El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés
D. Pantaleón... Buenas noches, D.ª Carolina... Buenas noches, Presentacioncita... Buenas noches, señores... ¿Cómo siguen ustedes? ¿Están ustedes bien?
La boca del joven artista se dilataba al pronunciar estas palabras con una sonrisa que no dejaba ocioso el más insignificante músculo, la fibra más diminuta de su semblante incoloro. La voz se arrastraba lenta, gangosa por aquella formidable boca antes de salir, de tal modo que al llegar a los oídos de sus interlocutores parecía venir cargada de saliva. Y así era en efecto.
—Buenas noches, Timoteo, buenas noches.
Todos respondieron amicalmente al saludo, menos Presentación. Y, sin embargo, los que la boca temerosa del artista había dejado escapar, y muchos otros que habían quedado dentro, a ella exclusivamente iban dirigidos. Mientras hablaba en pie y arrimado a la mesa con los papás y con Romadonga, sus ojos de pez, claros y fríos, no se apartaban de la gentil muchacha.
¿Gentil? Sí, Presentación era una lindísima joven que acababa de cumplir los veinte. Delgadita, morena, de rostro fino y expresivo, los ojos picarescos con afectación, los cabellos negros y pegados a la frente, la boca tan pronto grande como chica, de una extrema movilidad, lo mismo que los ojos, que el talle, que las manos, que todo lo demás. Una mujer, en suma, hecha de rabos de lagartija. El reverso de su hermana Carlota, tan redondita, tan sosegada, de una pasta tan excelente que no había medio de alterarla. No era bella, al decir de los inteligentes; su nariz no estaba bien modelada; los labios eran demasiado gruesos. No obstante, había quien la prefería a Presentación por la dulzura de sus grandes ojos, suaves, hermosos, por la frescura nacarada de su tez, por lo macizo y bien torneado de su talle. Pero eran los menos.
Presentación se había vuelto de espaldas por completo. Su rostro y todo su cuerpo reflejaban agitación violentísima que se traducía en muecas y contorsiones y se exhalaba también en frases incoherentes pronunciadas en voz baja, que ni Carlota ni Mario llegaban a comprender. La causa de tal estado espasmódico no podía ser otra que la influencia magnética de la mirada del violinista pesando continuamente sobre su cogote.
Carlota la contemplaba con sonrisa benévola y le decía por lo bajo:
—¡Calma, niña, calma!
—¡Sí, sí, calma!... ¡Que te pasase a ti lo que a mí me está pasando!—exclamaba con coraje, esforzándose en apagar la voz.
—Buenas noches, Carlotita—dijo en aquel momento Timoteo, tratando de dar a su voz gangosa acento picaresco.—No se las he dado antes porque la veía a usted muy entretenida.
—Abre el paraguas, Carlota—dijo Presentación por lo bajo.
Pero no tan bajo que no llegase como un rumor a los oídos del joven. Éste, sin percibir las palabras, comprendió su tristísimo sentido y quedó avergonzado y confuso.
—Buenas noches, Presentacioncita—dijo entonces abriendo la boca desmesuradamente para sonreír.
—Buenas noches—respondió la joven sin volver la cabeza, mirando con fijeza al frente.
—Hoy la he visto a usted en un comercio de la calle de la Montera—profirió el artista abriendo la boca un poco más.
—Puede ser—repuso Presentación sin dejar de mirar al frente.
—Estaba usted comprando unas enaguas.
—¡Enaguas!—replicó la joven con el acento más despreciativo que pudo hallar.—¡Vamos, debe usted tener los ojos en el cogote para confundir enaguas con chambras!
Timoteo quedó anonadado. Apenas pudo murmurar algunas frases de excusa.
Y he aquí por qué el violín se quejaba tan amargamente hacía poco tiempo, por qué arrastraba las notas de un modo tan lamentable. Presentía el infortunado que las chambras jamás deben confundirse con las enaguas.
D.ª Carolina acudió generosamente al socorro de aquella desgracia.
—Los hombres no entienden nada de nuestra ropa, muchacha, y además, mirando por los cristales del escaparate no es fácil distinguir lo que se compra.
Timoteo le dirigió una mirada de carnero moribundo agradeciendo el cable de salvación. Pero convencido de que era inútil luchar contra un temporal tan deshecho, renunció a agarrarse a él.
D.ª Carolina era del mismo corte y figura que su hija Presentación, esto es, delgada, nerviosa y con unos ojillos vivos y penetrantes que los años habían hundido y rodeado de un círculo oscuro y fruncido.
—¡Hija, ten un poco de educación!—añadió por lo bajo ásperamente, tratando al mismo tiempo de alargar la mano con disimulo para darle un pellizco corroborante.
Presentación separó las piernas instantáneamente y soltó una carcajada que puso más nerviosa y más arrebatada a su mamá. Vivían ambas en constante guerra. Sus genios eran igualmente vivos. Pero así y todo, no podían prescindir la una de la otra y formaban dentro de la casa un partido. Presentación era la preferida de su madre, como Carlota de su padre.
—Oiga usted, Timoteo—dijo de pronto la niña volviéndose hacia el violinista con ojos risueños.—¿Qué era lo que usted tocaba hace poco?
—¿Lo último?... Un stornello titulado Día de sol.
—¡Qué bonito es!
—¿Le gusta a usted?—preguntó dilatando su boca para sonreír de tal modo que dejó estupefactos a los circunstantes a pesar de hallarse acostumbrados a los prodigios que la naturaleza solía obrar en su fisonomía.
—¡Muchísimo! Es precioso... precioso...
—¿Quiere usted oírlo otra vez?
—¡Ya lo creo!
—Pues lo tocaré, lo tocaré, Presentacioncita—dijo el artista lleno de condescendencia, rebosando de orgullo.
—El caso es—manifestó la maligna joven con tristeza—que nos vamos a ir pronto.
—Eso no importa. Voy a tocarlo en seguida... Verá usted.
Y se fue a buscar al pianista. Éste no parecía por ningún lado. Timoteo daba vueltas como loco por todos los rincones del café.
—Vamos—decía en tanto Presentación a su hermana,—el Día de sol nos librará de la lluvia.
—¡Pobre chico! ¿Qué culpa tiene él de que se le escape la saliva?—repuso aquélla sonriendo.
—¡Anda! ¿Y qué culpa tengo yo?—exclamó enfurecida la otra.
Mario rió la ocurrencia, irritado contra el violinista que le había impedido extraviarse por la floresta. Romadonga la amenazó con el dedo.
—¡Niña! ¡niña!
—¿Qué le duele a usted, D. Laureano?
—A mí nada. A Timoteo es a quien le arden las orejas... Diga usted, ¿cómo no han estado ustedes esta tarde en la Castellana?
—Eso cuénteselo usted a mamá.
—¿A mi, niña?—exclamó vivamente doña Carolina.—¿Qué estás ahí diciendo? ¿No sabes que tienes padre?—Y volviéndose hacía Romadonga:—Pantaleón no ha querido que hoy fuésemos a paseo, sin duda temiendo a la humedad por lo mucho que ha llovido estos días.
—Eso es... No lo he juzgado conveniente—corroboró D. Pantaleón dirigiendo una mirada tímida a su mujer.
Presentación hizo un mohín de desdén y se volvió hacia Mario y Carlota. Pero juzgando que era ya tiempo de dejarlos abandonados a sí propios, entabló conversación con una señora que se refrescaba con grosella en la mesa inmediata.
—¿Qué es eso, D.ª Rafaela, no lee usted hoy La Correspondencia?
—Ya la he leído, querida... No trae más que esquelas de defunción.