Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
que habían hecho amistad. Se dejaban para volverse a ver cuando pluguiera a Dios y si placía a Dios. La noche fue por tanto una de las más ruidosas, como se puede suponer, porque en semejantes casos, no se puede combatir la extrema precaución más que con el extremo descuido.
Al día siguiente, al primer toque de las trompetas, los amigos se dejaron: los mosqueteros corrieron al palacio del señor de Tréville y los guardias al del señor des Essarts. Los dos capitanes condujeron al punto sus compañías al Louvre, donde el rey los revistaba.
El rey estaba triste y parecía enfermo, lo cual quitaba algo a su gesto altivo. En efecto, la víspera la fiebre lo había cogido en medio del parlamento y mientras ocupaba la presidencia. No por ello estaba menos decidido a partir aquella misma noche; y pese a las observaciones que se habían hecho, había querido pasar revista, esperando que el primer golpe de vigor vencería la enfermedad que comenzaba a apoderarse de él.
Una vez pasada la revista, los guardias se pusieron en marcha, ellos solos; los mosqueteros debían partir sólo con el rey, lo que permitió a Porthos ir a dar una vuelta, en su soberbio equipo, por la calle aux Ours.
La procuradora lo vio pasar en su uniforme nuevo y sobre su hermoso caballo. Amaba demasiado a Porthos para dejarlo partir así; le hizo seña de apearse y de venir a su lado. Porthos estaba magnífico; sus espuelas resonaban, su coraza brillaba, su espada le golpeaba orgullosamente las piernas. Aquella vez los pasantes no tuvieron ninguna gana de reír: ¡tanta era la pinta que Porthos tenía de cortador de orejas!
El mosquetero fue introducido junto al señor Coquenard, cuyos ojillos grises brillaron de cólera al ver a su primo todo flamante. Sin embargo, una cosa lo consoló interiormente; es que por todas partes decían que la campaña sería ruda: en el fondo de su corazón esperaba dulcemente que Porthos muriera en ella.
Porthos presentó sus respetos a maese Coquenard y se despidió de él; maese Coquenard le deseó toda suerte de prosperidades. En cuanto a la señora Coquenard, no podía contener sus lágrimas; pero nadie sacó ninguna mala consecuencia de su dolor; se la sabía muy apegada a sus parientes, por los que había tenido siempre crueles disputas con su marido.
Pero las auténticas despedidas se hicieron en la habitación de la señora Coquenard: fueron desgarradoras.
Durante el tiempo que la procuradora pudo seguir con los ojos a su amante, agitó un pañuelo inclinándose fuera de la ventana, hasta el punto de que se creería que quería tirarse. Porthos recibió todas aquellas señales de ternura como hombre habituado a semejantes demostraciones. Sólo que al volver la esquina de la calle, se quitó el sombrero y lo agitó en señal de adiós.
Por su parte, Aramis escribía una larga carta. ¿A quién? Nadie sabía nada. En la habitación vecina, Ketty, que debía partir aquella misma noche para Tours, esperaba aquella carta misteriosa.
Athos bebía a sorbos la última botella de su vino español.
Mientras tanto, D’Artagnan desfilaba con su compañía.
Al llegar al barrio de Saint Antoine, se volvió para mirar alegremente la Bastilla; pero como era solamente la Bastilla lo que miraba, no vio a Milady que, montada sobre un caballo overo, lo señalaba con el dedo a dos hombres de mala catadura que se acercaron al punto a las filas para reconocerlo. A una interrogación que hicieron con la mirada, Milady respondió con un signo que era él. Luego, segura de que no podía haber error en la ejecución de sus órdenes, espoleó su caballo y desapareció.
Los dos hombres siguieron entonces a la compañía, y a la salida del barrio Saint Antoine montaron en dos caballos completamente preparados que un criado sin librea tenía en la mano esperándolos.
Capítulo 41 El sitio de La Rochelle
El sitio de La Rochelle fue uno de los grandes acontecimientos politicos de Luis XIII, y una de las grandes empresas militares del cardenal. Es por tanto interesante, a incluso necesario, que digamos algunas palabras, dado que muchos detalles de ese asedio están ligados de manera demasiado importante a la historia que hemos comenzado a contar para que los pasemos en silencio.
Las miras políticas del cardenal cuando emprendió este asedio eran considerables. Expongámoslas primero, luego pasaremos a las miras particulares que no tuvieron sobre Su Eminencia menos influencia que las primeras.
De las ciudades importantes dadas por Enrique IV a los hugonotes como plazas de seguridad, sólo quedaba La Rochelle. Se trataba por tanto de destruir aquel último baluarte del calvinismo, levadura peligrosa a la que venían a mezclarse incesantemente fermentos de revuelta civil o de guerra extranjera.
Españoles, ingleses, italianos descontentos, aventureros de cuálquier nación, soldados de fortuna de toda secta acudian a la primera llamada bajo las banderas de los protestantes y se organizaban como una vasta asociación cuyas ramas divergían a capricho en todos los puntos de Europa.
La Rochelle, que había adquirido nueva importancia con la ruina de las demás ciudades calvinistas era, pues, el hogar de las disensiones y de las ambiciones. Había más: su puerto era la primera puerta abierta a los ingleses en el reino de Francia; y al cerrarlo a Inglaterra, nuestra eterna enemiga, el cardenal acababa la obra de Juana de Arco y del duque de Guisa.
Por eso Bassompierre, que era a la vez protestante y católico, protestante de corazón y católico como comendador del Espíritu Santo; Bassompierre, que era alemán de nacimiento y francés de corazón; Bassompierre, en fin, que ejercía un mando particular en el asedio de La Rochelle, decía cargando a la cabeza de muchos otros señores protestantes como él:
-¡Ya veréis, señores, cómo somos tan bestias que conquistaremos La Rochelle!
Y Bassompierre tenía razón; el cañoneo de la isla de Ré presagiaba para él las dragonadas de Cévennes; la toma de La Rochelle era el prefacio de la revocación del edicto de Nantes.
Pero, ya lo hemos dicho, al lado de estas miras del ministro nivelador y simplificador, y que pertenecen a la historia, el cronista está obligado a reconocer las pequeñas miras del hombre enamorado y del rival celoso.
Richelieu, como todos saben, había estado enamorado de la reina; si este amor tenía en él un simple objetivo politico o era naturalmente una de esas profundas pasiones como las que inspiró Ana de Austria a quienes la rodeaban, es lo que no sabríamos decir; pero en cualquier caso, por los desarrollos anteriores de esta historia, se ha visto que Buckingham había triunfado sobre él y que en dos o tres circunstancias, y sobre todo en la de los herretes, gracias al desvelo de los tres mosqueteros y al valor de D’Artagnan, había sido cruelmente burlado.
Se trataba, pues, para Richelieu no sólo de librar a Francia de un enemigo, sino de vengarse de un rival; por lo demás, la venganza debía ser grande y clamorosa, y digna en todo un hombre que tiene en su mano, por espada de combate, las fuerzas de todo un reino.
Richelieu sabía que combatiendo a Inglaterra combatía a Buckingham, que venciendo a Inglaterra vencía a Buckingham, y que humillando a Inglaterra ante los ojos de Europa humillaba a Buckingham a los ojos de la reina.
Por su lado Buckingham, aunque ponía ante todo el honor de Inglaterra estaba movido por intereses absolutamente semejantes a los del cardenal; Buckingham también perseguía una venganza particular: bajo ningún pretexto había podido Buckingham entrar en Francia como embajador, y quería entrar como conquistador.
De donde resulta que lo que realmente se ventilaba en esa partida que los dos reinos más poderosos jugaban por el capricho de dos hombres enamorados, era una simple mirada de Ana de Austria.
La primera ventaja había sido para el duque de Buckingham: llegado inopinadamente a la vista de la isla de Ré con noventa bajeles y veinte mil hombres aproximadamente, había sorprendido al conde Toiras, que mandaba en nombre del rey en la isla; tras un combate sangriento había realizado su desembarco.
Relatemos de paso que en este combate