El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés

El origen del pensamiento - Armando Palacio Valdés


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pasará?—preguntó uno de los tertulios.

      —¿Qué ha de pasar? ¡Lo de siempre!—repuso Mario de mal humor.—¿No lo ve usted?—añadió fijándose en la puerta.

      Por detrás de los cristales se traslucía la silueta de una mujer.

      Al cabo de pocos instantes viose llegar de nuevo a Romadonga mordiendo el imprescindible cigarro y con el mismo paso tranquilo, dirigiendo miradas insolentes a las parroquianas.

      —¿Por qué se ríen ustedes?—dijo al llegar.—¿Se figuran que se trata de una aventura amorosa? Pues no hay tal... Es decir, sí ha sido una aventura amorosa, pero en tiempos remotos. Ahora no es más que una vieja que viene a pedirme diez duros.

      —¿Se los ha dado usted?

      —¡Nunca! y eso que me ha dicho que tiene un hijo muriendo. No quiero sentar precedentes funestos. Hija mía, lo siento mucho, le dije, pero yo no mantengo clases pasivas.

      No faltó quien celebrase el chiste y quien admirase la firmeza de corazón del empedernido seductor. Mario no pudo reprimir un gesto de repugnancia. Aquel rasgo de crueldad expresado en forma tan cínica le dio frío. Pero este frío y esta repugnancia se disiparon cuando Romadonga, poniéndole cariñosamente una mano sobre el hombro, le dijo:

      —A las órdenes de usted, amigo Costa.

      Lo que ahora le acometió fue una extraña sensación de terror, unos deseos atroces, de echar a correr. Levantose, sin embargo, automáticamente y, pálido y trémulo como si le condujesen al suplicio, siguió a D. Laureano.

      —Buenas noches, señores—dijo éste acercándose al patíbulo.—¿Cómo sigue usted, doña Carolina?... ¿Qué tal, D. Pantaleón? ¿Y ustedes, niñas?

      Todos buenos, todos buenos, y todos sonrientes, acogiendo a D. Laureano con la misma alegría que a un bienhechor de la humanidad. La sonrisa de la más regordeta de las muchachas iba acompañada de un poco de carmín en las mejillas que se propagó instantáneamente al resto de la cara, sin excluir las orejas, cuando Romadonga, dando un paso atrás, dijo estas solemnes palabras:

      —Tengo el honor de presentar a ustedes a mi amigo D. Mario de la Costa.

      D. Mario de la Costa, a juzgar por su palidez, estaba rezando en aquel momento el credo, preparado a morir cristianamente. Alargó al jefe de la familia su mano temblorosa y fría, y preguntó con voz que semejaba un estertor:

      —¿Cómo está usted?

      El jefe de la familia estaba bueno y celebraba la ocasión de conocer al señor de la Costa. Éste volvió a alargar su mano a la esposa del jefe, pero su garganta ya no pudo dejar salir el más leve soplo. En cuanto a las niñas, podían sacudir la cabeza, sonreír, ruborizarse, hacer, en suma, lo que tuvieran por conveniente. De todos modos, no lograrían obtener la más mínima atención por parte del joven presentado. Éste permaneció de pie e inmóvil esperando el golpe fatal cuando la mano protectora de D. Laureano le obligó a sentarse en una silla que previamente había acercado. Presentación, la más delgada de las jóvenes, se apartó un poco haciendo signos de inteligencia a Romadonga, y la silla quedó colocada al lado de Carlota, la más gruesa. Pero Mario sorprendió aquel signo de inteligencia y la sonrisita burlona con que fue acompañado. Inmediatamente el blanco cera de sus mejillas se tornó en un rojo ladrillo no menos interesante.

      ¿Por qué les da a todos en seguida por hablar entre sí, sin cuidarse de él para nada? Su regordeta vecina era víctima del mismo abandono. Ambos parecían consternados. Carlota, inquieta, temblorosa, pidió auxilio a su hermanita llamándole la atención acerca de una manteleta que vestía cierta señora que acababa de entrar. La cruel Presentación no hizo caso alguno; les echó una mirada burlona y se volvió de espaldas riendo como una tonta. Mario tuvo fortaleza bastante para mantener a salvo su dignidad en tan críticas circunstancias. A nadie demandó socorro. Y comprendiendo que el hombre debe hallar en sí mismo recursos suficientes para flotar en esta clase de naufragios, supo toser y sonarse muy a propósito, limpió la ceniza del cigarro que le había caído sobre el pantalón con admirable oportunidad, no dejando tampoco, claro es, de mirar con cierta insistencia las mangas de la levita a fin de descubrir si era posible alguna mancha salvadora. Es más, cuando gracias a estos heroicos manejos se encontró medianamente tranquilo, tuvo serenidad bastante para decir a su vecina sin temblarle demasiado la voz:

      —Es increíble el calor que aquí se desarrolla al llegar esta hora.

      —Es verdad, sobre todo los domingos, en que viene tanta gente—repuso la vecina con voz suave, dulcísima, como las notas de una flauta sonando en un bosque de laureles y mirtos.

      —¡Eso es!—se apresuró a exclamar Mario, vivamente impresionado por esta profunda observación.

      Inmediatamente la vecina emitió otra muchísimo más luminosa, y es que los días no festivos el café estaba más tranquilo y agradable.

      Naturalmente, Mario al oír esto cayó en un verdadero espasmo de admiración, y asintió frenéticamente, no sólo con la boca, sino también con los ojos, con el cuello, con las manos, con todos los componentes de su organismo en suma. Y acometido a su vez del fuego de la inspiración, halló en las profundidades de su espíritu un rasgo feliz que a él mismo le dejó sorprendido.

      —Basta que haya pocas personas si éstas nos agradan.

      La vecina hizo un signo de aquiescencia bajando modestamente los hermosos ojos. Mario quedó tan encantado del éxito de su frase que, excitado por él, supo hallar en poco tiempo otras dos o tres no menos felices.

      Ambos quedaron en breve tan abstraídos de los ruidos mundanales que sonaban a su alrededor como si se hallasen en las profundidades de una selva virgen. La soledad que antes les parecía aterradora hallábanla ahora gratísima y gozaban cambiando frases de admirable sentido, como la primera pareja creada por Dios en los jardines del Paraíso.

      No fue un ángel quien vino a arrojarles de él, sino el propio creador de la mitad de la pareja, esto es, D. Pantaleón Sánchez, papá de las dos niñas.

      —He tenido el honor, Sr. Costa, de conocer a su señor padre hace años, cuando era subsecretario de Hacienda. Entré en su despacho formando parte de una comisión de almacenistas para pedirle una rebaja en el arancel.

      Mario daría cualquier cosa en aquel momento porque D. Pantaleón no hubiera tenido semejante honor. Sin embargo, pareció encantado de la noticia. Y sobre este tema departieron algunos instantes.

      Era D. Pantaleón un hombre que se hallaría entre los sesenta y los sesenta y cinco años; el cabello enteramente blanco y lo mismo el bigote, largo, poblado y caído de puntas: conservaba el cutis fresco, los dientes seguros y cierta firmeza y decisión en los movimientos, que denotaban vigor corporal. La mirada profunda de sus grandes ojos pregonaba bien claro que tampoco había perdido el espiritual. Hablaba reposadamente y con una gravedad afable que infundía a la vez respeto y simpatía.

      Cuando le pareció oportuno suspendió la conversación volviéndose hacia Romadonga, y Mario quedó nuevamente perdido y solo. No tardó, sin embargo, haciendo un esfuerzo poderoso de ingenio como el anterior, en hallar el camino de la selva donde le aguardaba su simpática vecina.

      —El café que sirven los domingos es peor que el de los demás días.

      Y se ruborizó al expresar esta juiciosa opinión, lo mismo que si hubiera dicho postrado de hinojos:—¡Te adoro, ángel mío!

      —Es imposible que salga bien haciendo tan gran cantidad—repuso Carlota, igualmente ruborizada.

      Ambos se perdieron instantáneamente en lo más espeso e intrincado del bosque.

      Esta vez no fue D. Pantaleón, sino su último retoño, quien vino a su encuentro.

      Presentación se volvió hacia ellos con ademán tan vivo, expresando tal furor en su movible fisonomía, que lo mismo Mario que su dulce compañera quedaron sorprendidos y levantaron los ojos para saber cuál era la causa.


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