Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
a cargar las armas.
Al cabo de un instante vieron aparecer la tropa; seguía una especie de ramal de trinchera que establecía comunicación entre el bastión y la ciudad.
-¡Diantre! - dijo Athos-. ¿Merecía la pena molestarnos por una veintena de bribones armados de piquetas, de azadones y de palas? Grimaud no hubiera debido hacer otra cosa que hacerles señas de que se fueran y estoy convencido de que nos habrían dejado tranquilos.
-Lo dudo - observó D’Artagnan-, porque avanzan muy decididos por ese lado. Por otra parte, con los trabajadores hay cuatro soldados y un brigadier armados de mosquetes.
-Eso es que no nos han visto - replicó Athos.
-¡A fe - dijo Aramis - confieso que me da repugnancia disparar sobre esos pobres diablos de burgueses!
-¡Mal cura - respondió Porthos - el que tiene piedad de los heréticos!
-Realmente - dijo Athos-, Aramis tiene razón, voy a avisarlos.
-¿Qué diablos hacéis? - exclamó D’Artagnan-. Vais a haceros fusilar, querido.
Pero Athos no hizo caso alguno del aviso, y subiéndose a la brecha con el fusil en una mano y el sombrero en la otra: -Señores - dijo dirigiéndose a los soldados y a los trabajadores, que, asombrados por su aparición se detenían a cincuenta pasos aproximadamente del bastión, y saludándolos cortésmente-, señores, algunos amigos y yo estamos a punto de desayunar en este bastión. Y ya sabéis que nada es tan desagradable como ser molestado cuando uno desayuna; por tanto, os rogamos que, si tenéis algo que hacer inexorablemente aquí, esperéis a que hayamos terminado nuestra comida, o que volváis más tarde; a menos que tengáis el saludable deseo de dejar el partido de la rebelión y de venir a beber con nosotros a la salud del rey de Francia.
-¡Ten cuidado, Athos! - exclamó D’Artagnan-. ¿No ves que lo están apuntando?
-Ya lo veo, lo veo - dijo Athos-, pero son burgueses que disparan muy mal, y que se libren de tocarme.
En efecto, en aquel mismo instante cuatro disparos de fusil salieron y las balas vinieron a estrellarse junto a Athos, pero sin que una sola lo tocase.
Cuatro disparos de fusil los respondieron casi al mismo tiempo, pero éstos estaban mejor dirigidos que los de los agresores: tres soldados cayeron en el sitio, y uno de los trabajadores fue herido.
-¡Grimaud, otro mosquete! - dijo Athos, que seguía en la brecha.
Grimaud obedeció inmediatamente. Por su parte, los tres amigos habían cargado sus armas; una segunda descarga siguió a la primera: el brigadier y dos zapadores cayeron muertos, el resto de la tropa huyó.
-Vamos, señores, una salida - dijo Athos.
Y los cuatro amigos, lanzándose fuera del fuerte, llegaron hasta el campo de batalla, recogieron los cuatro mosquetes y el espontón del brigadier; y convencidos de que los huidos no se detendrían hasta la ciudad, tomaron de nuevo el camino del bastión, trayendo los trofeos de la victoria.
-Volved a cargar las armas, Grimaud - dijo Athos-, y nosotros, señores, volvamos a nuestro desayuno y sigamos. ¿Dónde estábamos?
-Yo lo recuerdo - dijo D’Artagnan, que se preocupaba mucho del itinerario que debía seguir Milady.
-Va a Inglaterra - respondió Athos.
-¿Con qué fin?
-Con el fin de asesinar o hacer asesinar a Buckingham.
D’Artagnan lanzó una exclamación de sorpresa y de indignación.
-¡Pero eso es infame! - exclamó.
-¡Oh, en cuanto a eso - dijo Athos-, os ruego que creáis que me inquieto muy poco! Ahora que habéis terminado, Grimaud - continuó Athos-, tomad el espontón de nuestro brigadier, atadle una servilleta y plantadlo en lo alto de nuestro bastión, a fin de que esos rebeldes de los rochelleses vean que tienen que vérselas con valientes y leales soldados del rey.
Grimaud obedeció sin responder. Un instante después la bandera blanca flotaba por encima de los cuatro amigos; un trueno de aplausos saludó su aparición; la mitad del campamento estaba en las barreras.
-¿Cómo? - replicó D’Artagnan-. ¿Te inquietas poco de que mate o haga matar a Buckingham? Pero el duque es nuestro amigo.
-El duque es inglés, el duque combate contra nosotros; que haga del duque lo que quiera, me preocupo tanto por ello como por una botella vacía.
Y Athos lanzó a quince pasos de él una botella que tenía en la mano y de la que acababa de trasvasar hasta la última gota a su vaso.
-Un momento - dijo D’Artagnan-, yo no abandono a Buckingham así; nos dio caballos muy buenos.
-Y sobre todo unas buenas sillas - añadió Porthos, que en aquel momento mismo llevaba en su capa el galón de la suya.
-Además - observó Aramis-, Dios quiere la conversión y no la muerte del pecador.
-Amén - dijo Athos-, y ya volveremos sobre eso más tarde, si es ese vuestro gusto; pero por el momento lo que más me preocupaba, y estoy seguro de que tú, D’Artagnan, me comprenderás, era recuperar de aquella mujer una especie de firma en blanco que había arrancado al cardenal, y con cuya ayuda ella debía desembarazarse de ti y quizá de nosotros impunemente.
-Pero esa criatura es un demonio - dijo Porthos tendiendo su plato a Aramis, que trinchaba un ave.
-Y esa firma en blanco - dijo D’Artagnan-, esa firma en blanco, ¿ha quedado entre sus manos? -No, ha pasado a las mías; no diré que haya sido sin esfuerzo, porque mentiría.
-Querido Athos - dijo D’Artagnan-, ya no seguiré contando las veces que os debo la vida.
-Entonces, ¿nos dejasteis para volver junto a ella? - preguntó Aramis.
-Exacto.
-¿Y tienes esa carta del cardenal? - dijo D’Artagnan.
-Aquí está - dijo Athos.
Y sacó el precioso papel del bolsillo de su casaca.
D’Artagnan lo desplegó con una mano cuyo temblor no trataba siquiera de disimular y leyó:
«El portador de la presente ha “hecho lo que ha hecho” por orden mía y para bien del Estado.
5 de diciembre de 1627.
Richelieu»
-En efecto - dijo Aramis-, es una absolución en toda regla.
-Hay que romper ese papel - exclamó D’Artagnan, que parecía leer su sentencia de muerte.
-Muy al contrario - dijo Athos-, hay que conservarlo por encima de todo, y yo no daría este papel aunque lo cubrieran de piezas de oro.
-¿Y qué va a hacer ahora ella? - preguntó el joven.
-Pues probablemente - dijo despreocupado Athos - va a escribir al cardenal que un maldito mosquetero, llamado Athos, le ha arrancado por la fuerza su salvoconducto; en la misma carta le dará consejo de desembarazarse al mismo tiempo que de él de sus dos amigos, Porthos y Aramis; el cardenal recordará que son los mismos hombres que encontró en su camino entonces, una buena mañana hará detener a D’Artagnan y para que no se aburra solo, nos enviará a hacerle compañía a la Bastilla.
-¡Vaya! - dijo Porthos-. Me parece que estáis haciendo bromas de mal gusto, querido.
-No bromeo - respondió Athos.
-¿Sabéis - dijo Porthos - que retorcerle el cuello a esa maldita Milady sería un pecado menor que retorcérselo a estos pobres diablos de hugonotes, que nunca han cometido más crímenes que cantar en francés salmos que nosotros cantamos en latín? -¿Qué dice el abate a esto? - preguntó tranquilamente Athos.
-Digo que soy de la opinión de Porthos - respondió Aramis.
-¡Y yo también! - dijo D’Artagnan.