Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
pasa por tener diamantes, amigo mío - dijo desdeñosamente Athos.
-¡Ah, claro! - exclamó Porthos-. En efecto, hay un diamante. ¿Y por qué diablos, puesto que hay un diamante, nos quejamos de no tener dinero?
-¡Claro, es cierto! - dijo Aramis.
-Enhorabuena Porthos; esta vez es una idea.
-Sin duda - dijo Porthos engallándose ante el cumplido de Athos-, puesto que hay un diamante, vendámoslo.
-Pero es el diamante de la reina - dijo D’Artagnan.
-Razón de más - repuso Athos-, la reina salvando al señor de Buckingham su amante, nada más justo; la reina salvándonos a nosotros, que somos sus amigos, nada más moral. Vendamos el diamante. ¿Qué piensa el señor abate? No pido la opinión de Porthos, ya la ha dado.
-Pues yo pienso - dijo Aramis ruborizándose - que, al no venir su anillo de una amante, y por consiguiente al no ser una prenda de amor, D’Artagnan puede venderlo.
-Querido, habláis como la teología en persona. ¿O sea que vuestra opinión es… ?
-Vender el diamante - respondió Aramis.
-Pues bien - dijo alegremente D’Artagnan-, vendamos él diamante y no hablemos más.
La descarga de fusilería continuaba, pero los amigos estaban fuera del alcance, y los rochelleses no disparaban más que por descargo de conciencia.
-A fe - dijo Athos-, a tiempo le ha venido esa idea a Porthos: ya estamos en el campamento. Señores, ni una palabra sobre este asunto. Nos observan, vienen a nuestro encuentro, vamos a ser llevados en triunfo.
En efecto, como hemos dicho, todo el campamento estaba emocionado; más de dos mil personas habían asistido, como a un espectáculo a la feliz fanfarronada de los cuatro amigos fanfarronada cuyo verdadero motivo estaban muy lejos de sospechar. No se oían más que los gritos de ¡Vivan los guardias! ¡Vivan los mosqueteros! El señor de Busigny había venido el primero a estrechar la mano de Athos y a reconocer que la apuesta estaba perdida. El dragón y el suizo lo habían seguido, todos los compañeros habían seguido al dragón y al suizo. Aquello eran felicitaciones, apretones de manos, abrazos que no terminaban, risas inextinguibles a propósito de los rochelleses; finalmente, un tumulto tan grande que el señor cardenal creyó que había motín y envió a La Houdinière, su capitán de los guardias, a informarse de o que pasaba.
La cosa le fue contada al mensajero con todo el efluvio del entusiasmo.
-Y bien - preguntó el cardenal al ver a La Houdinière.
-Y bien, Monseñor - dijo éste-,son tres mosqueteros y un guardia que han apostado con el señor de Busigny a que iban a desayunar al bastión Saint Gervais, y mientras desayunaban han resistido allí al enemigo, y han matado no sé cuántos rochelleses.
-¿Estáis informado del nombre de esos tres mosqueteros?
-Sí, Monseñor.
-¿Cómo se llaman?
-Son los señores Athos, Porthos y Aramis.
-¡Siempre mis tres valientes! - murmuró el cardenal-. ¿Y el guardia?
-El señor D’Artagnan.
-¡Siempre mi bribón! Decididamente es preciso que estos hombres sean míos.
Aquella noche misma, el cardenal habló al señor de Tréville de la hazaña de la mañana, que era la comidilla de todo el campamento. El señor de Tréville, que conocía el relato de la aventura de la boca misma de los héroes, la volvió a contar con todos sus detalles a Su Eminencia, sin olvidar el episodio de la servilleta.
-Está bien, señor de Tréville - dijo el cardenal-, hacedme llegar esa servilleta, os lo ruego. Haré bordar en ella tres flores de lis de oro, y la daré por guión de vuestra compañía.
-Monseñor - dijo el señor de Tréville-, será injusto para los guardian: el señor D’Artagnan no es mío, sino del señor Des Essarts.
-Pues bien, lleváoslo - dijo el cardenal ; no es justo que, dado que esos cuatro valientes militares se quieren tanto, no sirvan en la misma compañía.
Aquella misma noche, el señor de Tréville anunció esta buena noticia a los tres mosqueteros y a D’Artagnan, invitando a los cuatro a almorzar al día siguiente.
D’Artagnan no cabía en sí de alegría. Ya lo sabemos, el sueño de toda su vida había sido ser mosquetero.
Los tres amigos estaban muy contentos.
-¡A fe - dijo D’Artagnan a Athos - que has tenido una idea victoriosa y que, como dijiste, hemos conseguido con ella gloria y hemos podido trabar una conversación de la mayor importancia!
-Que podemos proseguir ahora sin que nadie sospeche, porque, con la ayuda de Dios, en adelante vamos a pasar por cardenalistas.
Aquella misma noche D’Artagnan fue a presentar sun respetos al señor Des Essarts y a participarle el ascenso que había obtenido.
El señor den Essarts, que quería mucho a D’Artagnan, le ofreció entonces sun servicios: aquel cambio de cuerpo traía consign gastos de equipamiento.
D’Artagnan rehusó; pero, pareciéndole buena la ocasión, le rogó hacer estimar el diamante, que le entregó y que deseaba convertir en dinero.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, el criado del señor Des Essarts entró en el alojamiento de D’Artagnan y le entregó una bolsa de oro conteniendo siete mil libras.
Era el precio del diamante de la reina.
Capítulo 48 Asunto de familia
Athos había encontrado la palabra: asunto de familia. Un asunto de familia no estaba sometido a la investigación del cardenal; un asunto de familia no afectaba a nadie; uno podía ocuparse ante todo el mundo de un asunto de familia.
Desde luego, Athos había dado con la palabra: asunto de familia.
Aramis había dado con la idea: los lacayos.
Porthos había dado con el medio: el diamante.
Unicamente D’Artagnan no había dado con nada, él que solía ser el más inventivo de los cuatro; pero también hay que decir que el solo nombre de Milady lo paralizaba.
Ah, sí, nos equivocamos: había dado con comprador para el diamante.
El almuerzo en casa del señor de Tréville fue de una alegría encantadora. D’Artagnan tenía ya su uniforme; como era poco más o menos de la misma talla que Aramis, y como Aramis, pagado con largueza, como se recordará, por el librero que le había comprado su poema, había hecho el doble de todo, había cedido a su amigo un equipo completo.
D’Artagnan habría estado en el colmo de todos sus deseos si no hubiera visto despuntar a Milady como una nube sombría en el horizonte.
Después de almorzar, convinieron en reunirse por la noche en el alojamiento de Athos, y allí terminarían el asunto.
D’Artagnan pasó el día enseñando su traje de mosquetero por todas las calles del campamento.
Por la noche, a la hora fijada, los cuatro amigos se reunieron; sólo quedaban tres cosas que decidir:
Lo que había que escribir al hermano de Milady.
Lo que había que escribir a la persona hábil de Tours.
Y qué lacayos serían los que llevarían las camas.
Cada cual ofreció el suyo: Athos hablaba de la discreción de Grimaud, que sólo hablaba cuando su amo le descosía la boca; Porthos ponderaba la fuerza de Mosquetón, que era de corpulencia capaz de dar una tunda a cuatro hombres de complexión ordinaria;