Mientras maduran las naranjas. Cecilia Domínguez Luis
la primera lección de mi tío Daniel y yo supe que eso no había hecho más que empezar.
Pero, como todo niño que sacia su curiosidad, pronto me olvidé de las explicaciones.
Lo que me interesaba era todo lo que estaba viendo.
–¡Ya llegamos! Verán qué bonita es la casa que les hemos conseguido.
Miré a mi madre, que había hecho todo el trayecto en silencio. Me sonrió y entonces sentí que ese temblor de su sonrisa me abría el camino de par en par.
Dos
La casa estaba en uno de los laterales de la plaza principal. Era una vivienda de dos plantas, pequeña pero muy acogedora, con una amplia ventana en la parte baja y dos en la alta; esas ventanas de casa antigua, que tenían unos asientos para que sus habitantes, sobre todo las mujeres, pudieran sentarse a leer, a coser o simplemente a hablar, o contemplar la calle y a las gentes que pasaban por allí.
Las habitaciones estaban en la planta alta. Eran bastante amplias, daban a la calle y tenían un piso de madera que las hacían más confortables en los
inviernos.
Nos dejaron elegir habitación y Lupe y yo, después de haberlas visto, nos miramos y no hubo necesidad de palabras. Dijimos al unísono: «¡La de la izquierda!», y es que desde su ventana podíamos ver toda la plaza, mientras que en la otra el gran laurel que estaba frente al kiosco nos impedía verla completa.
Luego fuimos a la casa de tío Daniel –la casa del maestro–, ubicada en el segundo piso de un antiguo convento, justo al otro lado de la plaza, y desde allí, a la de tío Nicolás, que estaba muy cerca y donde nos esperaba él junto con su mujer, Isabel; sus dos hijas, Irene y Elena; y tía Amalia, la mujer de tío Daniel, que llevaba en brazos a Berta y se le notaba bastante su embarazo. Entre todos nos habían preparado un almuerzo de bienvenida.
A las primas nos sentaron juntas; claro que nosotras éramos las mayores y debíamos –como decía mi madre– «echarles un ojo». Berta se sentó en el regazo de su madre, pues, con solo un año, se manchaba cuando comía y se ponía perdida de puré. A nosotras nos hacía mucha gracia ver aquellos morritos llenos de potaje, mientras ella esgrimía la cuchara como si fuera una batuta y dirigía una imaginaria orquesta.
–Esta niña va a ser también directora de banda –bromeó tío Nicolás.
Berta, como si se diese cuenta de que estaban hablando de ella, interrumpió su ejercicio con la cuchara y se quedó con los ojos muy abiertos, mirando a su padre, que en ese momento también la miró sonriendo.
–No sé por qué, Nicolás, me da que la nena va a ser maestra, como su padre, ¿verdad? –añadió tía Isabel.
–Nee… na –balbuceó Berta.
Todos nos echamos a reír y mi prima puso esa cara de cuando los niños van a empezar a llorar y que mi madre llama «hacer pucheros», aunque a mí eso de puchero me suena más a comida.
Tía Amalia se dio cuenta y, para distraerla y que no llorara, empezó a hacerla cabalgar sobre sus rodillas, mientras decía: «¡Arre, arre, caballito, a comerse el potajito! Y ustedes, muchachos, a ver si se dejan de boberías, que ya decidirá la niña lo que quiera ser».
Me sorprendió la salida de mi tía Amalia, pero pronto me daría cuenta de su ingenio y de su facilidad para resolver lo que yo llamaba «situaciones difíciles», con un humor y una picardía que nos hacían reír a todos.
Mi tío Daniel la miró y yo sentí que algo muy hermoso pasaba entre aquellas dos personas. Era una complicidad parecida a la que yo tenía con mi hermana, por la que bastaba una mirada para saber lo que queríamos; pero había algo más, que Lupe no me supo explicar muy bien lo que era cuando le pregunté.
–Bueno, es que ellos están casados y eso…
–¿Y eso? ¿Cómo que y eso?
–Quiero decir que, cuando dos personas se quieren y se casan, pues… se conocen mucho y, como se ven todos los días y las noches…
–Pero también nosotras nos vemos todos los días y…
–Ya, pero tú eres mi hermana. Y no me preguntes más, que, como dice madre, eso son cosas de los mayores.
No seguí insistiendo porque me di cuenta de que Lupe tampoco sabía mucho del asunto. Eran esos momentos en los que deseaba que el tiempo pasase deprisa y que ya fuera lo suficiente mayor para saber qué era todo «eso».
Pero, volviendo atrás, aquella fue una tarde tranquila y feliz que sirvió para aliviarnos de las tensiones y el cansancio del viaje.
Los visillos de la sala, donde nos reunimos después del almuerzo, empezaron a volverse naranjas y la próxima llegada de la noche propició el despertar de los recuerdos. Hubo un momento en que incluso Irene y Elena dejaron de jugar y se sentaron, muy calladas, en el suelo. Berta dormía en brazos de su madre y todo quedó en silencio. Fueron solo unos segundos, pero Lupe volvió a morderse los labios.
Entonces, tío Nicolás se acercó al piano que había en la sala y dijo: «Bien, ahora vamos a cantar todos para despedir al sol».
Yo me levanté enseguida y me puse a su lado.
–A ver, Sara, ¿qué quieres que cantemos?
Lupe se acercó en ese momento y yo me animé:
–Toca esa canción que dice: «Tuyo es mi corazón, oh, sol de mi querer…».
Canté, con tanto entusiasmo que todos se echaron a reír.
–¡Vaya, esta vez, Daniel, estarás conmigo en que Sara va a ser cantante! –exclamó mi tío Nicolás.
Yo me puse toda colorada y me dieron ganas de desaparecer. Afortunadamente, mi tío Daniel hizo eso que se llama «echar un capote» y que, según mi madre, es una frase que viene del mundo del toreo (algo que a mí no me gusta nada) y que quiere decir salir en ayuda de alguien.
Pues eso, que mi tío me echó un capote.
–Esta señorita que ustedes ven aquí –dijo poniendo sus manos sobre mis hombros– también va a ser lo que ella quiera: cantante, maestra, abogada…
En ese momento lo hubiera abrazado y me hubiera echado a llorar como una tonta, pero ahí estaba mi hermana, que con su mirada parecía decirme «no vayas a llorar ahora», así que, como hace ella, apreté los dientes y sonreí.
Poco después, se encendieron las luces de la sala y vi cómo mi madre se levantaba.
–Bueno, señoritas –dijo tío Daniel–, ya es hora de que se vayan a dormir. Hoy ha sido un día duro y mañana tienen que estar descansadas para empezar sus clases… No se inquieten, yo las pasaré a buscar.
–Julia –dijo tía Amalia–, mañana iré por tu casa y nos acercaremos al mercado para comprar lo que les haga falta para comer. Aquí tienes un poco de leche para el desayuno… Ah, me olvidaba, por la misma acera de tu casa, tres casas más allá, hay una panadería que abre desde las siete.
–A mí también me gustaría poder echarte una mano –dijo mi tía Isabel–, pero ya sabes, con las niñas…
–Sí, sí, no te preocupes, y gracias por todo.
Elena e Irene se habían asomado a la puerta, cogidas a la falda de su madre, para decirnos adiós. Entonces, tío Nicolás volvió a sentarse al piano y empezó a tocar la canción «adiós con el corazón, que con el alma no puedo…», como una despedida cuyas notas se fueron perdiendo a medida que nos alejábamos de la casa y que, en contra de lo que yo suponía, no me entristeció porque sabía que, al día siguiente, íbamos a estar juntos de nuevo.
Atravesamos la plaza. Yo canturreaba una canción que hablaba de lunas y enamorados. No quería volver a aquel silencio que favorecía la tristeza.
Al día siguiente, tal como nos había prometido,