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menos extensos, aunque con todo tipo de instalaciones deportivas. Esa segunda casa había adquirido popularidad cuando estuvo ocupada por un conocido jugador de futbol con arrendamiento a cargo del equipo de futbol para el que militaba. Era propietaria, asimismo, de varios grandes huertos dispersos por la zona de Bétera y Naquera y una casa, también de notables dimensiones y con dos siglos de historia en el centro de Valencia, estaba arrendada a un banco y un equipo de creativos de publicidad. El otro grupo estaba formado por inmuebles provenientes de cambios de solar por obra, especialmente locales comerciales de grandes dimensiones dedicados al arrendamiento. Además, alquilaba cuarenta y ocho plazas de garaje.

      Había también varios vehículos: un Bentley y dos todo terreno Range Rover de matrícula consecutiva, todos ellos a nombre de Borja. A nombre de Fátima tan solo constaban dos furgonetas y un tractor.

      Beatriz realizó un esquema en el que ordenó las sociedades según sus titularidades y las conexiones. Él lo tenía todo desplegado sobre la mesa de la sala de juntas. Pablo, que ya estaba en antecedentes del caso, le pidió a Beatriz que no estaba para nadie hasta que llegara la visita que tenía concertada para la última hora de la tarde.

      Beatriz no hubiera podido pasarle ninguna llamada, pues en las salas de juntas no había teléfonos y por el móvil no le hubiera sido posible, pues durante las dos hora y media en que estuvo recluido no dejó, prácticamente, de hablar por el mismo. Cuando Beatriz le dijo que había llegado la visita que esperaba, Pablo, al sentirse interrumpido, no pudo reprimir que el fastidio aflorara en su rostro, aunque inmediatamente apareció una amplia sonrisa y felicitó a Beatriz por las averiguaciones.

      —Deséame suerte, a ver si soy capaz de rematarlas con el mismo rigor de tus averiguaciones. —Y fue a su despacho donde le esperaba la visita.

      Beatriz ni pudo ni quiso evitar sentirse ahíta de orgullo profesional. Como Pablo le había dicho que precintara la sala de juntas, comprobó que no había quedado enchufado ningún aparato, por lo que pudo ver la cantidad de anotaciones que había hecho Pablo en cada uno de los informes de las sociedades, tanto de Borja como de Fátima, especialmente en las del primero. Tras recoger el portátil de Pablo, apagó las luces, encendió el piloto rojo que había sobre la puerta, cerró con llave y se llevó el portátil a su oficina situada junto a la entrada, entre las dos salas de espera del despacho.

      Capítulo V

      Aquel jueves Teresa despertó a su compañera tres horas antes de lo acordado. Las actividades de la casa vigilada hacían prever la proximidad de la llegada de los inmigrantes y era preciso que las dos estuvieran despabiladas, era la oportunidad que estaban aguardando desde hacía meses. Ambas se ducharon e ingirieron algo ligero por turnos, no debían dejar su vigilancia en ningún momento, luego se instalaron ante el mirador en completa oscuridad. Leonor se retiraba del observatorio para fumar, impidiendo que la escasa luz de la brasa pudiera alertar a Pulgarcito.

      La tensa espera las mantenía calladas. Hasta allí llegaba el rumor del tráfico de la carretera que discurría a espaldas del edificio. La calle que separaba a observados y observadoras estaba tranquila, solo existía el tránsito normal de una noche laborable y algún coche que buscaba aparcamiento. La calle solo tenía una entrada, siendo lo que se llama un culo de saco.

      Transitaban algunos vecinos que retornaban a casa después de una prolongada y agotadora jornada laboral, algunos de ellos habían parado a tomar alguna copa en el bar del chaflán, estos últimos eran fácilmente identificables, pues volvían en grupo y el volumen de sus conversaciones era bastante más alto. Más tarde también pasaron los que, sin haber tenido que sufrir jornada laboral alguna, volvían de pasar la tarde en el mismo bar. Eran los profesionales de la barra, que volvían silenciosos y con deambular inseguro, los mismos de cada noche. Uno de ellos se quedó junto a la entrada de vehículos del caserón vigilado, fumándose algún pitillo, hasta que creyera que el olor de tabaco había enmascarado el del alcohol, hasta que vomitara, o hasta que se produjeran ambos eventos, luego subiría a su casa, donde su mujer, a la que ya no le importaba si fumaba o bebía, ni le esperaba ni quería saber de él. Estaba con él porque no tenía otro lugar al que ir.

      Poco después el barrio se quedó, como todas las noches laborales, dormido, aún antes de las diez. Era especialmente tranquilo y aburrido ahora que había perdido el cosmopolitismo con la diáspora de los emigrantes, que en otros tiempos alegraban aquel arrabal con sus voces y músicas. Ahora habían seguido su migración hacia otros parajes menos dañados por la crisis, algunos habían vuelto a sus propios países, otros, los más, habían seguido profundizando en Europa. Tampoco estaban los pocos jóvenes del barrio que en algún momento lo alborotaron con su despreocupación, se habían ido y si quedaba alguno ya no estaba despreocupado.

      En la calle no quedaba nadie, si se exceptuaba a una parejita que se prodigaba atenciones sexuales dentro de un viejo vehículo aparcado junto a la entrada trasera del caserón, aprovechando que las farolas de allí no funcionaban. Durante algún tiempo no hubo más actividad en la calle, a excepción de dos vehículos que pasaron, uno entró y salió, el otro se quedó aparcado en algún rincón. También se fue la parejita, ya se habrían desfogado o estaban hartos de ser importunados por Pulgarcito, que, como todas las noches, sacó un enorme cubo de basura. ¿Cómo podía generar tanta basura un solo hombre? Lo dejó pegado al coche, para, después, saciar su curiosidad sobre lo que ocurría en el coche en un fisgoneo que no disimuló.

      Cuando dieron las doce y media, súbitamente llegaron en tromba varios automóviles con balizas azules encendidas, algunos pintados con los colores propios de la policía foral de Navarra. Había también automóviles de la Guardia Civil y de la Policía Nacional. Más tarde, apareció como extraviada una patrulla de la Policía Local, aquello parecía una convención policial.

      Teresa y Leonor observaban asombradas el operativo, sin saber si se habían dormido y había ocurrido algo durante su sueño.

      A pesar de la variedad de cuerpos de seguridad, la coordinación fue ejemplar y el despliegue y toma de posiciones resultó espectacular, lo que animó a los pocos vecinos que permanecían despiertos a asomarse a sus ventanas, ignorando el posible peligro que podía comportar una actuación con tan numerosa y variada fuerza pública. El grupo que entró al caserón por la entrada de vehículos situada frente a nuestras observadoras, parecían pertenecer a operaciones especiales a juzgar por la indumentaria y los avíos que portaban. Abrieron la entrada por medio de un pesado ariete metálico que, manejado por dos policías, no dio demasiadas oportunidades al pequeño, aunque recio, portillo que formaba parte del gran portón, al primer golpe se abrió como si no estuviera echado el cerrojo y a través del pequeño hueco entraron dos decenas de policías que desarrollaron una coreografía como las que nos tienen acostumbrados en las series americanas, que ellos también debían ver, a juzgar por la identidad de los pasos que desarrollaron. Después de completar dicha danza se debió declarar oficialmente tomada la edificación al encontrarse en el centro del patio que separaba las naves los que habían entrado por la puerta trasera con otros, que debieron entrar por la puerta principal, a los que se les fueron uniendo algunos policías de paisano y otros con uniformes plagados de insignias y condecoraciones que debían ser el estado mayor de la operación.

      Leonor, con los ojos a punto de escapar de sus orbitas impulsados por la indignación que sentía ante aquella repentina y extemporánea puesta en escena de no se sabe qué, no pudo contenerse:

      —¡Vaya chapuza! Vaya mierda de operativo para gloria de algún jodido político. ¡Vaya chapuza! —Leonor no cesaba de decirlo desde que se había iniciado la operación.

      Teresa la trató de contener, quería evitar que abriera la ventana y les gritara lo que pensaba. Sus relaciones con las fuerzas de seguridad no eran precisamente demasiado cordiales. En demasiadas ocasiones había vertido su opinión particular sobre los grandes operativos que organizaban a requerimiento de mandos con ambiciones políticas. No interesaba que se supiera que ellas se encontraban allí, levantando acta de otro estrepitoso fracaso en la lucha contra la inmigración ilegal sin duda boicoteada por la propia mafia, que había sabido mover sus fichas para provocar un fracaso que avergonzaría a las fuerzas del orden y conseguiría inmovilizarlas durante algún tiempo. Habían conseguido otra cosa: habían mandado a la mierda el seguimiento que


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