El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés

El origen del pensamiento - Armando Palacio Valdés


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por un estilo florido y pintoresco, cuyo efecto entre las devotas suscritoras era asombroso. Respiraban tal vivo entusiasmo por las glorias del catolicismo, una fe tan ardiente y cierta frescura de corazón, que rara vez suelen hallarse en la escéptica juventud del día. Sobre todo al recordar las hazañas de los héroes cristianos en la Edad Media, «aquellos caballeros de armadura resplandeciente como su conciencia, que con la cruz bendita sobre el corazón marchaban al combate a pelear por su Dios,» o al tocar el asunto de las catedrales góticas, «donde la luz se filtraba misteriosa por los vidrios de color de sus ventanas ojivales, y cuyas elevadas torres destacándose severas en medio de la noche parecen un dedo que señala al cielo,» realmente la pluma de Godofredo despedía vivos destellos de elocuencia que hacían presagiar un futuro apóstol, una columna en que se apoyaría el catolicismo con el tiempo. Esto se pensaba por lo menos en las sacristías y en las redacciones de los periódicos ultramontanos, donde se le mimaba a porfía y donde había llegado a adquirir maravilloso ascendiente.

      Con tales ideas y piadosas inclinaciones, ¿cómo se entiende que Llot asistiese al café del Siglo? Él daba a tal exceso una explicación bastante plausible. Había conocido a Moreno en la Universidad, en la clase de derecho romano. Trabó estrecha amistad con él conversando largamente por los corredores en espera de las clases. Esta amistad se rompió inopinadamente porque Moreno abandonó la carrera de leyes. No volvió a verle hasta pasados dos años en que le halló casualmente en un teatro. Reanudaron entonces con alegría sus relaciones. Pero, con grande y dolorosa sorpresa suya, observó que su desgraciado amigo había rodado en los abismos de la incredulidad: las malas compañías le habían pervertido por completo. Contristado hasta un punto indecible, previo el consentimiento de su confesor, en vez de apartarse de él como de un apestado, tuvo la caridad de proseguir su amistad, esperando que con el tiempo y los constantes y oportunos consejos se reconciliaría con la Iglesia. Pero Moreno no quería oír hablar de tal reconciliación. Cada vez más ciego en su extravío, burlábase amargamente de la fe sencilla y ardiente de su amigo. No desmayaba éste: sufría con resignación los sarcasmos y hasta los insultos que a menudo le dirigía, esperando con paciencia el día en que Dios le tocase en el corazón.

      —Moreno, hace usted mal en burlarse de las cosas de la religión. ¡Quién sabe si algún día se arrepentirá usted de esas bravatas!—dijo D. Dionisio con su voz cavernosa.

      —¿Yo?—replicó vivamente Adolfo haciendo un gesto furioso, lo mismo que si le hubiesen llamado ladrón. Pero reponiéndose súbito y dejando asomar a su rostro una sonrisa sarcástica, dijo tranquilamente:—Eso queda para ustedes los poetas, que proceden siempre, lo mismo en la vida que en la esfera del conocimiento, por los impulsos ciegos del sentimiento. Quien ha llegado a cierta clase de conclusiones por un método rigorosamente científico, no hay peligro de que cerdee jamás.

      —Convengo, amigo Moreno, en que los hombres de imaginación no somos a propósito para escudriñar los problemas abstrusos de la ciencia—replicó dulcemente Oliveros, relamiéndose interiormente con el dictado de poeta que el otro le había otorgado.—Pero no me negará usted que sólo por el sentimiento se han llevado a cabo las grandes empresas, todos los actos heroicos que registra la historia.

      —No me opongo a ello: lo único que deseo hacer constar es que ese sentimiento que usted juzga tan elevado, tan sublime, no depende más que de algunas gotas de sangre de más o de menos en el cerebro. En cuanto al sentimiento religioso de que hablábamos, está plenamente demostrado que no es una facultad primitiva y distintiva del hombre: sólo corresponde a un estado transitorio.

      —Pero todos los pueblos tienen religión—clamó profundamente D. Dionisio.

      —Se engaña usted, querido Oliveros—manifestó Moreno sonriendo de felicidad por hallarse en situación de poder desbaratar aquel error tan pernicioso.—Se engaña usted, no todos los pueblos tienen religión. En el África central existen algunos pueblos que carecen de ideas religiosas. Los cafres Makololos tampoco las tienen muy claras, ni los Papouas de la costa Maclay en Nueva Guinea, ni los Esquimales de la bahía de Baffin...

      Entablose una acalorada disputa filosófico-religiosa con los caracteres esenciales que ofrecen tales discusiones en los lugares cerrados dedicados a expender licores y refrescos. Las ideas, cuando parecían luminosas, se repetían indefinidamente y en tono cada vez más elevado, a fin de que se grabaran profundamente en el cerebro del contrincante.

      —¡Es que todas las religiones tienen sus milagros!—Permítame usted, Moreno...—¡Es que todas las religiones tienen sus milagros!...—Permítame usted, Moreno; el mundo sería...—¡Es que, amigo Oliveros, todas las religiones tienen sus milagros!—¡Pero permítame usted, Moreno! el mundo sin religión sería...—¡Es que...

      Cada cual, enamorado de sus proposiciones juzgándolas de todo punto incontrovertibles, no quería escuchar siquiera las del contrario.

      Apelábase con bastante frecuencia a símiles de orden corporal, que son los que en tales casos presentan más dificultad al adversario. Y se tomaban como puntos de comparación los objetos que tenían más a la mano.

      —¿Ve usted esta mesa?... Aquí hay materia, aquí hay forma.—Ahora bien, si yo tomo en la mano esta copa y la trasporto desde este sitio a este otro...—¿Por qué esta copa es trasparente y esta taza no lo es?...

      El resultado ordinario de tales símiles es desconcertar al adversario y destruir por entero el tejido de sus sofismas. Pero a veces, cuando el preopinante esfuerza demasiado la argumentación, las copas o las tazas suelen rodar por el suelo y quebrarse. Entonces es el preopinante quien se desconcierta y dirige con turbado semblante miradas tímidas hacia el mostrador.

      Adolfo Moreno gozaba incomparablemente en estas discusiones que le permitían lucir sus conocimientos en las ciencias naturales. Y como estos conocimientos solían ser tan recientes que muchas veces databan de la noche anterior o del mismo día, su fuerza era irresistible. ¡Qué serie asombrosa de pormenores, cuánta erudición desplegaba en ocasiones! Los contrarios quedaban silenciosos y confundidos y los parroquianos de las mesas inmediatas henchidos de admiración. Algunos de éstos que habían concluido por trabar amistad con ellos, se trasladaban en ocasiones a la mesa de los filósofos y tomaban parte en las disputas.

      Mientras la discusión religiosa se desenvolvía, profunda y acalorada, Godofredo Llot aparecía agitado, convulso. Varias veces había querido intervenir, pero como lo hacía tímidamente no se le escuchaba. Y las impías proposiciones que su amigo sustentaba le llegaban tan al alma, turbaban de tal manera sus facultades, que apenas tenía alientos para formular un argumento. Estaba consternado: su corazón se iba apretando de pena. Aquella noche Moreno parecía un demonio terrible y batallador, escupiendo con furia sus blasfemias, manifestando con cinismo infernal su odio a los misterios de la religión.

      El pobre Godofredo se sintió tan abatido que, mientras miraba con espanto a su amigo, algunas lágrimas brotaron a sus ojos y resbalaron por sus tersas mejillas. Nadie lo advirtió, embebidos como estaban en la disputa. Mas cuando Moreno, en un rapto de feroz incredulidad, gritó que para él nuestro Redentor no era más que un judío exaltado, dejose oír un sollozo. Todos volvieron la cabeza. Godofredo, tapándose la cara con las manos, lloraba amargamente.

      La compasión se apoderó entonces de unos y de otros. ¿A qué conducía aquella discusión? El que tuviese la desgracia de no creer, que se lo callase. De todos modos, herir sin necesidad las almas timoratas, como la de aquel pobre muchacho, era poco caritativo y además una falta de consideración.

      Moreno, algo amoscado, guardaba silencio, maldiciendo en su interior de la facilidad que su amiguito tenía para liquidarse.

       Índice

      Romadonga se acercó al grupo cuando la discusión religiosa acababa de zanjarse de aquel modo imprevisto y húmedo. Mario vio el cielo abierto. D. Laureano le hizo con sonrisa de condescendencia una seña, y nuestro impaciente joven se disponía a levantarse cuando uno de los mozos que servían allá abajo, cerca de la puerta,


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