Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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había estudiado con tanto cuidado, podía tener entre veinticinco y ventiséis años; era blanco de rostro, con ojos ; azul claro algo sumidos; su boca, fina y bien dibujada, permanecía inmóvil en sus líneas correctas; su mentón, vigorosamente acusado, de notaba esa fuerza de voluntad que en el tipo vulgar británico no es ordinariamente más que cabezonería; una frente algo huidiza, como conviene a los poetas, a los entusiastas y a los soldados, estaba apenas sombreada por una cabellera corta y rala que, como la barba que cubría la parte baja de su rostro, era de un hermoso color castaño oscuro.

      Cuando entraron en el puerto era ya de noche. La bruma espesaba aún más la oscuridad y formaba en torno de los fanales y de las linternas de las escolleras un círculo semejante al que rodea la luna cuando el tiempo amenaza con volverse lluvioso. El aire que se respiraba era triste, húmedo y frío.

      Milady, aquella mujer tan fuerte, se sentía tiritar a pesar suyo.

      El oficial se hizo indicar los bultos de Milady, hizo llevar su equipaje al bote, y una vez que estuvo hecha esta operación, la invitó a ella misma tendiéndole su mano.

      -¿Quién sois, señor - preguntó ella-, que habéis tenido la bondad de ocuparos tan particularmente de mí?

      -Debéis saberlo, señora, por mi uniforme; soy oficial de la marina inglesa - respondió el joven.

      -Pero ¿es costumbre que los oficiales de la marina inglesa se pongan a las órdenes de sus compatriotas cuando llegan a un puerto de Gran Bretaña y lleven la galantería hasta conduciros a tierra?

      -Sí, Milady, es costumbre, no por galantería sino por prudencia, que en tiempo de guerra los extranjeros sean conducidos a una hostería designada a fin de que queden bajo la vigilancia del gobierno hasta una perfecta información sobre ellos.

      Estas palabras fueron pronunciadas con la cortesía más puntual y la calma más perfecta. Sin embargo, no tuvieron el don de convencer a Milady.

      -Pero yo no soy extranjera, señor - dijo ella con el acento más puro que jamás haya sonado de Porstmouth a Manchester-, me llamo lady Clarick, y esta medida…

      -Esta medida es general, Milady, y trataríais en vano de sustraeros a ella.

      -Entonces os seguiré, señor.

      Y aceptando la mano del oficial, comenzó a descender la escala, a cuyo extremo le esperaba el bote. El oficial la siguió: una gran capa estaba extendida a popa, el oficial la hizo sentar sobre la capa y se sentó junto a ella.

      -Remad - dijo a los marineros.

      Los ocho remos cayeron en el mar, haciendo un solo ruido, golpeando con un solo golpe, y el bote pareció volar sobre la superficie del agua.

      Al cabo de cinco minutos tocaban tierra.

      El oficial saltó al muelle y ofreció la mano a Milady.

      Un coche esperaba.

      -Es para nosotros este coche? - preguntó Milady.

      -Sí, señora - respondió el oficial.

      -La hostería debe estar entonces muy lejos.

      -Al otro extremo de la ciudad.

      -Vamos - dijo Milady.

      Y subió resueltamente al coche.

      El oficial veló porque los bultos fueran cuidadosamente atados detrás de la caja, y, concluida esta operación, ocupó su sitio junto a Milady y cerró la portezuela.

      Al punto, sin que se diese ninguna orden y sin que hubiera necesidad de indicarle su destino, el cochero partió al galope y se metió por las calles de la ciudad.

      Una recepción tan extraña debía ser para Milady amplia materia de reflexión; por eso, al ver que el joven oficial no parecía dispuesto en modo alguno a trabar conversación, se acodó en un ángulo del coche pasó revista una tras otra a todas las suposiciones que se presentaban a su espíritu.

      Sin embargo, al cabo de un cuarto de hora, extrañada de la largura del camino, se inclinó hacia la portezuela para ver adónde se la conducía. No se percibían ya casas; en las tinieblas, aparecían los árboles como grandes fantasmas negros recorriendo uno tras otro.

      Milady se estremeció.

      -Pero ya no estamos en la ciudad, señor - dijo.

      El joven guardó silencio.

      -No seguiré más lejos si no me decís adónde me conducís; ¡os lo prevengo, señor!

      Esta amenaza no obtuvo ninguna respuesta.

      -¡Oh, esto es demasiado! - exclamó Milady-. ¡Socorro! ¡Socorro!

      Ninguna voz respondió a la suya, el coche continuo rodando con rapidez; el oficial parecía una estatua.

      Milady miró al oficial con una de esas expresiones terribles, peculiares de su rostro y que raramente dejaban de causar su efecto; la colera hacía centellear sus ojos en la sombra.

      El joven permaneció impasible.

      Milady quiso abrir la portezuela y tirarse.

      -Tened cuidado, señora - dijo fríamente el joven ; si saltáis os mataréis.

      Milady volvió a sentarse echando espuma; el oficial se inclinó, la miró a su vez y pareció sorprendido al ver aquel rostro, tan bello no hacía mucho, trastornado por la rabia y vuelto casi repelente. La astuta criatura comprendió que se perdía al dejar ver así en su alma; volvió a serenar sus rasgos, y con una voz gimiente dijo:

      -En nombre del cielo, señor, decidme si es a vos, a vuestro gobierno, o a un enemigo al que debo atribuir la violencia que se me hace.

      -No se os hace ninguna violencia, señora, y lo que os sucede es el resultado de una medida totalmente simple que estamos obligados a tomar con todos aquellos que desembarcan en Inglaterra.

      -Entonces, ¿vos no me conocéis, señor?

      -Es la primera vez que tengo el honor de veros.

      -Y, por vuestro honor, ¿no tenéis ningún motivo de odio contra mí?

      -Ninguno, os lo juro.

      Había tanta serenidad, tanta sangre fría, dulzura incluso en la voz del joven, que Milady quedó tranquilizada.

      Finalmente, tras una hora de marcha aproximadamente, el coche se detuvo ante una verja de hierro que cerraba un camino encajonado que conducía a un castillo severo de forma, macizo y aislado. Entonces, como las ruedas rodaban sobre arena fina, Milady oyó un vasto mugido que reconoció por el ruido del mar que viene a romper sobre una costa escarpada.

      El coche pasó bajo dos bóvedas, y finalmente se detuvo en un patio sombrío y cuadrado; casi al punto la portezuela del coche se abrió, el joven saltó ágilmente a tierra y presentó su mano a Milady, que se apoyó en ella y descendió a su vez con bastante calma.

      -Lo cierto es - dijo Milady mirando en torno suyo y volviendo sus ojos sobre el joven oficial con la más graciosa sonrisa - que estoy prisionera; pero no será por mucho tiempo, estoy segura - añadió ; mi conciencia y vuestra cortesía, señor, son garantías de ello.

      Por halagador que fuese el cumplido, el oficial no respondió nada; pero sacando de su cintura un pequeño silbato de plata semejante a aquel de que se sirven los contramaestres en los navíos de guerra, silbó tres veces, con tres modulaciones diferentes; entonces aparecieron varios hombres, desengancharon los caballos humeantes y llevaron el coche bajo el cobertizo.

      Luego, el oficial, siempre con la misma cortesía calma, invitó a su prisionera a entrar en la casa. Esta, siempre con su mismo rostro sonriente, le tomó el brazo y entró con él bajo una puerta baja y cimbrada que por una bóveda sólo iluminada al fondo conducía a una escalera de piedra que giraba en torno de una arista de piedra; luego se detuvieron ante una puerta maciza que, tras la introducción en la cerradura de una llave que el joven llevaba consigo, giró pesadamente sobre sus goznes y dio entrada a la habitación destinada a Milady.

      De


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