Mientras maduran las naranjas. Cecilia Domínguez Luis
© de la edición: Diego Pun Ediciones, 2017
© del texto: Cecilia Domínguez Luis, 2017
© de la ilustración: Patricia Delgado de la Rosa, 2017
1ª edición versión electrónica: Febrero 2019
Diego Pun Ediciones
Factoría de Cuentos S.L.
Santa Cruz de Tenerife
www.factoriadecuentos.com
Dirección y coordinación:
Ernesto Rodríguez Abad
Cayetano J. Cordovés Dorta
Consejo asesor:
Benigno León Felipe
Elvira Novell Iglesias
Maruchy Hernández Hernández
Diseño y maquetación: Iván Marrero · Distinto Creatividad
Conversión a libro electrónico: Eduardo Cobo
Impreso en España
ISBN formato papel: 978-84-944378-3-1
ISBN formato ePub: 978-84-120101-0-7
Depósito legal: TF 918-2017
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A mi tía María Luz, que me lo contó sin ira;
a mis padres, que conocieron el amor en tiempos de guerra;
a mi abuela Cecilia, por su valentía;
a mis tíos, los que murieron por un ideal
y los que sobrevivieron para seguir luchando por él.
¡Oh! Los mares sin islas, las huellas de tus manos
en el aire de mis cabellos,
ya sin ti, al pie de los días crucificados,
mientras maduran las naranjas.
Pedro García Cabrera
Del libro Entre la guerra y tú
Índice
Uno
Amanece. Mi niñez se despierta y sube, sigilosa, la escalera aún oscura. La puerta se abre con un chirrido y el frío se cuela a través de mi camisón y me inunda. La azotea. Un tejado naranja desafía mis pies. Subo despacio, cuidándome de no pisar aquella teja rota, conocida delatora de otras veces.
Llego a la cumbrera, me siento y encojo las piernas mientras el valle se despereza y avanza sin prisa, hasta el mar. Apunto con el índice al centro de la isla y señalo el volcán, como si ese gesto fuera suficiente para confirmar su existencia. Muy cerca, el barranco verdinegro recoge el misterio de esas tardes en las que, desafiando imaginados fantasmas, pisadas nuevas invadían su cauce.
Bastaba entonces con mirar las cosas para poseerlas. Era el comienzo.
Luego vinieron las palabras. Sin apenas notarse se colaban por cualquier intersticio de silencio y todo existía cuando lo nombrábamos. Mi hermana me las repetía: mar, mar…, nieve, nieve…, roca, roca; yo la imitaba a media lengua y, de pronto, me inundaba un olor a algas, la roca estallaba con la espuma y la nieve cubría las cumbres, aunque fuera agosto.
Nuestra amistad fue el reclamo de los sueños y el valle recogía nuestras voces, guardándolas, como si presintiese que llegarían momentos en los que habría que olvidar nombres y fechas.
Fue en aquel invierno, acababa yo de cumplir los ocho años, cuando todo empezó a cambiar.
La casa se llenó de un silencio raro y oscuro. Teníamos que hablar a media voz, tener cuidado al cerrar las puertas, entrar despacito en la habitación donde nuestro padre, muy enfermo, se iba despidiendo de nosotras. Aún sonreía y nos apretaba las manos, como si quisiera darnos ánimo. Madre nos miraba con cierta serena tristeza que nos daba fuerzas para sonreír.
Nos despertó una madrugada. Se notaba que había llorado, pero ahora estaba contenida; no quería contagiarnos su desconsuelo. A los pies de la cama había puesto unos vestidos negros. No tuvo necesidad de hablar. Nos abrazó. Yo miré a mi hermana. Estaba a punto de echarme a llorar, pero vi que ella se mordía el labio inferior –siempre lo hacía cuando pasaba por un momento difícil– y, a pesar de que tenía los ojos arrasados, consiguió que no le cayese ni una lágrima. Las mías sí que brotaron, pero en silencio.
Vinieron días extraños, llenos de personas, muchas de ellas desconocidas, que se acercaban con pretendidas frases de consuelo.
Comíamos en la cocina con los tíos, que querían distraernos contándonos historias felices, pero nosotras sentíamos el dolor en el aire; era como si siempre hiciera frío, a pesar de que aquellos fueron unos días de invierno luminosos.
Acaso fuera la soledad, que quería disfrazarse con palabras, pero nosotras la descubríamos en los ojos ausentes de nuestra madre, cada vez que nos servía el desayuno. Era la hora más triste, cuando la mirábamos y ella no nos podía dar esa claridad de otros días. De pronto nos dimos cuenta de que algo en nuestro mundo se había roto; algo profundo, algo que había dejado de ser nuestro y ya para siempre.
Fueron también días de toma de decisiones y creo que fue mi tío Daniel quien lo propuso:
–Julia, tienes que venirte con nosotros. ¿Qué vas a hacer tú aquí sola con las niñas?
Mi madre iba a iniciar una protesta, pero mi tío continuó.
–Ya sé que tú siempre has dicho que «cada uno en su casa», pero no se trata de que te vengas a la mía ni a la de Nicolás. Estoy seguro de que en el pueblo hay más de una casa en alquiler. Así, por lo