Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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conde de Toiras se retiro a la ciudadela Saint Martin con la guarnición, y dejó un centenar de hombres en un pequeño fuerte que se que se llamaba de la Prée.

      Este acontecimiento había acelerado las decisiones del cardenal; y a la espera de que el rey y él pudieran ir a tomar el mando del asedio de La Rochelle, que estaba decidido, había hecho partir a Monsieur para dirigir las primeras operaciones, y había hecho desfilar hacia el escenario de la guerra todas las tropas de que había podido disponer.

      De este destacamento enviado como vanguardia era del que formaba parte nuestro amigo D’Artagnan.

      El rey, como hemos dicho, debía seguirlo tan pronto como hubiera terminado la solemne sesión real pero al levantarse de aquel asiento real, el 28 de junio se había sentido afiebrado; habría querido partir igualmente pero al empeorar su estado se vio obligado a detenerse en Villeroi.

      Ahora bien, allí donde se detenía el rey se detenían los mosqueteros; de donde resultaba que D’Artagnan, que estaba pura y simplemente en los guardias, se había separado, momentáneamente al menos, de sus buenos amigos Athos, Porthos y Aramis; esta separación, que no era para él más que una contrariedad, se habría convertido desde luego en inquietud seria si hubiera podido adivinar qué peligros desconocidos lo rodeaban.

      No por eso dejó de llegar, sin incidente alguno al campamento establecido ante La Rochelle, hacia el 10 del mes de septiembre del año 1627.

      Todo se hallaba en el mismo estado: el duque de Buckingham y sus ingleses dueños de la isla de Ré, continuaban sitiando, aunque sin éxito, la ciudadela de Saint Martin y el fuerte de La Prée, y las hostilidades con La Rochelle habían comenzado hacía dos o tres días a propósito de un fuerte que el duque de Angulema acababa de hacer construir junto a la ciudad.

      Los guardias, al mando del señor des Essarts, se alojaban en los Mínimos.

      Pero como sabemos, D’Artagnan, preocupado por la ambición de pasar a los mosqueteros, raramente había hecho amistad con sus camaradas; se encontraba por tanto solo y entregado a sus propias reflexiones.

      Sus reflexiones no eran risueñas; desde hacía un año que había llegado a Paris se había mezclado en los asuntos públicos; sus asuntos privados no habían adelantado mucho ni en arnor ni en fortuna.

      En amor, la única mujer a la que había amado era la señora Bonacieux, y la señora Bonacieux había desaparecido sin que él pudiera descubrir aún qué había sido de ella.

      En fortuna, se había hecho, débil como era, enemigo del cardenal, es decir, de un hombre ante el cual temblaban los mayores del reino, empezando por el rey.

      Aquel hombre podía aplastarlo, y sin embargo no lo habia hecho; para un ingenio tan perspicaz como era D’Artagnan, aquella indulgencia era una luz por la que vela un porvenir mejor.

      Luego se había hecho también otro enemigo menos de temer, pensaba, pero que sin embargo instintivamente sentía que no era de despreciar: ese enemigo era Milady.

      A cambio de todo esto había conseguido la protección y la benevolencia de la reina, pero la benevolencia de la reina era, en aquellos tiempos, una causa más de persecuciones; y su protección, como se sabe, protegía muy mal; ejemplos: Chalais y la señora Bonacieux.

      Lo que en todo aquello había ganado en claro era el diamante de cinco o seis mil libras que llevaba en el dedo; pero incluso de aquel diamante, suponiendo que D’Artagnan en sus proyectos de ambición quisiera guardarlo para convertirlo un día en señal de reconocimiento de la reina, no había que esperar, puesto que no podía deshacerse de él, más valor que de los guijarros que pisoteaba.

      Decimos los guijarros que pisoteaba, porque D’Artagnan hacía estas reflexiones paseándose en solitario por un lindo caminito que conducía del campamento a la villa de Angoutin; ahora bien, estas reflexiones lo habían llevado más lejos de lo que pensaba, y la luz comenzaba a bajar cuando al último rayo del crepúsculo le pareeió ver brillar detrás de un seto el cañón de un mosquete.

      D’Artagnan tenía el ojo despierto y el ingenio pronto, comprendió que el mosquete no había venido hasta allí completamente solo y que quien lo manejaba no estaba escondido detrás de un seto con intenciones amistosas. Decidió por tanto largarse cuando, al otro lado de la ruta, tras una roca, divisó la extremidad de un segundo mosquete.

      Era evidentemente una emboscada.

      El joven lanzó una ojeadas sobre el primer mosquete y vio con cierta inquietud que se bajaba en su dirección, pero tan pronto como vio el orificio del cañón inmóvil se arrojó cuerpo a tierra. Al mismo tiempo salió el disparo y oyó el silbido de la bala que pasaba por encima de su cabeza.

      No había tiempo que perder: D’Artagnan se levantó de un salto en el mismo momento que la bala del otro mosquete hizo volar los guijarros en el lugar mismo del camino en que se había arrojado de cara contra el suelo.

      D’Artagnan no era uno de esos hombres inútilmente valientes que buscan la muerte ridícula para que se diga de ellos que no han retrocedido ni un paso; además, aquí no se trataba de valor: D’Artagnan había caído en una celada.

      -Si hay un tercer disparo - se dijo-, soy hombre muerto.

      Y al punto, echando a todo correr, huyó en dirección del campamento con la velocidad de las gentes de su región, tan renombradas por su agilidad; mas cualquiera que fuese la rapidez de su carrera, el primero que había disparado, habiendo tenido tiempo de volver a cargar su arma, le disparó un segundo disparo tan bien ajustado esta vez que la bala le atravesó el sombrero y lo hizo volar a diez pasos de él.

      Sin embargo, como D’Artagnan no tenía otro sombrero, recogió el suyo a la carrera, llegó todo jadeante y muy pálido a su alojamiento, se sentó sin decir nada a nadie y se puso a reflexionar.

      Aquel suceso podía tener tres causas:

      La primera y más natural podía ser una emboscada de los rochelleses, a quienes no les habría molestado matar a uno de los guardias de Su Majestad, primero porque era un enemigo menos, y porque este enemigo podía tener una bolsa bien guarnecida en su bolso.

      D’Artagnan cogió su sombrero, examinó el agujerro de la bala y movió la cabeza. La bala no era una bala de mosquete, era una bala de arcabuz; la exactitud del disparo le había dado ya la idea de que había sido dispardo por un arma particular: aquello no era, por tanto, una emboscada militar, puesto que la bala no era de calibre.

      Aquello podía ser un buen recuerdo del señor cardenal. Se recordará que en el momento mismo en que gracias a aquel bienaventurado rayo de sol había divisado el cañón del fusil, él se asombraba de la longanimidad de Su Eminencia para con él.

      Pero D’Artagnan movió la cabeza. Con personas con las que no tenía más que extender la mano rara vez recurría Su Eminencia a semejantes medios.

      Aquello podía ser una venganza de Milady.

      Esto era lo más probable.

      Trató inútilmente de recordar o los rasgos o el traje de los asesinos; se había alejado tan rápidamente de ellos que no había tenido tiempo de observar nada.

      -¡Ay, mis pobres amigos! - murmuró D’Artagnan-. ¿Dónde estáis? ¡Cuánta falta me hacéis!

      D’Artagnan pasó muy mala noche. Tres o cuatro veces se despertó sobresaltado, imaginándose que un hombre se acercaba a su cama para apuñalarlo. Sin embargo, apareció la luz sin que la oscuridad hubiera traído ningún incidente.

      Pero D’Artagnan sospechó mucho que lo que estaba aplazado no estaba perdido.

      D’Artagnan permaneció toda la jornada en su alojamiento; a sí mismo se dio la excusa de que el tiempo era malo.

      Al día siguiente, a las nueve, tocaron llamada y tropa. El duque de Orleáns visitaba los puestos. Los guardias corrieron a las armas y D’Artagnan ocupó su puesto en medio de sus camaradas.

      Monsieur pasó ante el frente de batalla; luego, todos los oficiales superiores se acercaron


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