Mientras maduran las naranjas. Cecilia Domínguez Luis

Mientras maduran las naranjas - Cecilia Domínguez Luis


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disimular muy bien sus emociones.

      Llegamos a una casa de dos pisos, con una especie de gran salón en la planta baja, dividido en tabiques. Sobre una de las puertas principales, que era de dos hojas y enorme, como las de un garaje, había un cartel que ponía «ACADEMIA DE SEGUNDA ENSEÑANZA».

      –Bueno, Lupe, tú ya has llegado.

      En ese momento salía uno de los profesores.

      –¿Conque esta es tu sobrina Lupe? Encantado, pasa.

      –¿Y yo? –pregunté.

      –Tú te vienes conmigo a la escuela… Tranquila: si te aplicas, dentro de un par de cursos vendrás a hacerle compañía a tu hermana.

      Fue un año feliz. Pronto nos acostumbramos a la nueva casa, a aquel pueblo que nos recibió sin hacer preguntas. Bastaba con que fuésemos familia del maestro y del profesor de música.

      Además, después de mi debut como cantante, a mi tío Nicolás se le ocurrió que, ya que le daba clases de piano a mi hermana, que desde hacía unos años, en nuestro pueblo, había empezado a estudiar para pianista (eso era lo que yo les decía, con orgullo, a mis amigos), yo podía entrar a formar parte del coro de la rondalla que él había puesto en marcha, una vez que fue nombrado director de la banda municipal.

      –Pero ¿no le quitará tiempo para estudiar? –preguntó mi madre, siempre preocupada por que sacáramos buenas notas.

      –Qué va, mujer. Solo van a ser tres días a la semana. Además, Lupe estudia piano y puede compaginarlo perfectamente con sus estudios…

      –Sí, sí, madre –terció mi hermana–. Y yo le puedo echar una mano.

      Ya era la tercera vez que oía cosas como «echar una mano» y me dio la impresión de que era estupendo pasar los días echándonos una mano unos a otros.

      –¡Fíjense! –exclamó tío Nicolás ilusionado–. Saldremos a cantar Lo divino en Nochebuena, haremos un pasacalle para los carnavales y además… Además, el día 8 de septiembre, en las fiestas, actuaremos junto con la banda. ¡Va a ser magnífico!

      Fue tal el entusiasmo de tío Nicolás que terminó con la poca resistencia que, a aquellas alturas, ponía mi madre.

      –Bueno, bueno, está bien. Así, mientras Lupe repasa sus lecciones de piano, ella…

      –Pues claro, mujer. Ya verás lo bien que va a salir todo.

      El cuarto de ensayo estaba situado en la parte sur-oeste del convento, esa misma donde tío Daniel tenía su casa y la escuela, y la puerta de entrada daba a una huerta. Según nos contó tía Isabel, al principio estaba bien, pero pronto se fue estropeando y ahora el techo tenía goteras.

      La verdad es que mi tío no se arredraba ante las dificultades, ni siquiera cuando aquel invierno, que, según decía, fue muy lluvioso, el cuarto de ensayo empezó a llenarse de agua debido a las goteras.

      Pues con goteras y todo, continuó allí, día tras día, poniendo cubos y cacharros debajo de donde caían las gotas.

      –Bueno, muchachos, aquí les presento una nueva percusionista: la lluvia. Tic, tac, tic, tac, a la una…

      Y mi tío empuñaba con energía su batuta. Daba unos leves toques en el atril, que hacían que toda la banda se pusiera en guardia, atenta a la menor señal, para empezar a interpretar una habanera, un fragmento de zarzuela o algún pasodoble.

      La señal se producía y los primeros compases llenaban la sala. Tío Nicolás, entonces, cerraba los ojos y su cuerpo parecía acompasarse a la música, hasta que una nota discordante de un saxo, un oboe o cualquier otro instrumento le hacía abrir los ojos y mirar hacia la dirección exacta de donde salía. Bastaba solo ese gesto para que toda la banda quedase como paralizada y el causante del ripio musical se pusiese colorado como un tomate. Pero mi tío sonreía y le gastaba alguna broma al desasosegado músico, que devolvía la sonrisa y un suspiro de alivio a él y a toda la banda.

      –¡Don Nicolás, don Nicolás! Que dice doña Isabel que termine ya, que está lloviendo mucho…

      Ese era el recado de mi tía Isabel cada vez que llovía, aunque fueran cuatro gotas, y que le traía Vicentito, un muchacho vecino de mis tíos.

      –Dile que voy enseguida.

      Era también la misma contestación de mi tío, que no parecía tener prisa en obedecer.

      Yo lo miraba como diciéndole: «Ahora, tía Isabel se va a enfadar».

      –No te preocupes –me decía adivinando mis pensamientos–, enseguida nos vamos.

      Pero a mí me encantaba poder ser cómplice, a mi manera, de esa rebeldía de tío Nicolás.

      La verdad es que era estupendo asistir a sus ensayos, aunque solo fuera para verlo dirigir.

      Aparte de los compañeros de la banda y la escuela, Lupe y yo hicimos nuevas amistades, y una de las cosas que me llamaban la atención eran los nombres de mis amigas: África, Anatolia, Argelia. Aparte de que empezaban por A, eran todos nombres de países. Bueno, también había una Libertad y nombres más normales, como los de los chicos, que se llamaban Pedro, Isidro, Manuel…

      Se lo pregunté a mi madre y me dijo que había sido una moda de hacía unos años el poner nombres de lugares a los hijos, sobre todo a las niñas.

      No sé si a mí me hubiera gustado llamarme, por ejemplo, Oceanía. Pienso que no, sobre todo porque no me considero un territorio.

      A veces me acordaba de mis amigos del Valle y sentía cierta añoranza; sobre todo de María. Me habría gustado que hubiera venido a mi nueva casa, cualquier día, pero mejor en invierno, y que se hubiera quedado por la noche. Nos asomaríamos las tres a la ventana, tras el cristal, y contemplaríamos las calles desiertas y mojadas por la lluvia, nos contaríamos cuentos de bosques encantados, de ogros y de genios que espiaban a los caminantes para comérselos o salvarlos. Luego nos iríamos a la cama, que mi madre habría calentado con planchas, y nos reiríamos del miedo a los lobos y a la noche.

      Pero todos estos pensamientos solo duraban un instante, porque mi hermana, que parecía adivinarlo todo, se presentaba de improviso.

      –¡Oye!, necesito que me preguntes la lección de geografía, a ver si me la sé.

      Así que, entre las oportunas apariciones de mi hermana, los ensayos, la escuela y el tiempo, llegué a olvidar lo que había abandonado.

      Estaba aprendiendo muchas cosas con tío Daniel, que siempre se las ingeniaba para que en las clases hubiese alguna sorpresa, algo que nos mantuviera despiertos y atentos. Fabricábamos montañas y valles con papel de periódico que luego pintábamos, dibujábamos ríos con añil, una naranja podía ser el sol y una pelota de ping-pong, la luna.

      Hice amigos con los que jugar en la calle y por los alrededores del pueblo, al tejo, a la soga, al escondite. Yo estaba realmente entusiasmada.

      El domingo era un día muy especial. Aparte de que no había escuela, mi madre nos ponía –como ella decía– de punta en blanco, para ir con ella a la plaza a oír el concierto de la banda, que, muchas veces, dirigía tío Nicolás. Nos sentábamos cerca del kiosco y, cuando nuestra economía lo permitía, mi madre nos compraba un dulce y un refresco a cada una.

      –Tengan cuidado de no mancharse –nos decía siempre.

      Y entonces el día era una fiesta.

      El nacimiento de mi primo Daniel fue todo un acontecimiento.

      –¡Por fin, un hombre en la familia! –exclamó tía

       Isabel.

      –Pero ¿no hay cuatro ya? –pregunté un tanto confusa, sobre todo porque al ver a aquel bebé, tan poquita cosa, me parecía una exageración llamarlo «hombre».

      Todos rieron y Lupe me dio un codazo, lo que quería decir que había metido la pata, pero mi madre me sonrió y me aclaró el asunto.

      –Quiso


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