El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés
club de los Salvajes. Asistía ocho días seguidos a cualquiera de estas sociedades: de repente se cansaba y tardaba en venir un mes. Miguel Rivera solía compararlo a Milord, un famoso perro que asistía con su amo al café del Siglo. Mientras le daban terrones de azúcar se mostraba muy solícito y cariñoso. En cuanto observaba que los platillos quedaban vacíos, se alejaba de la mesa afectando no conocerles siquiera. D. Laureano no estaba con ellos sino mientras le divertían.
Pues si pasamos al sexo femenino, aquí sí que se dilataba desmesuradamente la esfera de sus conocimientos. Tan pronto se le veía asiduo galanteador de una marquesa averiada, como festejando a alguna hermosa horchatera. Una noche formaba el encanto de alguna tertulia cursi y enamoraba a cualquier zagalilla de quince años, dulce y tímida; a la siguiente se le veía cenando en algún colmado con dos rameras. Su amor no reconocía clases, ni estados, ni edades.
Tenía un carácter apacible y su trato era cortés y afectuoso. No disputaba jamás, pero gozaba oyendo disputar a los otros. Poseía inteligencia bastante lúcida y una ilustración que, aunque superficial, le servía para no hacer papel desairado en ningún sitio. Tocaba el piano medianamente, leía muchas novelas francesas y hablaba con alguna competencia de pintura. Toleraba fácilmente los defectos del prójimo y se hacía perdonar los suyos por la frescura y la gracia con que los confesaba. Se refería a sus vicios y se jactaba de ellos con suave cinismo que a algunos hacía gracia y a otros repugnaba. De todos modos, era un compañero agradable y hombre con quien había seguridad de no tener choque alguno por palabra de más o de menos. En todas partes inspiraba alegría su presencia, la alegría serena, apacible que su rostro reflejaba constantemente.
—Manuel, vas a decirme en seguida quién es esa chiquilla que está aquí sentada a la derecha con un viejo—dijo al encargado del café inclinándose y metiéndole los labios por el oído.
—No puedo darle muchas noticias, Sr. Romadonga. Son padre e hija y me parece que los conoce Remigio, uno de los mozos... Aguarde usted un poco.
Llamó el encargado a Remigio y éste les manifestó que eran vecinos suyos y vivían en la calle de Lavapiés. El padre era viudo, de oficio sillero y no tenía más hija que ésta. La muchacha estaba aprendiendo a peinar. Buena gente. El sillero un infeliz. La chica muy trabajadora y muy recatada, pero con un genio de dos mil diablos. Armaba cada pelotera de vez en cuando con la vecina del segundo, que la casa temblaba.
—¡Así me gustan a mí!—murmuró D. Laureano atusándose con mano trémula el bigote y devorando con los ojos a la hermosa chula,—¡Que muerdan y arañen como los gatos!
No habían pasado inadvertidas para aquélla ni las miradas apetitosas del bizarro señor ni el conciliábulo que celebraba con el encargado y el mozo su vecino. Bien entendió que se trataba de ella y que el elegante caballero la encontraba muy de su gusto. Moviose con inquietud en la silla, dirigió dos o tres furtivas miradas al grupo y se llevó la mano a la cabeza para alisarse el pelo, primera y graciosa respuesta de inteligencia que da siempre la mujer a los homenajes que le dirigen con la vista.
—¡Preciosa criatura!—añadió como hablando consigo mismo.—¡Qué ojos! ¡qué tez de nácar! ¡qué dentadura!... Las formas superiores. Debe de ser muy joven... Lo más que tendrá serán veinte años.
—Atiende, Concha—dijo entonces el mozo en voz alta dirigiéndose a la chula.—¿Cuántos años tienes?
—¿Qué te importa?—replicó la joven.
—A mí nada... pero este señor...
—Le importa menos.
—Eso no lo sabe usted—dijo D. Laureano en voz alta también.
—Por sabido.
—Acaba de echarte veinte años—dijo Remigio.
—Es que no me ha reparado bien.
—¿Tiene usted más?—preguntó D. Laureano.
—No lo sé. ¿Es usted por causalidad del registro civil?
Concha afectaba al hablar un tono desdeñoso y ponía esos ojos tan graciosamente agresivos que caracterizan a las hijas del pueblo en Madrid.
—Pues si usted tiene más no los aparenta—manifestó Romadonga, que era un psicólogo práctico para quien ni el alma de las chulas ni el de las duquesas guardaban secreto alguno.
Acercose al mismo tiempo con paso firme y sosegado a la mesa donde padre a hija se sentaban y, haciendo una cortés inclinación de cabeza, añadió gravemente:
—Estoy seguro de que no tiene más y apelo al testimonio de su papá, de cuya amabilidad espero que no me ha de engañar.
El sillero se llevó con serio ademán la mano al sombrero, sonrió y dijo lleno de amabilidad:
—El 8 de Diciembre, día de Nuestra Señora, ha cumplido los diez y seis.
—¡Qué atrocidad!
¡Ea! Ya está D. Laureano en su terreno. A los cinco minutos se había sentado formando triángulo con el sillero y su hija. A los diez parecía su íntimo amigo, departía con ellos familiarmente y hacía reír a la hermosa chula con la batería de chascarrillos y donaires que tenía reservados para las hijas del pueblo.
Mientras tanto el semblante de nuestro buen amigo Mario expresaba una muda y profunda desesperación que causaba pena. Romadonga era capaz de pasarse toda la noche hablando con la chula. Dirigíale desde su mesa miradas intensísimas, unas veces suplicantes, otras coléricas, las cuales no advertía siquiera el viejo trovador, y si alguna vez se tropezaban casualmente sus ojos, los de éste expresaban indiferencia absoluta como si nada hubiese ofrecido a su amiguito. El rostro de la vecina también se había puesto sombrío, y ya no se volvía sino muy rara vez hacia su afligido adorador.
Miguel Rivera se había ido. En su lugar estaba Godofredo Llot. Éste era un joven, casi un adolescente, de rostro afeminado, cabellos rubios, tez nacarada, ojos azules y agradable presencia.
Adolfo Moreno le acogió con sonrisa irónica.
—¿Has estado hoy en Nuestra Señora de Loreto, Godofredo? Acabo de leer en La Correspondencia que se han celebrado esta tarde solemnes vísperas.
—No, no he estado—replicó el chico con visible malestar, poniendo los ojos serios y distraídos para atajar, si era posible, las bromas insulsas con que Moreno solía regalarle.
—Pues, hombre, me sorprende muchísimo, porque unas vísperas me parece a mí que no son para desperdiciar... sobre todo solemnes. ¡Anda, que cuándo te verás en otra!
—Pues en seguida—replicó Llot malhumorado.—A cada momento las hay.
—¡Hombre, me dejas sorprendido! ¿Y a beneficio de quién eran éstas?
—¡Cómo a beneficio?...
—Sí; ¿a beneficio de qué cura se daba la función esta tarde?
Godofredo hizo un gesto de resignación y no contestó.
Adolfo gozaba extremadamente en embromar y hasta escandalizar a aquel pobre muchacho, fervoroso creyente y dado a las devociones piadosas.
Godofredo Llot era de Alicante. Habíase educado en un colegio de jesuitas, permaneciendo allí hasta los diez y ocho años, casi los que ahora representaba, aunque hubiese cumplido los veintitrés. Sus maestros le habían inculcado tan profundamente el sentimiento religioso, que apenas vivía más que para darle desahogo. Oía misa todos los días, confesábase a menudo, aunque no tanto como sus amigos pretendían; alumbraba con un cirio en las procesiones o llevaba en hombros alguna imagen cuando los estatutos de la cofradía en que estaba inscrito lo exigían. Era amigo de todos los clérigos, con quienes departía familiarmente en las sacristías. Gozaba igualmente el honor de ser recibido en el palacio episcopal y de que el Nuncio de Su Santidad le llamase por su nombre cuando le besaba el anillo en el paseo. Y sobre estas bellas cualidades que le hacían estimable y simpático en sociedad, particularmente a