y Luis no atinó ni a palmearle la espalda. En cambio, al ver que Eva se iba componiendo, prefirió irse para no tener que vérselas con el momento en que alguien tuviera que decirle que su mamá no había logrado salir.

      —Dejale mis saludos a Eva. Decile que lo que necesite, no dude en pedírmelo. Para eso están los amigos.

      Miguel se acercó al lugar donde el enfermero estaba asistiendo a Eva, tan lentamente, que parecía no llegar jamás. Sin embargo, a pocos metros antes de alcanzar la ambulancia donde de hecho estaba ella, uno de los bomberos que lo había visto acercarse murmuró «ahí viene, es ese», y luego dijo en voz alta: «¡Un aplauso para el héroe de hoy!», y se alzó el segundo aplauso ante la mirada cansada de Eva que, bajo ese desánimo, ocultaba un brillo de agradecimiento.

       —Así que vos fuiste quien me salvó, Miguel. Nunca te lo voy a poder agradecer.

      —No hay nada que agradecer, además no soy ningún héroe… debería haber podido sacar a tu mamá. Te pido mil disculpas… —por un momento se imaginó que no soportaría las ganas de romper en lágrimas, ya que le producía verdadera tristeza no haber podido lograr el total de la hazaña que todos parecían festejarle. Además, Miguel sabía lo que era no tener madre, sabía lo que era andar por la vida con una ausencia prematura tan importante como esa.

      —¿Qué? —El rostro de Eva se endureció y frunció el ceño con intriga más que con dolor—, pero si mis padres murieron hace años. No había nadie más en casa, Miguel.

      —Pero estoy seguro de haber visto a una señora en la cocina y pensé… bueno, yo creí… que era tu mamá.

      —No, esa era la señora Trinidad. Me ayudó a amasar las pizzas, pero después se fue. Era una amiga de mi mamá que me conoce desde chiquita. Estaba sola y el error fue mío —sollozó aturdida y se tomó la cabeza con ambas manos, tal vez cayendo en la cuenta de que lo había perdido todo—, creo haberme olvidado el horno prendido, un accidente por idiota. Qué tonta que soy. Me metí en el baño y dejé todo así nomás, qué irresponsabilidad, qué vergüenza...

      —No seas tan dura, vos misma lo dijiste, fue un error —adivinó que la gente hablaba cuando veía a otro llorar porque no soportan que el silencio se colme de sollozos, se percató de que, solo a veces, lo que se dice importa menos que decirlo y ya, y percatarse de eso era un cachetazo para un profesor de Lengua y Literatura—. Seguro tenés algún familiar que te puede ayudar en este momento, ¿o no?

      —Nadie.

      —¿Y esa gente que estaba en tu cumpleaños?

      —Gente que también ha perdido todo, son amigos, son conocidos nomás. Ninguno puede darme una mano, porque todos tienen sus propios problemas.

      Miguel pensó en decirle lo que el oportunista de Luis le había dicho que le diga, eso de que cualquier cosa que necesitara, él estaría dispuesto a brindársela. Solo pensó en decírselo, aunque, finalmente, no se lo diría, porque por qué tenía que hablar bien de él cuando ni siquiera se había quedado a ver si Eva estaba mejor (y yo celebré que él haya pensado así, celebro todavía aquella primera rebeldía ante los determinismos). Se planteó algo de lo que luego se arrepentiría demasiado, es decir, son esas cosas que al pensarlas no revelan una intención determinada, pero al decirlas se les imprime un dejo de perversión:

      —Podés quedarte en mi casa, aunque sea hasta que te puedas acomodar en otro lado —cerró los ojos, semejante a un boxeador resignado que espera el golpe—, quiero decir, hay lugar de sobra porque vivo solo y además los dos trabajamos en el mismo colegio, no sería un problema convivir unos días.

      —¿En serio?

      —¿En serio qué?

      —¿Es verdad que no tenés ningún problema en que me quede unos días?

      No pudo evitar sonreír, sonreír casi hasta que los pómulos golpearan sus ojos compitiendo por más lugar en ese rostro apretado de sonrisa.

      —Claro que no. Vivo a unas diez cuadras de acá. Vamos, así lográs descansar un poco, aunque sea.

      Después de discutir una veintena de minutos con el enfermero que la quería trasladar al hospital más cercano, ella había logrado convencerlo de que al otro día se haría un control y que la dejara marcharse ahora. Tras aquella discusión sobrevino otra con un policía que la obligó a hacer una pequeña exposición civil sobre lo que había ocurrido allí para que todo rompiera en llamas. Luego del uniformado, hubo que soportar una serie de preguntas de vecinos que se hacían los muy preocupados dando pésames y ofreciendo ayudas que nunca llegan más allá del nivel enunciativo.

      No hace falta decir que Miguel sentía una honda aversión por los vehículos de motores, porque creía que eran innecesarios, porque opinaba que eran un alardeo inútil del progreso y la modernidad, que se jactaban de una derrota, porque nunca podrán detener el tiempo, aunque vayan ellos un poquito más rápido. Todo esto a cuenta de que se habían hecho como las tres de la madrugada. Además, si ella hubiera insistido en tomar un taxi, por allí no pasaba uno ni de lejos. Estaba claro que no estaban como para caminar diez cuadras después del incidente, así que Eva con todo su encanto le pidió al policía que le había tomado declaración que los llevase hasta el departamento de Miguel. El policía no se pudo negar.

      Esas diez cuadras en la célula de traslado le bastaron para pensar en todos los libros de Philip Marlowe que había leído alguna vez, y a empatizar con una gran cantidad de criminales a los que antes no había considerado castigados por el simple hecho de ser recluidos en esas peceras alambradas. A pesar de su hiperbólica impresión, no le fue muy complejo reconocer que no había sido tan malo el viaje.

      Entraron en la casa y Miguel se escabulló en su cuarto a toda velocidad, se puso una remera y tiró la manta para lavar, de verdad quería devolverla a los bomberos que se la dieron. Le mostró, rápidamente, la casa y le dio las llaves de su cuarto.

      —Vos dormí en mi cuarto, yo me acomodo en el sillón. Te doy las llaves de la pieza para que, si te sentís más cómoda, cierres desde adentro y duermas más tranquila.

      —No hace falta, Miguel —sin embargo, se guardó las llaves en los bolsillos.

      —Por hoy creo que está bien lo que viste, mañana con más tiempo te termino de mostrar los detalles y te doy una llave para que puedas salir cuando quieras. Supongo que no vas a ir a trabajar mañana, no te preocupes que yo aviso.

      —Está bien, creo que mañana tendría que comprarme algo de ropa. No me quedó nada —Eva fijó la vista en los ojos de Miguel como indagando en ellos—. Tenés los ojos muy colorados. ¿Y tus anteojos? Recién me doy cuenta de que no los estuviste usando.

      —Creo que los perdí en el incendio. Igual, no estoy tan ciego como creía.

      —Me siento culpable por eso.

      —No te preocupes, no es nada que no se pueda solucionar. La obra social me los devuelve gratis.

      —Bueno…

      —Bueno Eva… —se quedó quieto observándola—, hasta mañana.

      Ella sonrió, se acercó y lo besó en la mejilla.

      —Hasta mañana.

      Ella apagó las luces y cerró la puerta de la habitación de Miguel. Él se recostó en el sillón a mirar el techo oscuro, se percató de que no escuchó las llaves girar en la cerradura. Terminó por dormirse a las cuatro.

      —Muy bien, has sido muy dedicada en tu empresa —dijo con voz rasposa.

      —Hemos dado el primer paso.

      —Ya hemos dado varios —dijo otra voz cansina y menguante—. ¿O no consideraste que el primero fue cuando viniste a nosotras en medio de aquel vendaval? El segundo fue entonces urdir esta madeja y el tercero fue empezar a tejer. Veremos al final cómo es que queda esta prenda exquisita que nos cobijará del tiempo —de la oscuridad reinante, un rostro


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