Mientras maduran las naranjas. Cecilia Domínguez Luis
esto es para Daniel, ¿sabes? Aquí hay ropa que fue nuestra, de cuando éramos bebés.
–¿Seguro que nosotras éramos tan menudas?
–Pues claro.
En ese momento entró nuestra madre.
–Salgan fuera a jugar –nos ordenó.
Eso quería decir que los mayores iban a hablar de cosas que no podíamos oír. Lo extraño es que ni siquiera preguntábamos el porqué. Simplemente, aceptábamos que era algo que estaba prohibido, como subirse a una silla para coger un tarro de miel o mermelada, o decir palabrotas. Casi nunca discutíamos las órdenes de nuestra madre.
Las dos la llamábamos así, madre. No se nos ocurría llamarla mamá y no porque nos lo prohibiera sino porque no nos salía. Tal vez fuera la costumbre. Mi padre llamaba madre a la suya, y eso quizá hizo que nosotras nos acostumbráramos. Además, aunque nunca lo hablamos, las dos pensábamos que a ella le gustaba que la llamáramos así: era más hermoso que mamá. «Madre» nos hablaba más de su fuerza, como mar, volcán, barranco, sol, árbol… Nos protegía más de los miedos, estaba siempre ahí, esperando, ofreciéndonos su regazo ilimitado.
Al ratito de estar en la plaza, vimos salir a tío Nicolás y corrimos tras él.
–Tío, ¿vas a tu casa? ¿Por qué no nos tocas el piano y hacemos un baile con la pandilla?
Tío Nicolás nos miró divertido.
–Bueno, pero solo hasta que llegue tía Isabel. Ya saben cómo es ella para estas cosas; así que alguien tiene que vigilar y cuando vea que sale de casa de tío Daniel, me avisa y entonces… todos sentaditos escuchando, ¿vale?
Llamamos a la pandilla. Éramos diez y empezamos con un pasodoble.
Nos turnábamos en la vigilancia de la puerta y, a la tercera pieza, Luisa nos gritó:
–¡Ya viene!
Nos sentamos todos en el suelo y mi tío empezó a tocar Para Elisa, de Beethoven.
Irene y Elena se soltaron de su madre y se acercaron corriendo al piano.
–¡Vaya, qué tranquilitos que están todos! –dijo tía Isabel con ironía–. Seguro que no estaban así hace unos minutos. A ver, ¡todo el mundo a jugar a la calle!... Cuidado que tú también eres novelero, Nicolás.
Me imagino que mi tía miraría el salón con lupa, para ver si habíamos roto algo y, desde luego, el sermón a mi tío estaba asegurado. Y es que mi tía Isabel era muy celosa del orden y la limpieza y estaba muy orgullosa de cómo tenía su casa; así que vernos allí con cara de no haber roto un plato estoy segura de que levantó sus sospechas.
Atardecía cuando oímos que nuestra madre nos llamaba.
Terminaba el domingo y por el aire se esparcía un olor a madreselva que venía del jardín de la casa vecina a la nuestra. Madre nos esperaba en el comedor. Sobre la mesa, los libros y los cuadernos aguardándonos para que hiciéramos los deberes del lunes. Ella, mientras tanto, cosía nuestra ropa. De vez en cuando levantaba la vista para comprobar que seguíamos aplicadas a nuestra tarea, y sonreía. Entonces me parecía que el comedor se llenaba de un aroma muy especial, como a pan recién hecho.
Lupe decía que yo tenía demasiada imaginación.
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