Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
prisión y muy severo para una habitación de hombre libre; sin embargo, los barrotes en las ventanas y los cerrojos exteriores de la puerta decidían la causa en favor de la prisión.
Por un instante, toda la fuerza de ánimo de esta criatura, templada sin embargo en las fuentes más vigorosas, la abandonó; cayó en un sillón, cruzando los brazos, bajando la cabeza y esperando a cada instante ver entrar a un juez para interrogarla.
Pero nadie entró, sino dos o tres soldados de marina que trajeron los baúles y las cajas, los depositaron en un rincón y se retiraron sin decir nada.
El oficial presidía todos estos detalles con la misma calma que constantemente le había visto Milady, sin pronunciar una palabra y haciéndose obedecer con un gesto de su mano o a un toque de silbato.
Se hubiera dicho que entre este hombre y sus inferiores la lengua hablada no existía o resultaba inútil.
Finalmente Milady no se pudo contener por más tiempo y rompió el silencio.
-En nombre del cielo, señor - exclamó-, ¿qué quiere decir todo cuanto pasa? Aclarad mis irresoluciones; tengo valor para cualquier peligro que preveo, para cualquier desgracia que comprendo. ¿Dónde estoy y qué soy aquí? Si estoy libre, ¿por qué esos barrotes y esas puertas? Si estoy prisionera, ¿qué crimen he cometido?
-Estáis aquí en la habitación que se os ha destinado, señora. He recibido la orden de ir a recogeros en el mar y conduciros a este castillo; creo haber cumplido esta orden con toda la rigidez de un soldado, pero también con toda la cortesía de un gentilhombre. Ahí termina, al menos hasta el presente, la carga que tenía que cumplir junto a vos, lo demás concierne a otra persona.
-Y esa otra persona, ¿quién es? - preguntó Milady-. ¿No podéis decirme su nombre?…
En aquel momento se oyó por las escaleras un gran rumor de espuelas; algunas voces pasaron y se apagaron, y el ruido de un paso aislado se acercó a la puerta.
-Esa persona, hela aquí, señora - dijo el oficial descubriendo el pasaje y colocándose en actitud de respeto y sumisión.
Al mismo tiempo se abrió la puerta: un hombre apareció en el umbral…
Estaba sin sombrero, llevaba la espada al costado y estrujaba un pañuelo entre sus dedos.
Milady creyó reconocer a aquella sombra en la sombra; se apoyó con una mano en el brazo de su sillón y adelantó la cabeza como para ir por delante de una certidumbre.
Entonces el extraño avanzó lentamente; y a medida que avanzaba al entrar en el círculo de luz proyectado por la lámpara, Milady retrocedía involuntariamente.
Luego, cuando ya no tuvo ninguna duda: -¡Cómo! ¡Mi hermano! - exclamó en el colmo del estupor-. ¿Sois vos?
-Sí, hermosa dama - respondió lord de Winter haciendo un saludo mitad cortés, mitad irónico-, yo mismo.
-Pero, entonces, ¿este castillo?
-Es mío.
-¿Esta habitación?
-Es la vuestra.
-¿Soy, pues, vuestra prisionera?
-Más o menos.
-¡Pero esto es un horrendo abuso de fuerza!
-Nada de grandes palabras; sentémonos y hablemos tranquilamente, como conviene hacer entre un hermano y una hermana.
Luego, volviéndose hacia la puerta, y viendo que el joven oficial esperaba sus últimas órdenes:
-Está bien - dijo-, gracias; ahora, dejadnos, señor Felton.
Capítulo 50 Charla de un hermano con su hermana
Durante el tiempo que lord de Winter tardó en cerrar la puerta, en echar un cerrojo y acercar un asiento al sillón de su cuñada Milady, pensativa, hundió su mirada en las profundidades de la posibilidad, y descubrió toda la trama que ni siquiera había podido entrever mientras ignoró en qué manos había caído. Tenía a su cuñado por un buen gentilhombre, cabal cazador, jugador intrépido, emprendedor con las mujeres, pero de fuerza inferior a la suya tratándose de intriga. ¿Cómo había podido descubrir su llegada? ¿Cómo hacerla prender? ¿Por qué la retenía?
Athos le había dicho algunas palabras que probaban que la conversación que había mantenido con el cardenal había caído en oídos extraños; pero no podía admitir que él hubiera podido cavar una contramina tan pronta y tan audaz.
Temió más bien que sus precedentes operaciones en Inglaterra hubieran sido descubiertas. Buckingham podia haber adivinado que era ella quien había cortado los dos herretes, y vengarse de aquella pequeña traición; pero Buckingham era incapaz de entregarse a ningún exceso contra una mujer, sobre todo si suponía que aquella mujer había actuado movida por un sentimiento de celos.
Esta suposición le pareció la más probable; creyó que querían vengarse del pasado y no ir al encuentro del futuro. Sin embargo, y en cualquier caso, se congratuló de haber caído en manos de su cuñado, de quien contaba sacar provecho, antes que entre las de un enemigo directo a inteligente.
-Sí, hablemos, hermano mío - dijo ella con una especie de jovialidad, decidida como estaba a sacar de la conversación, pese al disimulo que pudiera aportar a ella lord de Winter, las aclaraciones que necesitaba para regular su conducta futura.
-¿Os habéis, pues, decidido a volver a Inglaterra - dijo lord de Winter-, a pesar de la resolución que tan a menudo me manifestasteis en Paris de no volver a poner los pies sobre territorio de Gran Bretaña?
Milady respondió a una pregunta con otra pregunta.
-Ante todo - dijo ella-, decidme cómo me habéis hecho espiar tan severamente para estar prevenidos de antemano no sólo de mi llegada, sino aun del día, de la hora y del puerto al que llegaba.
Lord de Winter adoptó la misma táctica que Milady, pensando que, puesto que su cuñada la empleaba, ésa debía ser la buena.
-Mas, decidme vos, mi querida hermana - prosiguió-, qué venís a hacer en Inglaterra.
-Pero si vengo a veros - prosiguió Milady, sin saber cuánto agravaba, con esta respuesta, las sospechas que había hecho nacer en el espíritu de su cuñado la carta de D’Artagnan, y queriendo sólo captar la benevolencia de su oyente con una mentira.
-¡Ah! ¿Verme? - dijo tímidamente lord de Winter.
-Claro, veros. ¿Qué hay de sorprendente en ello?
-Y al venir a Inglaterra, ¿no habéis tenido otro objetivo que verme?
-No.
-¿O sea, que sólo por mí os habéis tomado la molestia de atravesar la Mancha?
-Sólo por vos.
-¡Vaya! ¡Cuánta ternura, hermana mía!
-¿No soy acaso vuestro pariente más próximo? - preguntó Milady con el tono de ingenuidad más conmovedora.
-E incluso mi única heredera, ¿no es eso? - dijo a su vez lord de Winter, fijando sus ojos sobre los de Milady.
Por mucho que fuera el poder que tuviera sobre sí misma, Milady no pudo impedir estremecerse, y como al pronunciar las últimas palabras que había dicho, lord de Winter había puesto la mano en el brazo de su hermana, ese estremecimiento no se le escapó.
En efecto, el golpe era directo y profundo. La primera idea que vino al espíritu de Milady fue que había sido traicionada por Ketty, y que ésta le había contado al barón esa aversión interesada cuya señal había dejado escapar imprudentemente ante su criada; recordó también la salida furiosa a imprudente que había hecho contra D’Artagnan cuando había salvado la vida de su cuñado.
-No comprendo, milord