Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


Скачать книгу
de acercarse: esperó un nuevo gesto de su superior, temiendo equivocarse, pero repetido el gesto, dejó las filas y se adelantó para oír la orden.

      -Monsieur va a pedir hombres voluntarios para una misión peligrosa, pero que será un honor para quienes la cumplan; os he hecho esa seña para que estuvierais preparado.

      -¡Gracias, mi capitán! - respondió D’Artagnan, que no pedía otra cosa que distinguirse a los ojos del teniente general.

      En efecto, los rochelleses habían hecho una salida durante la noche y habían recuperado un bastión del que el ejército realista se había apoderado dos días antes; se trataba de hacer un reconocimiento a cuerpo descubierto para ver cómo custodiaba el ejército aquel bastión.

      Efectivamente, al cabo de algunos instantes Monsieur elevó la voz y dijo:

      -Necesitaría para esta misión tres o cuatro voluntarios guiados por un hombre seguro.

      -En cuanto al hombre seguro, lo tengo a mano, Monsieur - dijo el señor Des Essarts, mostrando a D’Artagnan ; y en cuanto a los cuatro o cinco voluntarios, Monsieur no tiene más que dar a conocer su intenciones, y no le faltarán hombres.

      -¡Cuatro hombres de buena voluntad para venir a hacerse matar conmigo! - dijo D’Artagnan levantando su espada.

      Dos de sus camaradas de los guardias se precipitaron inmediatamente, y habiéndose unido a ellos dos soldados, encontró que el número pedido era suficiente; D’Artagnan rechazó, pues, a todos los demás, no queriendo atropellar a quienes tenían prioridad.

      Se ignoraba si después de la toma del bastión los rochelleses lo habían evacuado o habían dejado allí guarnición; había, pues, que examinar el lugar indicado desde bastante cerca para comprobarlo.

      D’Artagnan partió con sus cuatro compañeros y siguió la trinchera: los dos guardias marchaban a su misma altura y los soldados venían detrás.

      Así, cubriéndose con los revestimientos del terreno, llegaron a unos cien pasos del bastión. Allí, al volverse D’Artagnan, se dio cuenta de que los dos soldados habían desaparecido.

      Creyó que por miedo se habían quedado atrás y continuó avanzando.

      A la vuelta de la contraescarpa, se hallaron a sesenta pasos aproximadamente del bastión.

      No se veía a nadie, y el bastión parecía abandonado.

      Los tres temerarios deliberaban si seguir adelante cuando, de pronto, un cinturón de humo ciñó al gigante de piedra y una docena da balas vinieron a silbar en torno a D’Artagnan y sus dos compañeros.

      Sabían lo que querían saber: el bastión estaba guardado. Quedarse más tiempo en aquel lugar peligroso hubiese sido, pues, una imprudencia inútil; D’Artagnan y los dos guardias volvieron la espalda y comenzaron una retirada que se parecía a una fuga.

      Al llegar al ángulo de la trinchera que iba a servirles de muralla uno de los guardias cayó: una bala le había atravesado el pecho. EÌ otro, que estaba sano y salvo, continuó su carrera hacia el campamento.

      D’Artagnan no quiso abandonar así a su compañero y se inclinó hacia él para levantarlo y ayudarlo a alcanzar las líneas; pero en aquel momento salieron dos disparos de fusil: una bala vino a estrellarse sobre la roca tras haber pasado a dos pulgadas de D’Artagnan.

      El joven se volvió rápidamente porque aquel ataque no podía venir del bastión, que estaba oculto por el ángulo de la trinchera. La idea de los dos soldados que lo habían abandonado le vino a la mente y le recordó a los asesinos de la víspera; resolvió, por tanto, saber a qué atenerse aquella vez y cayó sobre el cuerpo de su camarada como si estuviera muerto.

      Vio al punto dos cabezas que se levantaban por encima de una obra abandonada que estaba a treinta pasos de allí; eran las de nuestros dos soldados. D’Artagnan no se había equivocado: aquellos dos hombres no le habían seguido más que para asesinarlo, esperando que la muerte del joven sería cargada en la cuenta del enemigo.

      Sólo que, como podía estar solamente herido y denunciar su crimen, se acercaron para rematarlo; por suerte, engañados por la artimaña de D’Artagnan, se olvidaron de volver a cargar sus fusiles.

      Cuando estuvieron a diez pasos de él, D’Artagnan, que al caer había tenido gran cuidado de no soltar su espada, se levantó de pronto y de un salto se encontró junto a ellos.

      Los asesinos comprendieron que, si huían hacia el campamento sin haber matado a aquel hombre, serían acusados por él; por eso su primera idea fue la de pasarse al enemigo. Uno de ellos cogió su fusil por el cañón y se sirvió de él como de una maza: lanzó un golpe terrible a D’Artagnan, que lo evitó echándose hacia un lado; pero con este movimiento brindó paso al bandido, que se lanzó al punto hacia el bastión. Como los rochelleses que lo vigilaban ignoraban con qué intención venía aquel hombre hacia ellos, dispararon contra él y cayó herido por una bala que le destrozó el hombro.

      En este tiempo, D’Artagnan se había lanzado sobre el segundo soldado, atacándolo con su espada; la lucha no fue larga, aquel miserable no tenía para defenderse más que su arcabuz descargado; la espada del guardia se deslizó por sobre el cañón del arma vuelta inútil y fue a atravesar el muslo del asesino que cayó. D’Artagnan le puso inmediatamente la punta del hierro en el pecho.

      -¡Oh, no me matéis! - exclamó el bandido-. ¡Gracia, gracia, oficial, y os lo diré todo!

      -¿Vale al menos lo secreto la pena de que lo perdone la vida? - preguntó el joven conteniendo su brazo.

      -Sí, si estimáis que la existencia es algo cuando se tienen veintidós años como vos y se puede alcanzar todo, siendo valiente y fuerte como vos lo sois.

      -¡Miserable! - dijo D’Artagnan-. Vamos, habla deprisa, ¿quién te ha encargado asesinarme?

      -Una mujer a la que no conozco, pero que se llamaba Milady.

      -Pero si no conoces a esa mujer, ¿cómo sabes su nombre?

      -Mi camarada la conocía y la llamaba así, fue él quien tuvo el asunto con ella y no yo; él tiene incluso en su bolso una carta de esa persona que debe tener para vos gran importancia, por lo que he oído decir.

      -Pero ¿cómo te metiste en esta celada?

      -Me propuso que diéramos el golpe nosotros dos y acepté.

      -¿Y cuánto os dio ella por esta hermosa expedición? -Cien luises.

      -Bueno, en buena hora - dijo el joven riendo - estima que valgo algo: cien luises. Es una cantidad para dos miserables como vosotros; por eso comprendo que hayas aceptado y lo perdono con una condición.

      -¿Cuál? - preguntó el soldado inquieto y viendo que no todo había terminado.

      -Que vayas a buscarme la carta que tu camarada tiene en bolsillo.

      -Pero eso - exclamó el bandido - es otra manera de matarme; ¿cómo queréis que vaya a buscar esta carta bajo el fuego del bastión?

      -Sin embargo, tienes que decidirte a ir en su busca, o te juro que mueres por mi mano.

      -¡Gracia, señor, piedad! ¡En nombre de esa dama a la que amáis a la que quizá creéis muerta y que no lo está! - exclamó el bandido poniéndose de rodillas y apoyándose sobre su mano, porque comenzaba a perder sus fuerzas con la sangre.

      -¿Y por qué sabes tú que hay una mujer a la que amo y que yo he creído muerta a esa mujer? - preguntó D’Artagnan.

      -Por la carta que mi camarada tiene en su bolsillo.

      -Comprenderás entonces que necesito tener esa carta - dijo D’Artagnan ; así que no más retrasos ni dudas, o aunque me repugne templar por segunda vez mi espada en la sangre de un miserable como tú, lo juro por mi fe de hombre honrado…

      Y a estas palabras D’Artagnan hizo un gesto tan amenazador que el herido se levantó.

      -¡Deteneos! ¡Deteneos! - exclamó recobrando valor a


Скачать книгу