Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
es justo - dijo Richelieu-. ¿Qué queréis entonces?
-Querría una orden que ratificase de antemano todo cuanto yo crea deber hacer para mayor bien de Francia.
-Pero primero habría que buscar la mujer que he dicho y que tuviera que vengarse del duque.
-Está encontrada - dijo Milady.
-Luego habría que encontrar ese miserable fanático que servirá de instrumento a la justicia de Dios.
-Se encontrará.
-Pues bien - dijo el duque-, entonces será el momento de reclamar la orden que pedís ahora mismo.
-Vuestra Eminencia tiene razón - dijo Milady-, y soy yo quien está equivocada al ver en la misión con que me honra otra cosa de lo que realmente es, es decir, anunciar a Su Gracia, de parte de Su Eminencia, que conocéis los diferentes disfraces con ayuda de los cuales ha conseguido acercarse a la reina durante la fiesta dada por la señora condestable; que tenéis pruebas de la entrevista concedida en el Louvre por la reina a cierto astrólogo italiano que no es otro que el duque de Buckingham; que habéis encargado una novelita, de las más ingeniosas, sobre la aventura de Amiens, con el plano del jardín donde esa aventura ocurrió y retratos de los actores que figuraron en ella; que Montaigu está en la Bastilla, y que la tortura puede hacerle decir cosas que recuerde, incluso cosas que habría olvidado; finalmente, que vos poseéis cierta carta de la señora de Chevreuse, encontrada en el alojamiento de Su Gracia, que compromete de modo singular, no sólo a quien la escribió, sino que incluso a aquella en cuyo nombre fue escrita. Luego, si pese a todo esto persiste, como es a lo que acabo de decir a lo que se limita mi misión, no tendré más que rogar a Dios que haga un milagro para salvar a Francia. ¿Basta con eso, Monseñor? ¿Tengo que hacer alguna otra cosa?
-Basta con eso - replicó secamente monseñor.
-Pues ahora - dijo Milady sin parecer observar el cambio de tono del cardenal respecto a ella-, ahora que he recibido las instrucciones de Vuestra Eminencia a propósito de sus enemigos, ¿monseñor me permitirá decirle dos palabras de los míos?
-¿Tenéis entonces enemigos? - preguntó Richelieu.
-Sí, monseñor; enemigos contra los cuales me debéis todo vuestro apoyo, porque me los he hecho sirviendo a Vuestra Eminencia.
-¿Y cuáles? - replicó el cardenal.
-En primer lugar una pequeña intrigante llamada Bonacieux.
-Está en la prisión de Nantes.
-Es decir, estaba allí - prosiguió Milady-, pero la reina ha sorprendido una orden del rey, con ayuda de la cual la ha hecho llevar a un convento.
-¿A un convento? - dijo el cardenal.
-Sí, a un convento.
-Y ¿a cuál?
-Lo ignoro, el secreto ha sido bien guardado.
-¡Yo lo sabré! -¿Y Vuestra Eminencia me dirá en qué convento está esa mujer?
-No veo ningún inconveniente - dijo el cardenal.
-Bien; ahora tengo otro enemigo muy de temer por distintos motivos que esa pequeña señora Bonacieux.
-¿Cuál?
-Su amante.
-¿Cómo se llama?
-¡Oh! Vuestra Eminencia lo conoce bien –exclamó Milady llevada por la cólera-. Es el genio malo de nosotros dos; es ése que en un encuentro con los guardias de Vuestra Eminencia decidió la victoria de los mosqueteros del rey; es el que dio tres estocadas a de Wardes, vuestro emisario, y que hizo fracasar el asunto de los herretes; es el que, finalmente, sabiendo que era yo quien le había raptado a la señora Bonacieux, ha jurado mi muerte.
-¡Ah, ah! - dijo el cardenal-. Sé a quién os referís.
-Me refiero a ese miserable de D’Artagnan.
-Es un intrépido compañero - dijo el cardenal.
-Y precisamente porque es un intrépido compañero es más de temer.
-Sería preciso - dijo el duque - tener una prueba de su inteligencia con Buckingham.
-¡Una prueba! - exclamó Milady-. Tendré diez.
-Pues bien entonces es la cosa más sencilla del mundo, presentadme esa prueba y lo mando a la Bastilla.
-¡De acuerdo, monseñor! Pero ¿y después?
-Cuando se está en la Bastilla, no hay después - dijo el cardenal con voz sorda-. ¡Ah, diantre - continuó-, si me fuera tan fácil desembarazarme de mi enemigo como fácil me es desembarazarme de los vuestros, y si fuera contra personas semejantes por lo que pedís vos la impunidad!…
-Monseñor - replicó Milady-, trueque por trueque, vida por vida, hombre por hombre; dadme a mí ese y yo os doy el otro.
-No sé lo que queréis decir - replicó el cardenal-, y no quiero siquiera saberlo; pero tengo el deseo de seros agradable y no veo ningún inconveniente en daros lo que pedís respecto a una criatura tan ínfima; tanto más, como vos me decís, cuanto que ese pequeño D’Artagnan es un libertino, un duelista y un traidor.
-¡Un infame, monseñor, un infame!
-Dadme, pues, un papel, una pluma y tinta - dijo el cardenal.
-Helos aquí, monseñor.
Se hizo un instante de silencio que probaba que el cardenal estaba ocupado en buscar los términos en que debía escribirse el billete, o incluso si debía escribirlo. Athos, que no había perdido una palabra de la conversación, cogió a cada uno de sus compañeros por una mano y los llevó al otro extremo de la habitación.
-¡Y bien! - dijo Porthos-. ¿Qué quieres y por qué no nos dejas escuchar el final de la conversación?
-¡Chis! - dijo Athos hablando en voz baja-. Hemos oído todo cuanto es necesario oír; además no os impido escuchar el resto, pero es preciso que me vaya.
-¡Es preciso que te vayas! - dijo Porthos-. Pero si el cardenal pregunta por ti, ¿qué responderemos?
-No esperaréis a que pregunte por mí, le diréis los primeros que he partido como explorador porque algunas palabras de nuestro hostelero me han hecho pensar que el camino no era seguro; primero diré dos palabras sobre ello al escudero del cadernal; el resto es cosa mía, no os preocupéis.
-¡Sed prudente, Athos! - dijo Aramis.
-Estad tranquilos - respondió Athos-, ya sabéis, tengo sangre fría.
Porthos y Aramis fueron a ocupar nuevamente su puesto junto al tubo de estufa.
En cuanto a Athos, salió sin ningún misterio, fue a tomar su caballo atado con los de sus amigos a los molinetes de los postigos, convenció con cuatro palabras al escudero de la necesidad de una vanguardia para el regreso, inspeccionó con afectación el fulminante de sus pistolas, se puso la espada en los dientes y siguió, como hijo pródigo, la ruta que llevaba al campamento.
Capítulo 45 Escena conyugal
Como Athos había previsto, el cardenal no tardó en descender; abrió la puerta de la habitación en que habían entrado los mosqueteros y encontró a Porthos jugando una encarnizada partida de dados con Aramis. De rápida ojeada registró todos los rincones de la sala y vio que le faltaba uno de los hombres.
-¿Qué ha sido del señor Athos? - preguntó.
-Monseñor - respondió Porthos-, ha partido como explorador por algunas frases de nuestro hostelero, que le han hecho creer que la ruta no era segura.
-¿Y vos, que habéis hecho vos, señor Porthos?
-Le he ganado cinco pistolas a Aramis.