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y luego, un libro. Lo abrió sin conseguir todavía una mirada y leyó el título:

      —“… El Héroe. Todos los tiempos han tenido un héroe que encarnó la quintaescencia de las virtudes valoradas en alta estima por la cultura de su época. Los modelos de heroísmo fueron vinculados en casi todas las épocas con hazañas bélicas temerarias, pero con la principal condición de ser reconocidos por el pueblo, ya sea por su temeridad o por su admirable (o inconsciente) manera de olvidar su mortalidad. Aunque no hay que desconocer que las cualidades reconocidas para la legitimidad del heroísmo fueron modificándose, encarnadas por arquetipos en los que se inscriben Aquiles y su fortaleza guerrera, y Ulises y su ingenio mental. Qué características tiene el héroe de esta época entonces…

      Si tenía un único don, era ese vinculado a la musicalidad que les imprimía a sus lecturas. Su voz torpe al hablar se hacía firme y armónica cuando recitaba los versos, como un bardo cantando gestas increíbles. Los que oían se dormían en el enamoramiento fugaz que les producía el roce místico con las ondulaciones vibratorias de su recitado altisonante. Las fieras eran domadas; las serpientes, hipnotizadas; y los corderos se abrían al sueño de los buenos. Los tuvo atontados hasta pronunciar ese punto final, como un portazo a la realidad, como un descender sobre el suelo después de haber nadado por los mares del éter. No le importaba que no quisieran participar en absoluto de su clase, solo pensaba en dónde podría estar en unos dos o tres meses cuando cierren, finalmente, el colegio, y no se lamentaba, exactamente, por su amor al oficio, sino por un amor más real.

      Luego de hablarles de grandes sacrificios y de no encontrar participación alguna de los jóvenes alumnos, se alegró de que la clase hubiese terminado para poder salir a espiar al patio. Guardó con parsimonia todos sus cachivaches en el maletín, limpió con un pañuelo sus lentes; y tras ponérselos, salió no sin antes acomodarse esos escasos pelos que aún resistían en su cabeza. Cruzó el umbral y se paró junto a una columna, medio escondido y medio acechante, observó todo el ceremonioso saludo que Luis le hacía a ella. «¡Qué hombre más tedioso!»

      Ese rubión de pelo largo, de físico exultante y de conducta más viril que la de un general cortejaba a diario a Eva, la llenaba de halagos y de cumplidos. Claro que, de un halago que iba hacia la preciosa Eva, dos iban hacia él; era una especie de máquina de auto adulación, de pedantería sin parangones. Pero él siempre supuso que es así como se ganan algunas señoritas, demostrando cierta confianza. Mientras Luis se inflaba a sí mismo hasta llegar a extremos impensados, Eva (estoy seguro de que fue así) daba un paso atrás con cada cumplido temiendo que explote de un momento a otro. No había nada que lo irritara más que un pedante, que aquel que en su pedantería exaltase virtudes verdaderas. Y no había nadie más en todo el mundo que lo pusiera más de malas que Luis, cuando en todos y cada uno de los recesos, trataba de conquistar a Eva por cuanto medio le fuera posible.

      Él los vio despedirse como siempre, con cierta distancia amistosa, y se llenó de frustración porque ni siquiera le salía intentar un acercamiento; pero esta vez fue una despedida inusual, «lo consiguió, ese pedante rubión la consiguió», Eva sacó de su bolsillo canguro del delantal una tarjeta de alguna índole y se la extendió al tipo ese. «De todas formas», pensó, «no es que le haya insistido mucho con la tarjeta, se la dio así nomás, quizás fue de compromiso, un gesto totalmente demagógico y obligado». Agachó la cabeza y rogó que sonase esa maldita campana para seguir con la clase. Se perdió en un lapso inútil, con la vista en algún punto de las baldosas rotas que tenía al frente, mascullando sandeces, refunfuñando como niño enojado. Así las cosas, quiso irse de su trabajo a patear algún bote de basura al paso, a escupir veneno al aire, a cansarse caminando lo que no se cansó intentando conquistarla. Pero en ese tiempo que estaba planeando una caminata purgatoria, unas sandalias aparecieron frente a su mirada cansina. Levantó la vista y estaba Eva despuntando como diamante, suave como la seda, parada, inconfundiblemente, delante de él. «¿Qué digo ahora?» Tal vez “hola”, quizás “buenos días”, no recordaba bien qué le había dicho, pero estaba seguro de que la había saludado, y eso ya era algo sorprendente, un progreso del cien por cien.

      Se llenó de esa cabellera rojiza que se ondulaba como su silueta bajo el verde delantal. Trató de memorizar para siempre las pecas de sus mejillas y el brillo que sus ojos irradiaban inconscientes. Volvió en sí cuando ella se alejaba. Quedó en sus retinas la impresión de haber visto, bajo sus sandalias, que tenía lastimados los talones. Pero consideró eso imposible, pues no podía haber notado eso con lo estupidizado que estaba.

      Un perfume persistente lo conmovió. Se figuró que pasadas semanas aún podría recordarla perfectamente bien. «¿Qué fue lo que me dijo?», no lo tenía claro. Sin embargo, se acordaba, entre esa imagen persistente de su fresca sonrisa, que había rozado su mano extendida, «qué fantasía de niño». Tras creer por largo rato que se había inventado lo de rozarle la mano que ella misma había extendido hacia él, recordó que algo había agarrado en ese encuentro de pieles y buscó en el bolsillo de su pantalón: una tarjeta de invitación.

      Las remembranzas de la conversación volvieron de súbito plagadas de sensaciones extrañas, tal si ese encuentro se hubiera producido muy atrás en el tiempo y el solo recuerdo de ello sea mucho más que lo que simplemente había pasado, un recuerdo que el tiempo y los deseos moldearon y que arraigó en la memoria bien profundo; si la magia existiese, sería ese uno de sus tantos hechizos. Ella le había dado una invitación a su cumpleaños, en su casa, esa misma noche, en la tarjeta decía, inequívocamente, su nombre: “Miguel Oscar Ruiz”.

      Cómo seguir después de semejante obra del azar. Imposible continuar una jornada normal tras tan extraño suceso. Que él recibiera de su mano una invitación para su cumpleaños, que escasas veces la había saludado nada más que con un mero gesto de cejas seguido por un ocultar la cara mirando las baldosas del colegio, era un acontecimiento. Pensaba, porque él siempre divagaba en el pensamiento (era un profesor de Literatura y, obviamente, se devanaba los sesos en cuestiones que a nadie más en todo el mundo podrían importarle), que, en algún lugar del universo, una estrella estaba naciendo y, con ella, las esperanzas de rocas frías e inertes, que tal vez un asteroide estaba siendo consumido por la atmósfera de un planeta solo poblado por rosas, o que en alguna galaxia primordial una alineación planetaria atraía energías opuestas...

      Solo pensaba que con ese gesto la ilusión de las imágenes se rompía y pensó en esto porque muchas veces se sintió en la isla de Dr. Morel, observando, incansablemente, proyecciones que no podían verlo a él. Ese gesto de ser visto por primera vez hizo que Eva dejara de ser Faustine y que él dejara de ser un fugitivo de la realidad.

      Después de darle vueltas a la invitación, se dio cuenta de que debería seguir trabajando. Se dio cuenta de que debería trabajar, pero no podía hacerlo. La distracción es un arma letal para aquel que utiliza su cabeza para trabajar. Él no servía para repetir de memoria frases importantes y fórmulas probadas, caer en eso era caer en la máquina, en la reproducción infinita del futuro en un presente insoportablemente circular que, entre otras cosas, odiaba. Se sentó en su escritorio y dejó pasar la hora en medio de un griterío infernal. No había necesidad de pelear contra una voluntad tan generalizada, mejor librarse a la imaginación. Esta es la fuerza de las revoluciones, se dijo Miguel, porque solo eso que sentía (esa mezcla de incertidumbre, inseguridad y deseo) logró quebrantar su ética y su conducta incorruptible; tal vez, se dijo, solo esta sensación rompe los moldes. Lamentablemente, tres campanazos rompieron su viaje filosófico.

      Los jóvenes comenzaron a salir como una jauría de perros de tiro, llevándose mesas por delante, en un solo malón, siéndoles imposible traspasar la puerta todos al mismo tiempo. De todas formas, la física nunca podrá explicar cómo hace para cruzar el ajustado umbral una masa que lo supera diez veces en tamaño. A pesar de eso, ahí están los profesores y sus intereses. Esos misterios no eran de su incumbencia, a él le preocupaban los misterios del espíritu humano, pensó: «que de ese imposible se encargue el profesor de físico química», y salió del aula.

      El jardín de infantes se retiraba media hora antes que el secundario, para que la multitud de padres que venía a buscar a sus hijos no se cruzara con la multitud de estudiantes que escapaban de la institución como una manada de elefantes. O


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