Lui de Pinópolis. Carlos Roselló

Lui de Pinópolis - Carlos  Roselló


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podía dar crédito a lo que acababa de escuchar. El sueño de mi vida siempre había sido, precisamente, ser maestro de letras. Mi corazón dio un vuelco de felicidad.

      —Lui, ¿te sientes bien? —preguntó al verme tan emocionado.

      —Sí. Pero ¿cómo sucedió? —pregunté aún conmovido.

      —Muy simple. Al aceptar el cargo me preguntaron cuál de los ayudantes podría sustituirme, y no hice más que decir la verdad. El mejor y más aplicado de mis alumnos siempre has sido tú.

      —No sé qué decir porque no tengo palabras. Todo te lo debo a ti; es el día más feliz de mi vida.

      —Solo dime que aceptas.

      —¡Acepto!

      —Muy bien. ¡Felicidades, maestro Lui! Y créeme: a partir de ahora admiro tu valor, pues entre tus alumnos, como ya bien sabes, hay algunos que son todo unos diablillos...

      Lo que no imaginaba en ese momento es que después de ese día tan feliz, conocería el miedo más atroz que jamás experimentaría en la vida.

      II

      Félix

      Cuando era pequeño y recién comenzaba la escuela, cierta mañana de verano, mientras asistía a una aburrida clase práctica de supervivencia en el bosque, aproveché un descuido del maestro Nas y me escondí. Una vez que perdí de vista a todos, corrí en dirección opuesta, al tiempo que me iba riendo de mi propia travesura, y de la que se armaría cuando descubrieran que faltaba un diablillo.

      El sitio preferido de nuestros juegos eran las cuevas de las afueras de Pinópolis. En ellas solíamos pasar la mayor parte de nuestro tiempo libre. Y puesto que así consideré lo que resultaba de mi fuga, sin duda ya imaginarás hacia dónde me encaminé. Mi risa no se había extinguido cuando poco antes de llegar, escuché el ruido característico que hacen las ramas secas al quebrarse bajo los pies de alguien.

      Tino y yo teníamos por costumbre asustarnos mutuamente cuando uno veía solo en el bosque al otro. Teniendo presente que ese día hacía horas que no sabía nada de él, y que igualmente le gustaba ausentarse de clase, adiviné de quién se trataba. «¿Así es que tú también quieres divertirte?», pensé. Me cubrí la boca con una mano para que no escuchara la risa que me causaba, y pronto me encontré escondido detrás de una roca, a la espera del muy torpe, que continuaba delatando su presencia. Puesto que a Tino lo que más le asustaba era creer que un oso estaba tras sus pasos, obviamente, como tal, intentaría comportarme.

      Si bien últimamente muchas cosas han cambiado, en la escuela de la aldea lo primero que te enseñaban era a temer a los cazadores, y luego a los osos y los lobos. Los maestros solían decirte que, si en tu camino te encontrabas con estos animales, debías escapar rápidamente e intentar que perdieran el rastro. Si tal estrategia fallaba, tenías que luchar y vencerles, ya que si no... bueno, lo mejor sería que no pensaras en el caso opuesto. Respecto a los cazadores, todo sigue igual. La suerte con estos sujetos variará según te vean solos o en grupo. Un grupo intentará atraparte de la forma que sea; en cambio, si te ven solos y no están armados, aunque nunca son de fiar, es común que suelan quedarse paralizados ante ti y digan cosas que nadie entiende. Pero este es otro problema.

      Lo cierto es que aquella mañana, a medida que escuchaba los ruidos más cerca de mí, empecé a imitar a los osos.

      —¡Guaaahhh...!

      Tino estaría petrificado de miedo porque instantáneamente el silencio reinó en los alrededores, provocando así que mi risa fuera ya incontenible. Pese a escuchar un ensordecedor aullido de lobo en las inmediaciones que me hizo temblar, resolví correr el riesgo de un encuentro no deseado para continuar asustando a mi amigo.

      —¡Guaaahhh...!

      El sol estaba a mis espaldas, pero no le presté atención hasta que una sombra sobre la roca tras la que me ocultaba empezó a agrandarse en forma sospechosamente alarmante. Aunque intuí que no se trataba de Tino, ya que él no alcanzaba ni a la quinta parte del tamaño de lo que había detrás de mí, al darme vuelta lentamente y quedar frente a lo que producía la sombra, tuve la desagradable certeza.

      —¡Guaaahhh...!

      ¡Un oso negro gigantesco, con una mancha blanca entre los ojos, estaba delante de mí!

      —¡Guaaahhh!

      Esta vez el oso y yo, mirándonos, lanzamos al mismo tiempo un sonido similar, aunque de contenido sustancialmente diferente; mientras, seguramente, él me anunciaba que me había elegido para ser su alimento del día, yo grité porque sabía culminada mi existencia.

      Cuando el oso gigante me tomó entre sus garras y comenzó a levantarme del suelo, debí haberlo dejado sordo, ya que mis gritos eran desesperados. Claro, siempre y cuando ya no lo fuera, porque en ningún momento pareció molestarle.

      La verdad es que segundos antes de lo que creí era mi fin, extrañamente el oso miró hacia atrás. Mientras trataba de entender lo que sucedía, no pude por menos que dejar ir mis ojos en la misma dirección que los de mi captor. Y si mi asombro de por sí ya era mayúsculo, más lo fue cuando a pocos pasos de donde nos encontrábamos el oso y yo, vi a un duende desconocido, mayor, pero de mediana edad. Este vestía de blanco y parecía estar como en trance, puesto que sus ojos estaban cerrados y sus manos abiertas, pero juntas, como saliéndole del pecho.

      Decididamente para mí todo era inverosímil, pero el colmo se produjo cuando el oso me depositó nuevamente en tierra, en forma hasta delicada, y fue hacia el desconocido. Una vez que ambos estuvieron frente a frente, y por más ilógico que me pareciera, supe que eran buenos amigos, pues el duende acarició sonriente con sus dos manos la cabeza del oso gigante, el cual, por cómo se comportaba frente al extraño, me recordó a un cachorro. Al cabo de unos momentos de juegos varios, el oso se irguió, pasó su lengua por la cara de mi salvador y después se marchó, para perderse después en la espesura del bosque.

      —Hola. Soy Félix de Sabiópolis —dijo el duende al aproximarse.

      Su voz era grave, pero al mirarle a los ojos encontré una paz y una bondad hasta entonces desconocidas para mí, y algo más. En ocasión de ver a alguien por primera vez, ¿has tenido esa sensación de creer que ya le conoces? Si te ha sucedido, sabes entonces cómo me sentí con Félix.

      —Soy Lui…, Lui de Pinópolis —alcancé a decir.

      —Dime, ¿estás bien, Lui?

      —Sí, señor, aunque aún temblando por el susto…

      —Me imagino. Pero nada de formalidades. Para ti soy simplemente Félix, ¿de acuerdo?

      —Muy bien, Félix. Una vez me dijeron que cuando alguien te salva la vida se convierte en tu hermano de sangre —dije, mirándole serio.

      —Debemos comenzar por convertirnos en amigos, ¿no te parece, Lui?

      —Tienes razón, Félix. Entonces, ya somos amigos.

      —Bien. Pero ¿cómo es que a tu edad caminas solo por el bosque?

      —Mmm..., ¿me creerías si te dijera que he venido a buscar algo que he perdido?

      —No lo creo.

      —¿Y si te digo, en cambio, que estoy en una prueba de supervivencia?

      —Tampoco.

      Una de las tantas cosas afortunadas que tiene la amistad es que un amigo siempre sabe cuándo le mientes.

      —Me escapé de la clase de supervivencia —confesé enrojecido, sin atreverme a mirar la cara de mi nuevo amigo.

      Para mi sorpresa, Félix empezó a reírse como un loco. Y tanta fue la gracia que me provocó verlo, que no pude evitar contagiarme. Ahora éramos dos locos.

      Una vez que nos cansamos de reírnos, le pregunté:

      —Félix, ¿podrías explicarme lo que sucedió?


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