Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
caballo pues, señores, que se hace tarde.
-El escudero estaba a la puerta y sostenía por las bridas el caballo del cardenal. Un poco más lejos, un grupo de dos hombres y de tres caballos aparecía en la sombra: aquellos dos hombres eran los que debían conducir a Milady al fuerte de La Pointe y velar por su embarque.
El escudero confirmó al cardenal lo que los dos mosqueteros ya le habían dicho a propósito de Athos. El cardenal hizo un gesto aprobador y emprendió la ruta, rodeándose de las mismas precauciones que había tomado al partir.
Dejémosle seguir el camino del campamento, protegido por el escudero y los dos mosqueteros, y volvamos a Athos.
Durante una centena de pasos, había caminado al mismo trote; mas una vez fuera de la vista, había lanzado su caballo a la derecha, había dado un rodeo, y había vuelto a una veintena de pasos, al bosquecillo, para acechar el paso de la pequeña tropa; una vez reconocidos los sombreros bordados de sus compañeros y la franja dorada de la capa del señor cardenal, esperó a que los caballeros hubieran doblado el recodo del camino, y habiéndoles perdido de vista, volvió al galope al albergue que se le abrió sin dificultad.
El hostelero lo reconoció.
-Mi oficial - dijo Athos - ha olvidado hacer a la dama del primero una recomendación importante; me envía para reparar su olvido.
-Subid - dijo el hostelero-, todavía está en su habitación.
Athos aprovechó el permiso, subió la escalera con su paso más ligero, llegó a la meseta y a través de la puerta entreabierta vio a Milady que se ataba su sombrero.
Entró en la habitación y cerró la puerta tras sí.
Al ruido que hizo al empujar el cerrojo, Milady se volvió.
Athos estaba de pie ante la puerta, envuelto en su capa, la capa cubriéndole hasta los ojos.
Al ver aquella figura muda a inmóvil como una estatua, Milady tuvo miedo.
-¿Quién sois? ¿Y qué queréis? - exclamó.
-Vamos, ¡es ella! - murmuró Athos.
Y dejando caer su capa y alzando su sombrero avanzó hacia Milady.
-¿Me reconocéis, señora? - dijo.
Milady dio un paso adelante, luego retrocedió como ante la vista de una serpiente.
-Vamos - dijo Athos-, está bien, ya veo que me reconocéis.
-¡El conde de La Fère! - murmuró Milady palideciendo y retrocediendo hasta que el muro le impidió ir más lejos.
-Sí, Milady - respondió Athos-, el conde de La Fère en persona, que vuelve directamente del otro mundo para tener el placer de veros. Sentémonos, pues, y hablemos, como dice Monseñor el cardenal.
Milady, dominada por un terror inexpresable, se sentó sin proferir una sola palabra.
-¿Sois acaso un demonio enviado a la tierra? - dijo Athos-. Vuestro poder es grande, pero sabéis también que con la ayuda de Dios los hombres han vencido con frecuencia a los demonios más terribles. Ya os cruzasteis en mi camino, creía haberos vencido, señora; pero, o yo me equivocaba o el infierno os ha resucitado.
A estas palabras que le traían recuerdos espantosos, Milady bajó la cabeza con un gemido sordo.
-Sí, el infierno os ha resucitado - prosiguió Athos-, el infierno os ha hecho rica, el infierno os ha dado otro nombre, el infierno os ha rehecho casi otro rostro; pero no ha borrado ni las mancillas de vuestra alma ni la marca de vuestro cuerpo.
Milady se levantó como movida por un resorte, y sus ojos lanzaron destellos. Athos permaneció sentado.
-Me creíais muerto, como yo os creía muerta, ¿no es as? ¡Y este nombre de Athos había ocultado al conde de La Fère, como el nombre de Milady Clarick había ocultado a Anne de Breuil! ¿No era así como os llamabais cuando vuestro honrado hermano nos casó? Nuestra posición es realmente extraña - prosiguió Athos riendo ; uno y otro sólo hemos vivido hasta ahora porque nos creíamos muertos, y porque un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque ésta sea más devoradora a veces que un recuerdo.
-Pero, en fin - dijo Milady con una voz sorda-, ¿qué os trae a mí? ¿Y qué queréis de mí?
-Quiero deciros que, aunque permaneciendo invisible a vuestros ojos, no os he perdido de vista.
-¿Sabéis lo que he hecho?
-Puedo contar día por día vuestras acciones, desde vuestra entrada al servicio del cardenal hasta esta noche.
Una sonrisa de incredulidad pasó por los labios pálidos de Milady.
-Oíd: sois vos quien cortó los dos herretes de diamantes del hombro del duque de Buckingham; sois vos quien ha hecho raptar a la señora Bonacieux; sois vos quien, enamorada de De Wardes, y creyendo pasar la noche con él, habéis abierto vuestra puerta al señor D’Artagnan; sois vos quien, creyendo que De Wardes os había engañado quisisteis hacerlo matar por su rival; sois vos quien, cuando este rival hubo descubierto vuestro infame secreto, habéis querido hacerlo matar por dos asesinos que enviasteis en su persecución; sois vos quien, viendo que las balas habían fallado su tiro, habéis enviado vino envenenado con una carta falsa para hacer creer a vuestra víctima que aquel vino venía de sus amigos; sois vos, en fin, quien en esta habitación, y sentada en la silla en que estoy, acabáis de aceptar con el cardenal Richelieu el compromiso de hacer asesinar al duque de Buckingham, a cambio de la promesa que él os ha hecho de dejaros asesinar a D’Artagnan.
Milady estaba lívida.
-Pero ¿sois acaso Satán? - dijo ella.
-Quizá - dijo Athos-, pero en cualquier caso, escuchad bien esto: asesinéis o hagáis asesinar al duque de Buckingham, poco importa; no lo conozco, además es un inglés. Pero no toquéis con la punta de los dedos ni un solo pelo de D’Artagnan, que es un fiel amigo a quien amo y a quien defiendo, o os juro por la cabeza de mi padre que el crimen que hayáis cometido será el último.
-El señor D’Artagnan me ha ofendido cruelmente - dijo Milady con voz sorda-. El señor D’Artagnan morirá.
-¿De veras es posible que alguien os ofenda, señora? - dijo riendo Athos-. ¿Os ha ofendido y morirá? -Morirá - replicó Milady ; ella primero, él después.
Athos fue arrebatado como por un vértigo: la vista de aquella criatura, que no tenía nada de mujer, le traía recuerdos terribles; pensó que un día, en una situación menos peligrosa que aquella en que se encontraba, había ya querido sacrificarla a su honor; su deseo de crimen le volvió quemándole y lo invadió como una fiebre ardiente: se levantó a su vez, llevó la mano a su cintura, sacó de él una pistola y la armó.
Milady, pálida como un cadáver, quiso gritar, pero su lengua helada no pudo proferir más que un sonido ronco que no tenía nada de palabra humana y que parecía el estertor de una bestia fiera; pegada contra la sombría tapicería, con los cabellos esparcidos, parecía como la imagen espantosa del terror.
Athos alzó lentamente su pistola, extendió el brazo de manera que el arma tocase casi la frente de Milady y luego, con una voz tanto más terrible cuanto que tenía la calma suprema de una inflexible resolución:
-Señora - dijo-, ahora mismo vais a entregarme el papel que os ha firmado el cardenal, o por mi alma que os salto la tapa de los sesos.
Con otro hombre Milady habría podido conservar alguna duda, pero ella conocía a Athos; sin embargo, permaneció inmóvil.
-Tenéis un segundo para decidiros - dijo él.
Milady vio en la contracción de su rostro que el disparo iba a salir; llevó vivamente la mano a su pecho, sacó de él un papel y lo tendió a Athos.
-¡Tomad - dijo ella-, y sed maldito!
Athos cogió el papel, volvió a poner la pistola en su cintura, se acercó a la lámpara para asegurarse de que era aquél, lo desplegó y leyó: