Mientras maduran las naranjas. Cecilia Domínguez Luis
Nicolás reforzó la idea y lo mismo hicieron los tíos Juan y Ernesto.
–No solo por ti. Piensa en las niñas; también a ellas les vendría bien un cambio.
Nosotras los mirábamos sin decir nada. Yo, más
novelera, empecé a ilusionarme con la idea de un
traslado a lo que llamaban la Isla Baja, otro lugar para vivir, nuevas gentes… Claro que estaban las amigas. A lo mejor no íbamos a hallarnos sin ellas y, con el tiempo, se olvidarían de nosotras.
–¿Tú qué dices, Lupe? –le pregunté a mi hermana, cuando ya estábamos solas en nuestra habitación. Ella era la mayor y de eso, estaba segura, sabía mucho más que yo.
–No te preocupes, Sara. Allí también haremos amigas.
Lupe no se parecía nada a mí. Era reservada y no hablaba mucho. Parecía como si midiera las palabras para no hacer daño. Claro que a veces, cuando nos íbamos a la cama, me contaba historias y yo la escuchaba como embobada. Y cuando eran de miedo se me ponía la carne de gallina y me forraba toda con la manta. Ella, entonces, se reía y me decía que era una miedosa, que ninguna de aquellas historias era real. Pero a mí sí que me lo parecía.
Llegó el día de la partida. Unos días antes habíamos recibido la visita de doña Emilia, una vecina que informó a mi madre de que un militar y su esposa estaban interesados en alquilar la casa.
–¡Fíjate, Julia –le dijo–, están dispuestos a pagar hasta cien pesetas! Creo que no puedes desperdiciar esta ocasión.
Al día siguiente tocaron a la puerta. Yo fui a abrir.
–¡Madre, que aquí hay un soldado y una señora!
–Teniente, niña, teniente –me corrigió el señor vestido de militar.
Cuando mi madre empezó a enseñarles la casa, sentí una especie de desasosiego, como si les estuviera revelando un secreto, como si dejara que invadieran algo que hasta entonces había sido solo para nosotras. Según iban entrando en las habitaciones, yo sentía que algo muy nuestro se perdía, como cuando el viento desprende una ropa del tendedero, la levanta y se la lleva para siempre.
Antes de que entraran en nuestra habitación, salí corriendo, entré yo primero, cogí los juguetes y los libros y los escondí debajo de la cama.
–Pero si no se van a llevar nada –me tranquilizó mi hermana.
–Por si acaso…
Unos días después llegó un camión. Todo estaba ya embalado, desmontados los muebles, y la casa se fue quedando vacía. Claro que no del todo. Había cosas que no podíamos llevarnos a la nueva casa y se las encomendamos a los futuros inquilinos. Entre ellas una Inmaculada, casi de mi tamaño, heredada de mis abuelos y una alacena llena de libros y revistas. También estaba el piano, pero, en el último momento, mi tío Juan decidió llevárselo a su casa. Bueno, tampoco estaba tío Ernesto, que, según nos dijo, se iba invitado a casa de unos amigos, aunque se despidió de nosotras y nos dio muchos ánimos, o eso quiso hacer, pero en ese momento yo al menos estaba un poco asustada.
Cuando el camión se iba alejando, apareció mi tío Daniel a buscarnos, en un coche de alquiler.
Los vecinos se habían asomado a las ventanas para vernos marchar. Doña Emilia y doña Carmen, las más próximas y habladoras, se habían acercado hasta la puerta.
Lupe me cogió la mano y me la apretó.
–Si tienes ganas de llorar, muérdete los labios y no lo hagas. Ahí está doña Carmen, dispuesta a no perderse detalle, para después contarlo todo a su manera, así que no le des facilidades.
Realmente yo no tenía ganas de llorar. Pensaba que aquella no era una despedida para siempre, y mi expectación era mayor que mi tristeza; pero si las hubiera tenido, no creo que, a pesar de la advertencia de mi hermana, me hubiera podido contener. Yo no era tan fuerte como ella, y me daba lo mismo lo que pudiera decir doña Carmen.
Más adelante nos enteramos de que había dicho que estábamos desconsoladas y que nos habíamos resistido a abandonar la casa.
–Mira para lo que nos ha servido lo de no llores, no llores…
El coche de alquiler olía a gasoil. Mi tío nos dijo que abriéramos las ventanillas para que entrara el aire y no nos mareáramos.
Emprendimos el viaje. Lupe y yo nos pusimos de rodillas sobre el asiento para mirar por la ventanilla trasera del coche y ver cómo nuestra casa se alejaba. Entonces me llegó la tristeza. Empezó con un vacío en el estómago que luego llegó hasta la garganta y siguió hasta que los ojos empezaron a picar y a llenárseme de lágrimas. Miré a Lupe: se estaba mordiendo el labio. Yo hice lo mismo, pero fue inútil; me oculté la cara con el brazo y me apoyé en el respaldo.
Mi madre miraba al frente. No se movió. En sus ojos una tristeza dura y honda.
–Siéntate, Lupe, y tú también, Sara. Así se pueden caer.
Me sequé las lágrimas con la manga de la chaqueta. No quería que se diera cuenta de que había llorado. Estaba al lado de la ventanilla y empecé a mirar lo que dejábamos atrás. Marchábamos lentos. Pasamos la plaza donde terminaba nuestra calle, atravesamos la calle principal, dimos la vuelta a la rotonda, salimos del pueblo y cogimos la carretera.
El coche aceleró. La carretera era estrecha y a los lados surgían aún algunas flores de pascua. Descendimos y tomamos una carretera que bordeaba la costa. A la izquierda se alzaban unos macizos rocosos llenos de vegetación que descendían, abruptos, hacia el mar. En su descenso, entre rocas y mar, unas llanuras permitían el asentamiento de unos pequeños pueblos, rodeados de huertas plantadas de plátanos, millo, papas y algunas coles.
Más adelante, a nuestra izquierda, un pueblo de medianías que la niebla cubría ahora parcialmente me hizo recordar algunas historias de fantasmas que se confundían entre las brumas.
Todos aquellos lugares que estaba descubriendo sirvieron, al menos, para distraer la nostalgia que ya había empezado a sentir cuando, al salir de la última rotonda, dejamos atrás el valle.
Claro que, de tanto mirar por la ventanilla y con tanta curva, me fui sintiendo mareada y el desayuno luchaba por salir de mi estómago.
El coche se paró en una cuneta, justo a tiempo.
–No tenías que haber estado mirando para los lados por la ventanilla –me dijo mi tío.
«¡A buenas horas!», pensé, mientras vomitaba todo el desayuno.
–¡Ánimo, que ya queda menos!
No entramos en la ciudad del gran drago. Había que llegar a tiempo para ayudar a colocar las cosas en la nueva casa. Sorteamos viñedos, mientras nuestro tío nos contaba, para distraernos, la leyenda de Las Hespérides y el fiero dragón que vigilaba su jardín.
Entonces me di cuenta de que las nubes se habían marchado por detrás de los macizos y el sol daba a las viñas un color de esmeralda que contrastaba con el azul limpio del cielo.
El coche discurría ahora más cerca de la costa y pudimos ver el gran Roque, en medio de un mar que rompía en él con fuerza y amenazaba con sobrepasar el malecón e invadir la carretera.
Yo estaba encantada, pero el chófer y los demás ocupantes no las tenían todas consigo.
–Mejor es pasar deprisa, no sea que el mar siga subiendo –dijo el conductor.
–¡Un castillo! –grité.
–Sí –dijo mi tío sonriendo–, desde ahí nos defendíamos del ataque de los piratas.
Era el comienzo de una nueva historia, mientras pasábamos entre platanares.
De pronto, la carretera se transforma en una calle empedrada y allí, en la base de una montaña y junto al frondoso Monte del Agua, el que había de ser nuestro nuevo pueblo, Los Silos.
–Niñas, ¿saben por qué este