Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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pensó en preparar todo como hombre inteligente; a este efecto, se hizo ayudar del criado de uno de los invitados de su amo, llamado Fourreau, y de aquel falso soldado que había querido matar a D’Artagnan, y que por no pertenecer a ningún cuerpo, había entrado a su servicio, o mejor, al de Planchet, desde que D’Artagnan le había salvado la vida.

      Llegada la hora del festín, los dos invitados llegaron y ocuparon su sitio y se alinearon los platos en la mesa. Planchet servia, servilleta en brazo, Fourreau descorchaba las botellas, y Brisemont, tal era el nombre del convaleciente, transvasaba a pequeñas garrafas de cristal el vino que parecía haber formado posos por efecto de las sacudidas del camino. La primera botella estaba algo turbia hacia el final: de este vino Brisemont vertió los posos en su vaso, y D’Artagnan le permitió beberlo; porque el pobre diablo no tenía aún muchas fuerzas.

      Los convidados, tras haber tomado la sopa, iban a llevar el primer vaso a sus labios cuando de pronto el cañón resonó en el fuerte Louis y en el fuerte Neuf; al punto, creyendo que se trataba de algún ataque imprevisto, bien de los sitiados, bien de los ingleses, los guardias saltaron sobre sus espadas; D’Artagnan, no menos rápido, hizo como ellos y los tres salieron corriendo a fin de dirigirse a sus puestos.

      Mas apenas estuvieron fuera de la cantina cuando se enteraron de la causa de aquel gran alboroto; los gritos de ¡Viva el rey! ¡Viva el cardenal! resonaban por todas las direcciones.

      En efecto, el rey, impaciente como se había dicho, acababa de hacer en una dos etapas, y llegaba en aquel mismo instante con toda su casa y un refuerzo de diez mil hombres de tropa; le precedían y seguían sus mosqueteros. D’Artagnan, formando calle con su compañia, saludó con gesto expresivo a sus amigos, que le respondieron con los ojos, y al señor de Tréville, que lo reconoció al instante.

      Una vez acabada la ceremonia de recepción, los cuatro amigos estuvieron al punto en brazos unos de otros.

      -¡Diantre! - exclamó D’Artagnan-. No podíais haber llegado en mejor momento, y la carne no habrá tenido tiempo aún de enfriarse.

      ¿No es eso, señores? - añadió el joven volviéndose hacia los dos guardias, que presentó a sus amigos.

      -¡Vaya, vaya, parece que estábamos de banquete! - dijo Porthos. - Espero - dijo Aramis - que no haya mujeres en vuestra comida.

      -¿Es que hay vino potable en vuestra bicoca? - preguntó Athos.

      -Diantre, tenemos el vuestro, querido amigo - respondió D’Artagnan.

      -¿Nuestro vino? - preguntó Athos asombrado.

      -Sí, el que me habéis enviado.

      -¿Nosotros os hemos enviado vino? -Lo sabéis de sobra, de ese vinillo de los viñedos de Anjou.

      -Sí, ya sé a qué vino os referéis.

      -El vino que preferís.

      -Sin duda, cuando no tengo ni champagne ni chambertin.

      -Bueno, a falta de champagne y de chambertin os contentaréis con éste.

      -O sea que, sibaritas como somos, hemos hecho venir vino de Anjou - dijo Porthos.

      -Pues claro, es el vino que me han enviado de parte vuestra.

      -¿De nuestra parte? - dijeron los tres mosqueteros.

      -Aramis, ¿sois vos quién habéis enviado vino? - dijo Athos.

      -No, ¿y vos, Porthos?

      -No, ¿y vos Athos?

      -No.

      -Si no es vuestro - dijo D’Artagnan-, es de vuestro hostelero.

      -¿Nuestro hostelero?

      -Pues claro, vuestro hostelero, Godeau, hostelero de los mosqueteros.

      -A fe nuestra que, venga de donde quiera, no importa - dijo Porthos ; probémoslo, y si es bueno, bebámoslo.

      -No - dijo Athos-, no bebamos el vino que tiene una fuente desconocida.

      -Tenéis razón, Athos - dijo D’Artagnan-. ¿Ninguno de vosotros ha encargado al hostelero enviarme vino?

      -¡No! Y sin embargo, ¿os lo ha enviado de nuestra parte?

      -Aquí está la carta - d¡jo D’Artagnan.

      Y presentó el billete a sus camaradas.

      -¡Esta no es su escritura! - exclamó Athos-. La conozco porque fui yo quien antes de partir saldó las cuentas de la comunidad.

      -Carta falsa - dijo Porthos ; nosotros no hemos sido acuartelados.

      -D’Artagnan - preguntó Aramis en tono de reproche-, ¿cómo habéis podido creer que habíamos organizado un alboroto?…

      D’Artagnan palideció y un estremecimiento convulsivo agitó sus miembros.

      -Me asustas - dijo Athos, que no le tuteaba sino en las grandes ocasiones-. ¿Qué ha pasado entonces?

      -¡Corramos, corramos, amigos míos! - exclamó D’Artagnan-. Una terrible sospecha cruza mi mente. ¿Será otra vez una venganza de esa mujer?

      Fue Athos el que ahora palideció.

      D’Artagnan se precipitó hacia la cantina. Los tres mosqueteros y los dos guardias lo siguieron.

      Los primero que sorprendió la vista de D’Artagnan al entrar en el comedor fue Brisemont tendido en el suelo y retorciéndose en medio de atroces convulsiones.

      Planchet y Fourreau, pálidos como muertos trataban de ayudarlo; pero era evidente que cualquier ayuda resultaba inútil: todos los rasgos del moribundo estaban crispados por la agonía.

      -¡Ay! - exclamó al ver a D’Artagnan-. ¡Ay, es horrible, fingís perdonarme y me envenenáis!

      -¡Yo! - exclamó D’Artagnan-. ¿Yo, desgraciado? Pero ¿qué dices? -Digo que sois vos quien me habéis dado ese vino, digo que sois vos quien me ha dicho que lo beba, digo que habéis querido vengaros de mí, digo que eso es horroroso.

      -No creáis eso, Brisemont - dijo D’Artagnan-, no creáis nada de eso; os lo juro, os aseguro que…

      -¡Oh, pero Dios está aquí, Dios os castigará! ¡Dios mío! Que sufra un día lo que yo sufro.

      -Por el Evangelio - exclamó D’Artagnan precipitándose hacia el moribundo-, os juro que ignoraba que ese vino estuviese envenenado y que yo iba a beber como vos.

      -No os creo - dijo el soldado.

      Y expiró en medio de un aumento de torturas.

      -¡Horroroso! ¡Horroroso! - murmuraba Athos, mientras Porthos rompía las botellas y Aramis daba órdenes algo tardías para que fuesen en busca de un confesor.

      -¡Oh, amigos míos! - dijo D’Artagnan-. Venís una vez más a salvarme la vida, no sólo a mí, sino a estos señores. Señores - continuó dirigiéndose a los guardias-, os ruego silencio sobre toda esta aventura; grandes personajes podrían estar pringados en lo que habéis visto, y el perjuicio de todo esto recaería sobre nosotros.

      -¡Ay, señor! - balbuceaba Planchet, más muerto que vivo-. ¡Ay, señor, me he librado de una buena!

      -¡Cómo, bribón! - exclamó D’Artagnan-. ¿Ibas entonces a beber mi vino?

      -A la salud del rey, señor, iba a beber un pobre vaso si Fourreau no me hubiera dicho que me llamaban.

      -¡Ay! - dijo Fourreau, cuyos dientes rechinaban de terror-. Yo quería alejarlo para beber completamente solo.

      -Señores - dijo D’Artagnan dirigiéndose a los guardias-, comprenderéis que un festín semejante sólo sería muy triste después de lo que acaba de ocurrir; por eso, recibid mis excusas y dejemos la partida para otro día, por favor.

      Los dos guardias aceptaron cortésmente las excusas de D’Artagnan y, comprendiendo que los cuatro amigos deseaban estar solos, se retiraron.

      Cuando


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