Lui de Pinópolis. Carlos Roselló

Lui de Pinópolis - Carlos  Roselló


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cuando Bellápolis decidió utilizar más agua de la necesaria del Río de los Duendes, perjudicando de este modo a Sabiópolis, que se ubica más abajo en el bosque, como todos sabemos. Esto motivó que delegados de ambas aldeas se reunieran en varias ocasiones, sin que el diferendo haya podido solucionarse. Los representantes de Bellápolis sostienen que esa aldea jamás utilizó más agua que la de costumbre, y los de Sabiópolis, que ello no es verdad y que es un acto de guerra. Después de la última reunión, Los dio la orden de amurallar su aldea, a la vez que comenzó a organizar un ejército.

      Las palabras que escuchaba parecían provenir de una pesadilla, aunque sabía perfectamente que no estaba soñando. Todo me resultaba muy extraño por varias razones. El Río de los Duendes nace aquí en Pinópolis, con las aguas que resultan del deshielo de los picos altos de las diferentes montañas próximas. Durante años, jamás hubo problemas con su utilización, sencillamente porque el agua ha sido y es más que suficiente para las tres aldeas que se asientan a sus orillas.

      Dejando atrás Pinópolis, a ocho días de marcha se encuentra Bellápolis, y a quince, Sabiópolis. Muy a pesar de ellas, estas aldeas han sido en extremo diferentes a lo largo de la historia. Concretamente, Pinópolis se destaca por ser la que forma los mejores maestros; Bellápolis por los inigualables artesanos; y Sabiópolis por sus fabulosos inventores. Considerando tales características, es probable que, si en efecto Sabiópolis tenía dificultades con el suministro de agua, sus inventores podrían solucionarlo de alguna otra forma que comenzando una guerra.

      La verdadera razón del problema tenía que ser otra. No podía decir porqué, pero instintivamente algo me dijo que ese tal Los no era de fiar. En el momento mismo de escuchar su nombre, muy en lo profundo de mí había experimentado una sensación extraña, que por aquel entonces no supe comprender.

      —Verdépolis envió mediadores hace unos días, pero Los se negó a tratar el problema con ellos argumentando que todas las aldeas del bosque son aliadas de Bellápolis. No es necesario decir que eso es falso, pero es una afirmación que no podemos ignorar, pues revela que Los actúa en función de sus propias creencias. Ahora bien, pese a que Pinópolis es ajena al diferendo, todos en el Consejo creemos que no debemos quedarnos con los brazos cruzados, dada la innegable magnitud del peligro. Así es que los hemos convocado para decidir entre todos lo que debe hacer nuestra aldea.

      Transcurridos unos instantes sin que hubiera propuesta alguna, debido indudablemente a la conmoción generada, Tino pidió la palabra:

      —Si no podemos mediar porque se considera que todos estamos en contra de Sabiópolis, propongo que como medida preventiva se me autorice a visitarla con el pretexto de llevar el correo. Una visión de primera mano creo que nos serviría de mucho. No solo sabría cuánto de serio toma las cosas Los, sino que también, tal vez, hasta podría ver con mis propios ojos a su ejército. Después de todo, si Los decide iniciar una guerra, convendría que supiéramos cómo está constituido y si presenta alguna debilidad, por si decide no detenerse en Bellápolis.

      La propuesta de Tino recibió de inmediato la aprobación general, pues era el único que podría saber cuán seria era la situación. Si bien hasta ese momento nos había protegido con sus trucos de los cazadores, los osos y los lobos, él sabía como nadie la mejor manera de tomar precauciones. Lo que me desagradaba de su idea era que fuera solo, aunque sabía que se trataba de un experto en supervivencia.

      —Estamos todos de acuerdo, Tino —dijo el presidente.

      —Muy bien. Entonces partiré mañana temprano e iré por la Montaña de Marte, ya que el camino habitual para esta ocasión es demasiado largo.

      —No, Tino. Es muy peligroso —replicó el presidente.

      —Lo sé, pero en diez días estaré de regreso. De lo contrario, será en treinta, y entonces podría ser tarde.

      El temor a recorrer el camino de la Montaña de Marte se debía a tres causas: la primera, por la gran cantidad de lobos y osos y el consiguiente miedo que estos generaban, según ya sabes; la segunda, porque se adentra por tierra de Nonópolis, la aldea fantasma de la que nadie jamás regresaba; y la tercera, por ser la zona preferida por los cazadores para acampar y cometer sus habituales fechorías.

      —Muy bien. Creo que las circunstancias actuales ameritan una excepción —dijo el presidente resignado—. Esta sesión ampliada se suspende hasta el regreso de Tino.

      Instantes después, Lucas y yo nos encontramos frente a nuestro mutuo amigo.

      —Cuídate mucho, Tino —le dije.

      —Te deseo suerte —dijo Lucas, y agregó—: También les digo a los dos que está listo.

      —¿En serio? —preguntó Tino.

      —Sí.

      —¿Cuándo podríamos probarlo?

      —Si quieres, ahora mismo. Es temprano.

      —¿Están hablando de lo que creo? —pregunté.

      —¡Sí, Lui! —exclamó Tino.

      Aproximadamente nueve semanas atrás, Tino, Lucas y yo resolvimos acampar bosque adentro. Este hecho no hubiera sido nada extraordinario, de no ser porque una mañana descubrimos a dos cazadores a unos cuantos pasos de nosotros, apenas despertamos. Si bien al principio el miedo nos paralizó, sentimos un gran alivio al constatar que no tenían armas, al menos a la vista.

      Después de unos momentos, nuestra atención pasó de los cazadores a un objeto de varios colores que estaban armando, con extremo cuidado. El aparato tenía forma triangular y era tan atrayente que Tino, que siempre debe correr riesgos porque según dice así se siente vivo, no pudo con su genio y se acercó aún más para verlo mejor.

      Al cabo de un rato, lo que aquello fuera había sido armado, y sus propietarios comenzaron aparentemente a echar suertes para determinar quién lo utilizaría primero. El afortunado fue el cazador más joven, por lo que, sin más, lo ató a su cintura por unas correas. Un triángulo de metal se dejó ver colgando al frente del aparato apenas lo levantó, así como algo parecido a un capullo de tela que iba de su parte media a la trasera, aunque nada de eso nos ayudó a comprender la finalidad de tan extraño artefacto. Este medía unos cuatro metros de largo, por uno y medio de ancho, más o menos. Y si en lo personal imaginé que se trataba de un juego, esa idea se desvaneció tan pronto como el joven cazador se aproximó peligrosamente al precipicio, ubicado pocos metros adelante.

      —Aún no puedo creer que me haya decidido a lanzarme desde aquí, con un ala delta —comentó al otro.

      «¿Ala delta? ¡Vaya forma que eligió para morir!», pensé. Fue entonces cuando se me ocurrió hacer algo y pronto, ya que evidentemente se aprestaba a saltar y no podía permitir semejante locura. Así, ante el asombro de Tino y el desconcierto de Lucas, no tuve mejor idea que intentar persuadir al joven cazador.

      —¡Espera! No saltes, por favor. Escucha: nada debe ser tan grave; la vida está en permanente cambio...

      —Pero ¿quién es el tonto que…? —preguntó sin concluir el otro de los cazadores.

      Estos, luego de mirarse uno al otro, lentamente giraron hacia atrás, para acabar por horrorizarse al descubrirme.

      —¡Aaahhh...! —gritaron al unísono.

      Y lo que creí peor, sucedió. Sin que se acallaran aún los gritos, el joven cazador saltó al vacío mientras su compañero corrió despavorido bosque adentro.

      Tino, Lucas y yo, parados frente al precipicio, intercambiamos miradas de incredulidad y compasión. Una fracción de segundo más tarde, sin embargo, anonadados contemplamos que el joven cazador volaba. ¡Volaba! La magia de verlo sostenido en el aire nos deslumbró.

      Transcurridos unos momentos en los que nos resultó imposible cerrar nuestras bocas, Lucas dijo que podía construir un aparato igual porque sus formas se le habían grabado en la cabeza. Lo cierto es que una vez reunidos los materiales que Lucas reseñó, sus manos se pusieron a la obra en las horas que no ocupaban sus clases de carpintería. Y ese día, por fin, el revolucionario


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