Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
la punta de su espada.
Era algo horrible ver a aquel desgraciado dejando sobre el camino que recorría un largo reguero de sangre, cada vez más pálido ante muerte próxima, tratando de arrastrarse sin ser visto hasta el cuerpo de su cómplice que yacía a veinte pasos de allí.
El terror estaba pintado sobre su rostro cubierto de un sudor frío de tal modo que D’Artagnan se compadeció y mirándolo con desprecio:
-Pues bien - dijo-, voy a demostrarte la diferencia que existe entre un hombre de corazón y un cobarde como tú: quédate iré yo.
Y con paso ágil, el ojo avizor, observando los movimientos del enemigo, ayudándose con todos los accidentes del terreno, D’Artagnan llegó hasta el segundo soldado.
Había dos medios para alcanzar su objetivo: registrarlo allí mismo o llevárselo haciendo un escudo con su cuerpo y registrarlo en la trinchera.
D’Artagnan prefirió el segundo medio y cargó el asesino a sus hombros en el momento mismo que el enemigo hacía fuego.
Una ligera sacudida el ruido seco de tres balas que agujereaban las carnes, un último grito un estremecimiento de agonía le probaron a D’Artagnan que el que había querido asesinarlo acababa de salvarle la vida.
D’Artagnan ganó la trinchera y arrojó el cadáver junto al herido tan pálido como un muerto.
Comenzó el inventario inmediatamente: una cartera de cuero, una bolsa donde se encontraba evidentemente una parte de la suma del dinero que había recibido, un cubilete y los dados formaban la herencia del muerto.
Dejó el cubilete y los dados donde habían caído, lanzó la bolsa al herido y abrió ávidamente la cartera.
En medio de algunos papeles sin importancia, encontró la carta siguiente: era la que había ido a buscar con riesgo de su vida:
«Dado que habéis perdido el rastro de esa mujer y que ahora está a salvo en ese convento al que nunca deberíais haberla dejado llegar, tratad al menos de no fallar con el hombre; si no, sabéis que tengo la mano larga y que pagaréis caros los cien luises que os he dado.»
Sin firma. Sin embargo, era evidente que la carta procedía de Milady. Por consiguiente, la guardó como pieza de convicción y, a salvo tras el ángulo de la trinchera se puso a interrogar al herido. Este confesó que con su camarada, el mismo que acababa de morir, estaba encargado de raptar a una joven que debía salir de París por la barrera de La Villete pero que, habiéndose parado a beber en una taberna, habían llegado diez minutos tarde al coche.
-Pero ¿qué habríais hecho con esa mujer? - preguntó D’Artagnan con angustia.
-Debíamos entregarla en un palacio de la Place Royale - dijo el herido.
-¡Sí! ¡Sí! - murmuró D’Artagnan-. Es exacto, en casa de la misma Milady.
Entonces el joven estremeciéndose, comprendió qué terrible sed de venganza empujaba a aquella mujer a perderlo, a él y a los que lo amaban, y cuánto sabía ella de los asuntos de la corte, puesto que lo había descubierto todo. Indudablemente debía aquellos informes al cardenal.
Mas, en medio de todo esto, comprendió, con un sentimiento de alegría muy real, que la reina había terminado por descubrir la prisión en que la pobre señora Bonacieux expiaba su adhesión, y que la había sacado de aquella prisión. Así quedaban explicados la carta que había recibido de la joven y su paso por la ruta de Chaillot, un paso parecido a una aparición.
Y entonces, como Athos había predicho, era posible volver a encontrar a la señora Bonacieux, y un convento no era inconquistable.
Esta idea acabó de devolver a su corazón la clemencia. Se volvió hacia el herido que seguía con ansiedad todas las expresiones diversas de su cara, y le tendió el brazo:
-Vamos - le dijo-, no quiero abandonarte así. Apóyate en mí y volvamos al campamento.
-Sí - dijo el herido, que a duras penas creía en tanta magnanimidad-, pero ¿no sera para hacer que me cuelguen?
-Tienes mi palabra - dijo D’Artagnan-, y por segunda vez te perdono la vida.
El herido se dejó caer de rodillas y besó de nuevo los pies de su salvador; pero D’Artagnan, que no tenía ningún motivo para quedarse tan cerca del enemigo, abrevió él mismo los testimonios de gratitud.
El guardia que había vuelto a la primera descarga de los rochelleses había anunciado la muerte de sus cuatro compañeros. Quedaron, pues, asombrados y muy contentos a la vez en el regimiento cuando se vio aparecer al joven sano y salvo.
D’Artagnan explicó la estocada de su compañero por una salida que improvisó. Contó la muerte del otro soldado y los peligros que habían corrido. Este relato fue para el ocasión de un verdadero triunfo. Todo el ejército habló de aquella expedición durante un día, y Monsieur hizo que le transmitieran sus felicitaciones.
Por lo demás, como toda acción hermosa lleva consigo su recompensa, la hermosa acción de D’Artagnan tuvo por resultado devolverle la tranquilidad que había perdido. En efecto, D’Artagnan creía poder estar tranquilo, puesto que de sus dos enemigos uno estaba muerto y otro era adicto a sus intereses.
Esta tranquilidad probaba una cosa, y es que D’Artagnan no conocía aún a Milady.
Capítulo 42 El vino de Anjou
Tras las noticias casi desesperadas del rey, el rumor de su convalecencia comenzaba a esparcirse por el campamento; y como tenía mucha prisa por llegar en persona al asedio, se decía que tan pronto como pudiera montar a caballo se pondría en camino.
En este tiempo, Monsieur, que sabía que de un día para otro iba a ser reemplazado en su mando bien por el duque de Angulema, bien por Bassompierre, bien por Schomberg, que se disputaban el mando, hacía poco, perdía las jornadas en tanteos, y no se atrevía a arriesgar una gran empresa para echar a los ingleses de la isla de Ré, donde asediaban constantemente la ciudadela Saint Martin y el fuerte de La Prée, mientras que por su lado los franceses asediaban La Rochelle.
D’Artagnan, como hemos dicho, se había tranquilizado, como ocurre siempre tras un peligro pasado, y cuando el peligro pareció desvanecido, sólo le quedaba una inquietud, la de no tener noticia alguna de sus amigos.
Pero una mañana a principios del mes de noviembre, todo quedó explicado por esta carta, datada en Villeroi:
«Señor D’Artagnan:
Los señores Athos, Porthos y Aramis, tras haber jugado una buena partida en mi casa y haberse divertido mucho, han armado tal escándalo que el preboste del castillo, hombre muy rígido, los ha acuartelado algunos días; pero yo he cumplido las órdenes que me dieron de enviar doce botellas de mi vino de Anjou, que apreciaron mucho: quieren que vos bebáis a su salud con su vino favorito.
Lo he hecho, y soy, señor, con gran respeto,
Vuestro muy humilde y obediente servidor,
GODEAU
Hostelero de los Señores Mosqueteros.»
-¡Sea en buena hora! - exclamó D’Artagnan-. Piensan en mí en sus placeres como yo pensaba en ellos en mi aburrimiento; desde luego, beberé a su salud y de muy buena gana, pero no beberé solo.
Y D’Artagnan corrió a casa de dos guardias con los que había hecho más amistad que con los demás, a fin de invitarlos a beber con él el delicioso vinillo de Anjou que acababa de llegar de Villeroi. Uno de los guardias estaba invitado para aquella misma noche y otro para el día siguiente; la reunión fue fijada por tanto para dos días después.
Al volver, D’Artagnan envió las doce botellas de vino a la cantina de los guardias, recomendando que se las guardasen con cuidado; luego, el día de la celebración, como la comida